El Virreinato se estableció en el Nuevo Reino de Granada en 1718, para sustituir el sistema presidencial, que no fue un régimen electivo, sino de nombramiento y remoción libre de su Majestad, el Rey. Simplemente, esos mandatarios se llamaron Presidentes, como hubiesen podido llamarse Comendadores.
El primer virrey fue don Antonio de la Pedroza y Guerrero, señor de la Villa de Buxes, quien tuvo un título un poco más largo que su gobierno, pues en 1719, fue reemplazado por don Jorge Villalonga, Caballero de la Cueva de Santiago.
El mandato de Jorge Villalonga tuvo una duración de tres años, durante los cuales sólo mostró imaginación para producir dos actos oficiales: el primero, ordenar que los registros parroquiales se llevaran en dos libros, uno para nacimientos y otro para defunciones, pues éste no existía y se faltaba en ello a las recomendaciones de la Recopilación de Indias.
En la mañana del 26 de enero de 1720; su excelencia, el Sr. Virrey amaneció de “malas pulgas” y ganas de trabajar y al estilo de la correspondencia gubernamental, envió al Arzobispo Fray Francisco de Rincón una nota, en la cual lo mandaba a “trabajar”.
El Prelado, al leer la comunicación, sintió cierto resquemor, al darse cuenta que el Virrey se estaba inmiscuyendo en territorio ajeno. Entonces, para sentar un precedente, determinó, no sólo abrir los dos libros exigidos, sino añadir dos más, uno para registrar matrimonios y otro para confirmaciones.
Tal parece haber sido la “partida de nacimiento” del papeleo oficial colombiano, que tántos males ha producido en nuestra historia y tántos burócratas ha engordado con los dineros públicos.
Como se ve, el Virrey estaba dispuesto a hacerse sentir, y para ello lo más indicado era tocar el inflamable callo de los jerarcas de la Iglesia. Y empezó por lo alto, porque además dirigió un mensaje de exhorto a los clérigos del virreinato, para que se pusieran al día en el pago de los derechos de la Corona, por concepto de ventas de tierra y otros bienes, pues, desde que se habían establecido, en 1692, no se estaba cumpliendo con esa obligación; nada menos que, 28 años de mora llevaban los recaudos.
Tomadas dichas providencias que agotaron su capacidad de trabajo, el Virrey rubricó su gestión con el segundo acto de gobierno, con una ocurrencia peregrina que planteó a la Corte y que ésta, inexplicablemente, aceptó.
Pidió, nada más ni nada menos, que se suprimiera el virreinato y se volviera al régimen presidencial, como en efecto ocurrió en 1722, cuando viajó a España, posiblemente a contar las grandes realizaciones y a ponderar las excelencias de la vida santafereña.
El primer presidente, de la segunda época, fue don Antonio Manso y Maldonado, quien, según informan los cronistas, era un mandatario de los de capa y espada. En cuanto a lo Manso, ya se verá cómo este caballero no le hizo mucho honor a su tranquilizador apellido.
No se sabe qué razones tuvo para trasladarse al Nuevo Reino, dejando en la Península a su esposa e hijos; tal vez la razón de haber llegado solo, como los ejecutivos, cuando salen en “viaje de negocios”, se explique mejor un poco más adelante.
El gobernante no era ningún joven; había prestado 34 años de servicios a la Corona, desde soldado raso, hasta el alto cargo que ahora desempeñaba en el Nuevo Reino, por consiguiente, se estaba acercando a la edad del otoño, a sus 60 calendarios.
Era un hombre mundano, de fácil charla y modales distinguidos, sabía ponerse a tono con quienes con él hablaban. Había hecho una carrera militar, si no brillante, lo suficientemente larga, como para haber recorrido muchas tierras y alternado con muchas gentes.
Cuando se tiene personalidad un tanto donjuanesca, se cuenta con más de medio siglo de edad y se está ayunando matrimonio, el demonio de la carne aumenta sus tentaciones y muchos hombres, tal vez por la sensación subconsciente de estar llegando al anochecer de la vida, se van detrás del canto de cualquier sirena, con el entusiasmo de los bachilleres imberbes. Tal fue el caso de don Antonio, el “Manso”.
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Ella se llamaba Cecilia de Caicedo y Valenzuela y pertenecía a una familia muy distinguida de la ciudad. Tenía una edad perfumada por una juventud vibrante de tan sólo 20 años. Era hija única de un matrimonio que residía a pocas cuadras de la presidencial.
Su padre, don Alonso Leonel de Caicedo, estaba condenado a la perpetua inmovilidad, por una parálisis progresiva que lo había remitido al lecho hacía algunos años. Don Antonio tuvo oportunidad de conocer a esta familia y al ver a la joven, sintió el latigazo de una pasión desbordada.
Aquí entra al juego el Maligno, porque el alto mandatario, lejos de rechazar o desviar sus sentimientos, prevalido de su elevada posición, que le permitía acercarse con frecuencia a la familia, puso cerco a la muchacha.
