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Los pecados de Inés de Hinojosa

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Para hallar hechos interesantes en la historia de los primeros años de la Colonia, en los cuales la mujer, en la gran mayoría de los casos, desempeña el papel principal, es forzoso acudir a la única fuente de información conocida.

Esa fuente es “El Carnero”, del santafereño Juan Rodríguez Freyle. Preciosos documentos, saturados de un delicioso humor, donde se narra cómo se desarrolló la Conquista hasta el año 1638. Los sucesos que vienen a continuación se sucedieron durante la presidencia de Andrés Díaz Venero de Leyva, cuyo mandato transcurrió entre 1564 y 1573.

Cuenta Rodríguez Freyle que, en aquellos tiempos residían en Carora, de la Gobernación de Venezuela, don Pedro de Ávila y su mujer, doña Inés deHinojosa, mujer de sorprendente hermosura. Su marido era un tahúr empedernido y un mujeriego incurable. Doña Inés vivía en conflicto con su marido, pues no solo el vicio y las malas mañas minaban la paz hogareña, sino que lentamente estaban causando la ruina moral y económica del matrimonio.

Un día cualquiera, la población se agitó con la llegada de un personaje vendo de España, llamado Jorge Voto. No era un comerciante, ni un enviado de la Corona, era simplemente un músico cualquiera y un bailarín profesional. Su presencia en el tranquilo poblado despertó la curiosidad que era de esperarse y muy pronto estuvo instalado, con una escuela de danzas y guitarra, para la enseñanza de las jóvenes del lugar. Era el primer profesional de esa clase que llegaba al Nuevo Reino. El anuncio de su “Academia” despertó gran entusiasmo entre el vecindario y pronto llegaron a matricularse los primeros alumnos. Entre ellos estaba una sobrina de doña Inés, llamada Juana, que con la venia del señor Ávila obtuvo la entrada a su casa para iniciar las respectivas lecciones.

Con su arte y su audacia de joven bien plantado, logró, no solo entrar en la residencia del matrimonio Ávila-Hinojosa, sino también en los dominios románticos y privados de la dueña de casa. Su conquista fue con rendición total de cuerpo y alma por parte de la dama, y las cosas fueron fáciles, por cuanto el señor de Ávila pasaba largas horas en la tienda prendido de los dados y la baraja, o en sus andanzas de perdona-vírgenes del pueblo.

El romance vedado llegó a tal punto de alocada temperatura, que un día concertaron la forma de deshacerse de don Pedro. El plan fue diabólico. El músico fingió clausurar la escuela, como efectivamente sucedió. Empacó maletas y salió de Carora rumbo a Pamplona, como lo anunció pública y ostentosamente; pero sólo caminó tres días, al cabo de los cuales, viajando de noche, llegó disfrazado al poblado. Jorge conocía de sobra los lugares más frecuentados por el marido de doña Inés; no le fue difícil esperarlo y en una oscura y solitaria callejuela, lo dejó muerto de dos estocadas.

Luego salió disimuladamente del pueblo, así como había llegado, recuperó su cabalgadura que había dejado oculta en un paraje solitario y reanudó su viaje a Pamplona, donde recibió aviso de su amante, quien hizo los más espectaculares y bien ensayados aspavientos, ante el cadáver de su esposo. La desvergonzada mujer pedía a gritos justicia al Juez del cielo y a los de la tierra. Por su parte, las autoridades procedieron a hacer toda clase de diligencias para establecer el crimen, pero nada se pudo aclarar, porque el victimario se esfumó como por encanto; el vecindario, lo mismo que la autoridad, supusieron finalmente que todo había sido causa de un lio por faldas o una deuda originada por el juego.

Pasó un año y ya para entonces, en Pamplona, Jorge Voto tenía funcionando su escuela a todo timbal. Mientras tanto, doña Inés lentamente fue vendiendo sus bienes y cuando los convirtió en metálico viajó a la ciudad de Ursúa, para reunirse con su amante. El plan marchó a las mil maravillas. Con cautela y disimulo las relaciones se reanudaron, y Jorge e Inés terminaron su idilio, como dos buenos cristianos, en una suntuosa boda, para terminar viviendo en la lejana Tunja, donde el guitarrista bailarín reabrió labores docentes con gran éxito.

