Autor: Orris Keating
Cuando ingresé en la Facultad de Medicina, me tenía yo por un ateo empedernido; estaba absoluta y firmemente convencido de que Dios no existía, que era un mito de la religión; yo negaba a Dios y proclamaba a los cuatro vientos mi doctrina con la apasionada vehemencia propia de mis pocos años. Pero un día ocurrió un suceso que trastornó por completo el curso de mis ideas y de mi vida:
David Grant, el famoso anatomista, se hallaba haciendo la disección de un cadáver en presencia de nuestra clase; de pronto se detuvo, y volviéndose hacia nosotros, nos habló así:
- “Jóvenes, en este organismo humano tienen ustedes la refutación cabal de eso que conocemos por ateísmo; no hay en el mundo un ser dotado de razón que sea capaz de contemplar la maravillosa estructura y disposición de los órganos en este cuerpo, sin sentirse movido al punto de confesar la existencia de algún agente, de un poder superior a la humana inteligencia, que los haya creado.
Está fuera de duda que toda creación es, forzosamente, obra de un creador; tiene que haber un poder, una causa primera, o como quieran ustedes llamar a Dios, porque solo el mecanismo de la generación no explica, no puede en modo alguno explicarnos cómo surge a la vida el cuerpo humano; opino que los médicos, sobre todo, debieran ser fervorosamente religiosos, puesto que siempre tienen presente ante sus ojos, este milagro incomprensible.
Y al decir que los médicos debieran ser religiosos, quiero decir que debieran ser humildes, dados a atestiguar con la plegaria su fe en la intervención de un poder supremo en las cosas humanas.
“Me atrevería a asegurar, -continuó el doctor Grant- que, calando bien adentro en lo profundo de cada alma, no hallaríamos un solo ser en la tierra que no poseyese en alguna forma y medida, cierto secreto anhelo espiritual, el sentido íntimo, la conciencia recóndita, pero clara, de que existe un Poder Superior a todos los poderes humanos.
Poder al cual se siente atraído instintivamente en los momentos difíciles de la vida; ¡cuántas veces nos parece que hemos agotado ya todos los medios a nuestro alcance en la solución de un conflicto!; entonces es cuando volvemos los ojos hacia nuestro interior en busca de alguna solución. Fue el propio Abraham Lincoln quien dijo cierto día: “Muchas y muchas veces he caído de rodillas abrumado por la convicción de que no tenía a nadie más a quien acudir”.
Sí, creándolo ustedes: la oración es un manantial de fortaleza, y hasta me atrevería a apostar algo con cualquiera de ustedes a que si todos los que me oyen leyesen todos los días y por espacio de unos quince días, el Sermón de la Montaña, recibirían una influencia muy saludable. Bien amigo, ahora continuemos con la disección”.
Aquella noche no pude conciliar el sueño; me pasé toda la velada recordando las palabras del doctor Grant; cuanto más me esforzaba en refutarlas, mas difícil se me hacia; “toda creación es, forzosamente, obra de un creador”. El axioma resonaba constantemente en mi cerebro, y, cuando el sol empezó a alumbrar un nuevo día, ya mis anteriores convicciones, habían perdido su dureza.
Son más de treinta y cuatro años que me resolví a leer el Sermón de la Montaña, siguiendo el concejo del doctor Grant, y hoy tengo la plena certidumbre de que las doctrinas de Cristo son, no sólo la guía más elevada y perfecta de la conducta humana, sino también la más práctica.
Hay multitud de cristianos que profesan la opinión de que es imposible aplicar los principios de Cristo a nuestra complicada civilización moderna; entienden que una norma de vida y una filosofía de la conducta especialmente apropiadas para el medio sencillo y particular del siglo primero, no pueden adaptarse con la misma validez y viabilidad a las complejas circunstancias del siglo veinte.
Los que tal cosa sostienen, olvidan que la vida de relación entre los hombres crea hoy, en lo fundamental, los mismos problemas que existían cuando Jesús puso sus pies en nuestro planeta. Las condiciones externas pueden cambiar por virtud de los siglos, pero los principios no.
Entiendo que los problemas de la hora presente: el choque violento de las ideas políticas, el odio de razas, las inenarrables crueldades de la guerra y la amenaza que se cierne sobre toda nuestra civilización, nos llevan al convencimiento de que no hay solución para los males e injusticas del mundo, fuera de la aplicación práctica de las verdades tan sencillas y tan claras que enseñó a unos pobres pescadores y a unos campesinos judíos Aquél que murió en el suplico de la cruz hace veinte siglos.
No hay más que abrir la Historia para ver que en las épocas de materialismo y de calamitosas desgracias sigue, invariablemente, un reflorecer de la preocupación por las cosas del espíritu; es algo así, como el flujo y el reflujo del mar: una generación da unos pasos de avance en lo moral y lo intelectual; luego, la humanidad retrocede hasta que en lo futuro, otra generación vuelve a adelantar.
Tras esos avances y retrocesos la humanidad no torna a encontrarse en el punto de partida, sino que adelanta, de un modo lento pero continuo y seguro. Es tan grande, tan terrible, el quebranto moral y material que experimenta hoy la humanidad, que todos debemos pedir a Dios que nos guie e ilumine.
La plegaria tiene extraordinario poder: nos alienta e infunde valor y actitud para resolver nuestros problemas, por difíciles que se nos presenten. Los que niegan la efectividad de la oración se me parecen a quienes, para demostrar que de una semilla no puede brotar una flor, hundieran la semilla en lo oscuro de un sótano, y la privaran de todo riego. No existe más que un modo de probar que las doctrinas de Jesús son practicables: Ponerlas en práctica.
Hoy, como nunca, es necesaria la oración en la vida del hombre y los pueblos; por no haber dado al sentimiento religioso la importancia que tiene, está el mundo al borde del abismo.
Lamentablemente hemos descuidado el manantial más rico de cuantos pueden darnos perfección y energía; si se pone en acción nuevamente el poder de la plegaria y se emplea en elevar la existencia de todos, hombres y mujeres, aun cabrá esperar que sean escuchadas nuestras oraciones impetrando de Dios un mundo mejor.
Buena y consoladora prueba de que nos hallamos en vísperas de un renacimiento espiritual, es la tendencia creciente, lo mismo en lo social que en lo político y lo económico, a considerarnos hermanados al resto de los hombres por vínculos de estrecha solidaridad.
Otra prueba no menos elocuente la tenemos en el afán de sacrificio que conmueve hoy al mundo; se cuentan por millones los individuos que empiezan a entrever la gran verdad de que no bastan la posesión y el goce de los bienes materiales para calmar la sed que abrasa las almas.
Por la calle del desengaño, han ido a dar, de desilusión en desilusión, al templo claro y sereno en cuyo pórtico se lee el aforismo inmortal: “No solo de pan vive el hombre”.
(De la Revista Selecciones, 1943)