El Presidente pasó por encima de todos los escrúpulos y lentamente procedió, con un cálculo frío a su conquista, adueñarse de la encantadora Cecilia. Al principio las visitas ocurrían en las horas de la tarde; eran charlas de grupo que no causaban sospechas, ni alarma entre la familia y los vecinos.
Pero pronto el asiduo y simulador galán perdió la cuenta del reloj y fue prolongando las tertulias hasta bien entrada la noche. Parece que el enfermo padre se dormía temprano, y era entonces cuando el señor “manso” disparaba su mejor artillería sobre la débil resistencia de Cecilia, que finalmente fue cediendo ante las afiebradas pretensiones del incansable galán.
La madre, doña Isabel María de Valenzuela, presa de justificables temores, poco o nada podía hacer para evitar el romance; por una parte, no podía llevar amargura a su marido, ya demasiado cargado de penurias y dolores, y de otra, se sentía incapaz de un reclamo, de una simple insinuación, a un personaje, en quien su alma ingenua veía la presencia de la real majestad en su casa.
Pero, como nada hay oculto bajo el sol, el secreto empezó a hacerse voces en el silencioso ambiente de Santafé, donde el chisme era el pan de cada día, entre otras cosas, porque la gente lo único que sabía y podía hacer, era mirar, por entre las cortinas, a los vecinos; aunque la esclava que prestaba servicio en la casa de la jovencita era persona discreta, era muy probable que por conducto de su lengua “sumisa” se filtrara el primer informe, que cobró dimensiones inesperadas, urdiéndose una leyenda llena de detalles ciertos o imaginarios, cada vez más enredada.
El simple paso de su Excelencia a bordo de una litera, transportada por una pareja de negros traídos de Cartagena, era saludado con guiños de ojos, sonrisas maliciosas y miradas escrutadoras. Don Antonio no tardó en darse cuenta de que su aventura ya era plato suculento de costureros, esquinas, tiendas y metederos de toda clase, hasta que un día un funcionario de confianza lo previno sobre lo que estaba ocurriendo, y le manifestó que si las cosas trascendían a la Corte, se le podría complicar la vida.
Pero el mandatario no dio importancia a su informante, no porque no comprendiera la gravedad de lo que estaba ocurriendo, sino para simular, con su actitud, una falsa inocencia que encubriera su malsana conducta.
Sin pérdida de tiempo procedió a buscar un escenario más cómodo para sus entrevistas con la encantadora Cecilia, que, para ese entonces, era ya una frenética pareja de amantes. A estas alturas, la muchacha estaba encantada con los excelentes regalos que el amante le hacía y con los placeres, un tanto distintos a los de planchar, cocinar y coser en medio de rezos y privaciones, y como los encuentros eran diarios y prolongados, era necesario poner una cortina de humo a la maledicencia hogareña.
Don Antonio logró lo que se proponía: abrió, lo que en Francia se llama una “garconiere”, lo que en Colombia moderna se designa como un apartamento de solteros. No le costó gran trabajo hallar una casa pequeña, cercana a la sede gubernamental y la tomó en alquiler, y como el propietario sabía de sobra qué uso se le iba a dar al inmueble, aceptó complacido el trato y mucho más porque el “Manso” señor pagó por anticipado varios meses de la mesada, superando generosamente los cánones establecidos en ese entonces.
Ya instalado el nuevo nido para el cotidiano romance, reformó los horarios de las entrevistas, que dispuso para las horas cercanas a la media noche. Los negros del transporte presidencial iban a la residencia de Cecilia, quien perfectamente sabía para qué llegaba la litera y en forma tranquila y silenciosa se trasladaba al nuevo cuartel de las prisiones eróticas.
Cumplida la cotidiana faena, horas más tarde la niña regresaba a su hogar y el Presidente regresaba a su lecho oficial, del cual se levantaba tranquilamente en la mañana, para reconciliarse con los deberes de su cargo. Las entrevistas diurnas quedaron definitivamente canceladas, porque Santafé era una ciudad minúscula y la gente andaba con los ojos despabilados sobre la pareja, pescando cualquiera de sus movimientos.
Pero, las precauciones no apaciguaron las afiladas lenguas del vecindario, hasta que la situación volvió a hacerse incómoda para el gobernante y su preciada dama. La madre de Cecilia estaba literalmente agobiada por la vergüenza y la pena, luchando entre sus escrúpulos morales y su obsecuente sumisión al señor Presidente.
Entre tanto, el espionaje social de los santafereños logró descubrir la madriguera y las habladurías se convirtieron en un escándalo, cuyo incendio peligraba expandirse más allá de las fronteras. Don Antonio, dándose cuenta de que había que concertar nuevas estrategias para conservar su suculenta presa, discutió con su amada los pasos a seguir y ambos convinieron en una fórmula maquiavélica para mantener a los vecinos con el “pico cerrado” y los “ojos vendados”. Sólo el combustible de una pasión desbocada puede conducir a la imaginación a extremos inconfesables, como en realidad ocurrió.