La casa que habitaron en la fría Tunja estaba situada en la llamada Calle del Árbol, frente a la ocupada por el escribano Baca, cuñado de don Pedro Bravo de Rivera. Doña Inés era lo que se llama “una mujer fácil”, de aquellas que poco usan la palabra NO, pues no pasó mucho tiempo sin que aceptara los requiebros de su vecino don Pedro, quien muy pronto se convirtió en el tercero de esta sórdida aventura.

En efecto, el buen vecino simuló habilidosamente estar enamorado de la sobrina de doña Inés, asidua alumna de la “Academia Voto”. Con todas las de rigor solicitó respetuosamente permiso para cortejarla, lo cual fue muy del agrado de los dueños de la casa; así logró poner en “verde” el semáforo, y la inocente Juana fue la pantalla para que la generosa Inés siguiera apuntándole a los pecados mortales.

Don Pedro fue mucho más allá que su antecesor: logró tomar en arrendamiento una residencia contigua a la del bailarín, y para facilitar, sin tropiezos ni sorpresas las entrevistas, hizo construir un oculto pasadizo, que precisamente comunicaba a las dos alcobas “lecho a lecho”, “lit a lit”, como dicen los franceses, y disimulado por los cabeceros de las dos camas. Ya el lector puede darse cuenta de dónde aprendieron los colombianos a hacer túneles; sólo que en la Colonia servía para saqueos amorosos, de tipo adultero, y los del siglo XX para asaltar las “camas” del Banco de la República y los arsenales del ejército nacional.

El alma de doña Inés, bajo tan contundentes atractivos, era como mandada hacer al mismo Lucifer, pues al cabo de poco tiempo fue ella la que propuso al nuevo amante eliminar el hombre de la guitarra, pues de lo contrario, tenían que terminar los tortuosos amoríos. Pero don Pedro, que no era hombre, como para marcharse él mismo las manos, buscó un cómplice ; acudió a su hermano Hernán, quien se negó hacerlo, reprochándole incluso tal proceder; sin embargo, el amante, con los bríos del entusiasmo por el amor exclusivo de la Hinojosa, logró la colaboración de Pedro de Hungría, el sacristán de la Iglesia Mayor de Tunja, quien no solamente aceptó la propuesta, sino que consiguió vencer los escrúpulos de don Hernán, para que lo acompañara en el ilícito.

Doña Inés presionaba continuamente a su amante para la ejecución del plan propuesto y al efecto, don Pedro no tuvo más remedio que casarse con la joven Juana, obteniendo que don Jorge Voto viajara a Santafé para sacar la licencia episcopal para el enlace. Precisamente eso era lo que los criminales esperaban, porque Bravo y el de Hungría salieron detrás del músico, quien, para descansar del fatigoso viaje, se hospedó en una posada junto al río Teatinos, en el camino hacia la capital del Nuevo Reino.

Voto dormía tranquilamente, cuando llegaron los dos asesinos, el sacristán y el hermano del amante. El primero traía consigo un puñal y luego de entrar ambos en el cuartucho, en lugar de asesinar al durmiente, como lo habían planeado, Bravo tiró a Jorge Voto de los pies, por lo cual éste despertó dando gritos de alarma, creyendo que se trataba de ladrones o algo parecido. No se sabe qué pasó realmente en esos confusos momentos. Parece que don Hernán, acosado por los remordimientos, no permitió que Hungría consumara el crimen y optó por despertar a don Jorge. Lo cierto fue que los tres terminaron regresando a Tunja.

