Hace unos días murió el General Álvaro Valencia Tovar, el militar que mejor encarnaba el conflicto armado colombiano, el que quizá mejor lo ha comprendido y uno de los pocos, sino el único, respetado por igual por sus hombres y por los guerrilleros que combatió toda su vida, con la espada y con la pluma.
El general Valencia Tovar era un militar atípico; pasó más tiempo retirado, que activo. En 1975, salió de la comandancia del Ejército, en medio de uno de los más serios “ruidos de sables” del siglo XX en el país, a raíz de graves diferencias con el presidente Alfonso López Michelsen sobre la operación Anorí, que casi extermina al ELN, y sobre cambios en la cúpula militar.
El capitán Valencia fue uno de los 111 oficiales del Batallón Colombia que participaron en la guerra de Corea, entre 1950 y 1953, y, a su regreso, dejaron una marca de modernización en las fuerzas militares. Siempre se refirió con orgullo a esa experiencia, sobre la que escribió tres libros. “La guerra de Corea partió en dos la historia militar de Colombia, porque aprendimos todo lo moderno que había quedado después de la Segunda Guerra Mundial sobre doctrina, organización, abastecimiento”, le dijo a María Isabel Rueda.
Luego de un tiempo en Egipto en una fuerza de la ONU, y de comandar la Escuela de Infantería, como coronel y jefe de operaciones del Ejército, participó en una operación que aún hoy sigue siendo polémica: La Operación Marquetalia en 1964. Unos opinan que ese ataque militar contra 40 labriegos armados precipitó que las autodefensas campesinas se convirtieran en guerrilla, dando origen las Farc. Otros creen que de todas maneras el Partido Comunista ya había definido la “combinación de las formas de lucha”.
En palabras del académico Eduardo Pizarro, que son tan vigentes hoy como cuando las escribió en 2004: “Marquetalia es leída por algunos como el inicio de una gloriosa historia de luchas armadas de carácter revolucionario. Para otros, como un grave error histórico de las elites colombianas que han ensangrentado al país sin pausa ni tregua desde hace ya cuatro décadas”.
Dos años después, el 15 de febrero de 1966, al coronel Valencia, comandante de la V Brigada en Bucaramanga, le pasó algo que lo acompañó por el resto de su vida: En una operación contra el recién fundado ELN, en Patio Cemento, en San Vicente de Chucurí, Santander, los militares dieron de baja a cuatro guerrilleros; cuando le dijeron que uno de ellos llevaba cartas en otro idioma, le entró una terrible sospecha y viajó para identificarlo: era Camilo Torres Restrepo, su amigo de infancia, el cura que había dejado su sotana para entrar a la guerrilla; cuando Valencia tenía cuatro años, el papá de Camilo, que era pediatra, le salvó la vida.
Él mismo relató las largas conversaciones que, como adolescentes, tenían sobre la situación del país y cómo, mientras él avanzaba en su carrera militar su amigo cura se fue radicalizando hasta convertirse en parte esencial del mito del ELN. “Un aporte electrizante y sumiso a la revolución”, lo calificaría el General en su libro.
Ordenó enterrarlo por separado e hizo levantar un mapa con la ubicación de la tumba. Dos años después, contra todo protocolo, trasladó los restos y los sepultó en el mausoleo militar de la brigada en la capital de Santander, hasta que en 2002 el hermano de Camilo vino de Estados Unidos y se los entregó. Hoy, nadie saber donde reposan esos restos.
“Nunca denigré de Camilo, ni acepté decirle bandolero; siempre me referí a los guerrilleros con respeto”, dijo entonces; era otros tiempos y aun las guerrillas no habían sido tocadas por el narcotráfico y la degradación de la guerra, pero esta frase da una medida de la estirpe militar de Valencia Tovar, en la que el enemigo era el enemigo y prácticas como los “falsos positivos” o el paramilitarismo eran inadmisibles.
Valencia pasó un tiempo en Washington, en la Junta Interamericana de Defensa, y luego al frente de la Escuela de Cadetes y la Escuela Superior de Guerra. El 8 de octubre de 1971 el ELN le hizo un atentado, en venganza por la muerte de Camilo, en el que casi pierde la vida pues recibió dos disparos.
En 1973 participó en la célebre operación Anorí, que casi extermina al ELN y que condujo a la caída de los hermanos Vásquez Castaño. Poco después fue nombrado comandante del Ejército, cargo que ocupo entre 1974-75, en el incipiente gobierno de López Michelsen. Su salida fue traumática; él y otros militares querían dar continuidad a la operación Anorí y acabar por completo al ELN: el presidente ordenó frenarla: se precipitó entonces una crisis que culminó con la oposición de Valencia Tovar a un decreto presidencial de movimientos en la cúpula y con su forzado retiro, junto con otros altos oficiales.
En 1978, después de un intento en la política como candidato presidencial por el Movimiento de Renovación Nacional, se dedicó a escribir y enseñar en cursos militares y dar asesorías a algunos gobiernos en temas de guerra y negociación. La historia fue un tema central de sus libros, fue miembro de la Academia y enseñó historia contemporánea.
Así vivió casi 40 años, retirado e intelectual; su larga vida militar empezó 20 años atrás antes del surgimiento de las guerrillas y no le alcanzó para ver el fin del conflicto armado. El último intento de negociación que le tocó, con más de 90 años de edad, es el que está hoy en el curso de La Habana, con las Farc. A diferencia de muchos de sus colegas activos y retirados, lo apoyó: “Es el primer proceso de paz donde el que pone las condiciones es el presidente y no los guerrilleros”, dijo en una entrevista a AFP. La vida no le alcanzó para saber cómo va a terminar.
Revista Semana, edición #1680, extracto