Don Nicolás Dávila Maldonado era Fiscal de la Real Audiencia, un hombre caballeroso, de sanas costumbres, pero de una voluntad endeble. Como funcionario público, era cumplidor de sus deberes, cuidaba su posición burocrática con un celo de lacayo.
Su columna vertebral se curvaba en venias y genuflexiones ante el Presidente, situación que Manso supo aprovechar para su conveniencia y la de su amante. Antonio y Cecilia idearon un plan, que en cierta forma tiene un parecido con lo sucedido con la Hinojosa, y fue, el que Cecilia aparentara interesarse en don Nicolás, hasta hacerlo caer rendido a sus pies.
Más tarde se buscaría la forma de concretar un matrimonio que cancelaria definitivamente los chismes y los riesgos.
Y así fue: don Nicolás cayó en la trampa. El Presidente aprovechó mañosamente la oportunidad de una fiesta para ponerlos en contacto, y siempre que hablaba con su compañero de gobierno, exageradamente ponderaba la virtud y la belleza de Cecilia, de quien afirmaba estaba hecha un turrón para Nicolás.
Como es de suponer, las ocultas visitas tuvieron que suspenderse y Cecilia desempeñó su papel a las mil maravillas, oponiendo estudiadas resistencias a los requiebros de su Fiscal pretendiente, cediendo terreno lentamente, hasta llegar finalmente a fingirle un amor de alto tonelaje.
La boda se celebró, luego de las formalidades del pedimento de mano a los padres de la “señorita”. Doña Isabel bailaba de gozo y entusiasmo, por la alegría que experimentaba haber resuelto un problema tan mayúsculo, como agobiante, y al considerar restañadas las heridas del honor familiar.
Su fe religiosa le decía que esa alma había sido rescatada de las garras del maligno, para ser entregada a un excelente caballero, cuyos antecedentes y conducta anticipaban la seguridad de que sería un esposo que daría la anhelada felicidad a la descarriada muchachita. Poco a poco las murmuraciones se fueron aplacando, mientras los amantes fraguaban el siguiente paso a sus fechorías.
Manso se dio mañas para reanudar las interrumpidas relaciones, hasta que, aburrido de la soledad, planeó algo parecido a lo que el rey David, hizo contra Urías, el esposo de Betsabé: lo envió a sus funciones de Fiscal a realizar investigaciones sobre supuestas irregularidades administrativas, en pueblos muy apartados del Reino.
El adulterio ya no tuvo estorbos, pero para evitar, en lo posible, la reanudación de la maledicencia y la sanción moral de la sociedad santafereña, a altas horas de la noche don Antonio enviaba su vehículo de tracción humana, para que trasladara a su amante a la propia casa de gobierno y, con igual sigilo, la reintegrara a su hogar.
Pese a tan extremas precauciones y como ya dijimos,” nada oculto hay bajo el sol”, nuevamente los hechos trascendieron al conocimiento colectivo y ahora matizados por el agravante de la infidelidad, hasta que llegaron a los distantes oídos del Fiscal, quien, para salvar su posición burocrática, soportó con abyecta resignación tan descomunal cornamenta y se sometió a visitar a su mujer de vez en cuando, a escondidas de su presidencial amante.
La opinión general tomó un rumbo diferente. La chismografía y la murmuración se convirtieron en abierta censura. Los curas, en los púlpitos, hacían alusiones indirectas en contra de la turbia conducta de los adúlteros, y finalmente “el guion de la novela” llegó al conocimiento de la Corte.
Como era de esperarse, el Presidente fue llamado a rendir cuentas de sus actuaciones públicas y privadas. Los testimonios fueron abundantes. En esos tiempos, cuando se juraba decir la verdad y toda la verdad acerca de las cosas o hechos sobre los cuales se tenía conocimiento, se cumplía a conciencia y sin vacilaciones, con tan grave compromiso, con el nombre de Dios, como garante. Incluso, los negros esclavos que tenían a su espalda el cargo de conducir la litera oficial, bajo la gravedad del juramento, dijeron cuantos sabían de esta tórrida historia.
Una fría madrugada, los santafereños vieron al señor Presidente, don Antonio Manso y Maldonado, saliendo de la ciudad, embozado en su capa, jinete en una mula, rumbo a Honda, de donde siguió a España destituido del cargo, para rendir cuentas ante los Tribunales.
Lo que resta de tan novelesca historia, reposa en los archivos amarillentos que se guardan en Sevilla. Es probable que este hombre, “manso” como las palomas, hubiera ido a parar con sus gastados huesos a alguna cárcel. La justicia de entonces no era, ni mucho menos un modelo de blandura para castigar semejantes delitos. Tampoco se sabe nada sobre la suerte corrida por Cecilia de Caicedo Valenzuela y su legítimo esposo, don Nicolás Dávila Maldonado,
A lo mejor siguieron unidos bajo el mismo techo y sobre el mismo lecho, ella quizás añorando las delicias ya marchitas del pasado, y él, feliz de que, gracias a la justicia del Rey, su Señor, ya no sentía estorbos en la frente para ponerse el sombrero...