La Hinojosa continuó en la tarea de urdir nuevos planes con su amante, procurando que Voto no entrara en sospechas; concertaron una nueva estrategia: se acercaba el cumpleaños de la sobrina y doña Inés dispuso organizar una comida en su casa, a la cual fueron invitados la víctima y sus victimarios; el plan era que Pedro de Hungría y Hernán Bravo, disfrazados con ropas femeninas esperarían a la víctima en la quebrada de Santa Lucía, a donde, con engaños sería llevado, para asesinarlo en las sombras de la noche.

En la cena hubo profusión de copas, se comió con abundancia, y al final del jolgorio, don Pedro le manifestó al músico, con la mayor naturalidad, que dos prestigiosas damas estaban muy interesadas en oírlo tocar la vihuela, y se ofreció acompañarlo para tal fin, luego de que Voto se manifestó entusiasmado con la novedad, en la cual adivinaba una aventura de alcoba.

Cuenta el cronista de “El Carnero” que cuando Voto alistaba el instrumento, fue advertido por Hernán Bravo, en forma disimulada, de que no saliera, porque iba a correr un grave peligro, a lo cual el guitarrista no hizo ningún caso, tomando la advertencia como cosa de broma. El amante de la doña y voto salieron rumbo a la quebrada. La noche era oscura y todo se prestaba para los planes más oscuros que habían urdido los invitantes a la fiesta

En efecto, un poco adelante, Pedro y Hernán salieron de un matorral y la emprendieron a estocadas contra el infeliz Voto, a quien lanzaron a una hondonada profunda, luego de cerciorarse de que ya no pertenecía a este mundo. Cumplido el sanguinario propósito, se dispersaron en silencio y cada quien cogió para su casa. No se demoró en descubrirse el cadáver, porque la quebrada era la fuente de abastecimiento de agua potable de la localidad y allí acudían las gentes, desde muy temprano en la madrugada, a recoger el líquido.

El muerto fue llevado a la plaza principal, donde quedó expuesto a la vista pública. Es de imaginarse el revuelo que la noticia causó en el vecindario, la muchedumbre se arremolinó junto a los despojos haciendo toda clase de comentarios recriminatorios de tan espeluznante crimen, Naturalmente, que la que más escándalo hacía, pidiendo justicia al cielo y que el crimen no quedara en la impunidad, era doña Inés, quien con abundante derroche de cinismo e hipocresía, no economizando mocos ni lamentos, trataba de disimular su culpabilidad con desmayos, impresionando a las autoridades, lo cual no sirvió para nada, pues el Corregidor la hizo detener e incomunicar en la cárcel.

Por otro lado, don Pedro fingió irse para la Iglesia a orar por su amigo y con la más insignificante y falsa piedad entró a templo donde lo esperaban los alguaciles que lo capturaron y colocándole un par de grillos, fue conducido también a la cárcel. Hernán, su hermano, más nervioso que los otros dos criminales, había huido a las afueras de Tunja, donde horas más tarde cayó en poder de los policiales.

El santurrón sacristán, don Pedro de Hungría tuvo mejor suerte: en la propia iglesia, en momentos en que ponía las vinajeras en el altar, fue incriminado por el oficiante, quien le preguntó por qué tenía manchadas con sangre las mangas de la camisa, y si por acaso no era él uno de los asesinos de don Voto, a lo cual negó rotundamente.

Concluido el oficio religioso y mientras el sacerdote hablaba con el Corregidor, el audaz sacristán se escurrió por entre la alborotada multitud, llegó a la casa de don Pedro, tomó un caballo que estaba listo para la fuga, y echándose al bolsillo unas cuantas monedas de oro, emprendió galope hacia Occidente. Del sacristán nada se volvió a saber y por más averiguaciones que se hicieron para hallarlo, todo fue inútil, se esfumó.

El crimen causó un explicable estupor en todo el territorio del Nuevo Reino, en primer lugar, porque nunca había sucedido nada semejante en el pacífico territorio y segundo, porque el señor voto había alcanzado una notoriedad en el vecindario por su carisma y su afamada “Academia de Música y Baile”. La investigación fue asumida por el propio presidente, don Andrés Díaz Venero de Leyva, quien, para dirigir con eficacia la marcha del proceso, inmediatamente después de las exequias del finado, viajó a Tunja.

Los socios de este espeluznante asesinato todos fueron condenados a muerte: Pedro Bravo de Rivera y su hermano Hernán fueron decapitados en la plaza principal de la pequeña Tunja, ante la mirada horrorizada de las gentes que presenciaron también el ahorcamiento de una mujer de rostro angelical y alma tenebrosa, doña Inés de Hinojosa, cuyo cuerpo quedó colgado de una soga en un árbol cercano a su propia casa.

Primera falsificación de moneda en Colombia

No es bueno concluir esta tenebrosa historia, sin presentar la forma de cómo se presentó la primera falsificación de moneda en este país; uno de los funcionarios más avanzados, eficientes y progresistas que gobernó durante la Colonia, fue el Dr. Venero de Leyva. Durante su gestión ordenó la creación de escuelas en todas las poblaciones, para la instrucción de indios y españoles, así como la de colegios para los hijos de los caciques nativos. Inició la construcción de caminos.

Eliminó el transporte a lomo de los indígenas, sustituyéndolo por el empleo de las mulas, para lo cual trajo de España burros y yeguas; así libró a los aborígenes de un trabajo humillante y agotador y les permitió dedicarse de lleno a la agricultura. Estableció intérpretes de las lenguas y dialectos de las distintas tribus, a fin de que los naturales pudieran expresar sus quejas y reclamos y mejoró la acción de la justicia.

En aquellos años no había moneda y las transacciones se hacían con oro en polvo, lo cual se prestaba a dificultades y muchísimos problemas; el Gobernante eliminó esta irregularidad, organizando la amonedación del metálico en pequeños tejos de diverso valor, según su tamaño y peso. El caso del fraude monetario se produjo cuando un comerciante de la Calle Real de Santafé, llamado Juan Díaz, logró sobornar a un negro y a un muchacho que trabajaban en la casa de Gobierno donde se realizaba la elaboración de las monedas y quienes le suministraron a Juan un marcador.

A partir de ese momento, el comerciante se dedicó a recoger todo lo que pudo en utensilios objetos de cobre, los que, una vez fundidos, los iba convirtiendo en relucientes tejos, con los cuales invadió la pequeña ciudad. Casualmente el caso se descubrió cuando una de las monedas cayó en manos de un funcionario oficial, quien dio cuenta al Presidente don Lope Díez Aux de Armendáriz.

El alcalde de Santafé, don Diego Hidalgo de Montemayor, y don Luis Cardozo fueron encargados de la correspondiente investigación; hicieron un recorrido por las distintas tiendas de la Calle Real, hasta que en la de Juan Díaz localizaron candeleros, olletas y pailas junto a la hornilla de fundición, así como el marcador robado. Se le siguió juicio al falsificador y la justicia no se anduvo con paños de agua tibia, pues lo condenó a ser quemado vivo. Tan tremenda sentencia alborotó al vecindario que ya se imaginaba al infeliz amarrado a una pira y al verdugo poniéndole fuego, para transformarlo en chicharrón humeante.

Aquí interviene otra mujer, otra Inés, muy distinta a la de Hinojosa: era la joven Inés de Castrejón, hija del Presidente. Estaba cerca la Navidad y ella quiso pedirle el aguinaldo a su padre, quien le ofreció cariñosamente darle lo que quisiera. La niña no vaciló y le rogó que, como regalo navideño le perdonara la vida a Juan Díaz, a lo cual tuvo que acceder gustoso el mandatario, conmutándole la pena por la de 200 azotes y una temporada de galeras, lo cual se cumplió.

El Gobierno tomó precauciones para evitar un nuevo caso de falsificación, recogiendo las falsas monedas que estaban circulando y poniendo en funcionamiento una nueva marca. Además se fijó la ley del metálico en trece quilates, con lo cual, sin quererlo ni sospecharlo, se produjo la primera, de la interminable serie de devaluaciones que comenzó en el Nuevo Reino de Granada y sigue funcionando en la actual República de Colombia.

 

 

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