María Goretti nació en Corinaldo, el 16 octubre de 1890; laica y mártir italiana pasionista. Sus padres Luigi Goretti y Assunta Carlini. Vivió en el seno de una familia humilde y perdió a su padre a los diez años por causa del paludismo.
Como consecuencia de la muerte de su padre, la familia se mudó a Nettuno, a trabajar como temporeros en la hacienda Le Ferriere del conde Giacomo Mazzolini. Después del nacimiento de su cuarto hijo, Luigi Goretti, por la dura crisis económica por la que atravesaba, decidió emigrar con su familia a las grandes llanuras de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época.
Se instaló en Ferriere di Conca, poniéndose al servicio del conde Mazzolini, y es aquí donde María muestra claramente una inteligencia y una madurez precoces, donde no existía ninguna pizca de capricho, ni de desobediencia, ni de mentira. Es realmente el ángel de la familia.
El rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba siempre enrollado alrededor de la muñeca. Así como la contemplación del crucifijo, que fue para María una fuente donde se nutría de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el pecado.
María desde muy chica anhelaba recibir la Sagrada Eucaristía. Según era costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le preguntó a su madre:
-Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús.
-¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, no tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no tenemos ni un momento libre.
-¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y yo no puedo estar sin Jesús!
-Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que vayas a comulgar como una pequeña ignorante.
Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado con Giovanni Serenelli y su hijo Alejandro. Después de la muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de los Serenelli. María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por apoyar a su madre:
-“Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando”!
Assunta siempre está en el campo y ni siquiera tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los más pequeños. María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo Alejandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros indecentes.
En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había repetido sin cesar a su esposa:
-“¡Assunta, regresa a Corinaldo!”-
Por desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de arrendamiento. Después de tener mayor contacto con la familia Goretti, Alejandro comenzó a hacer proposiciones deshonestas a la inocente María, que en un principio no comprende.
Más tarde, al adivinar las intenciones perversas del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa, pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues Alejandro la ha amenazado:
-“Si le cuentas algo a tu madre, te mato”. -
Su único recurso es la oración. La víspera de su muerte, María pide de nuevo llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede ninguna importancia a aquella reiterada súplica.
El 5 de julio de 1902, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas en la tierra. Alejandro lleva un carro arrastrado por bueyes. Lo hace girar una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alejandro dice:
-"Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por mí?"
Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de la cocina, remienda una camisa que Alejandro le ha entregado después de comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado.
-"¡María!” -grita Alejandro-, quiero que me sigas”.
-¿Para qué? –responde María
-“¡Sígueme!”, autoritario le grita el joven
- “Si no me dices lo que quieres, no te sigo"-, responde con angustia María.
Ante semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita, pero el ruido no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta, Alejandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero María se deshace de la mordaza y grita:
- “No hagas eso, que es pecado... Irás al infierno”.
El infeliz muchacho levanta el arma:
- “Consientes o te mato”.
Horrorizada, la niña mira aquel instrumento de muerte; los momentos son dramáticos; si cede, aunque sea en algo, la vida continúa; si se niega, puede ser cadáver en poco rato. Siente el ansia de vivir, pero la fe, la conciencia, el ansia de Dios le presentan la palma ensangrentada del martirio como la única solución digna y posible en su caso para un alma cristiana; y la niña, decidida a salvar su virginidad al precio que sea, responde al verdugo con firme energía:
- “No, nunca, antes moriré, Dios no lo quiere, es pecado.
Entonces, Alejandro, lleno de rabia clava repetidas veces el punzón en el vientre de la pequeña, como quien agujerea un pellejo de vino. En vano Marietta grita –“¡Dios mío! ¡Mamá!”, y cae al suelo.
Aunque mamá Assunta está a 40 metros, no es posible que la oiga entre el ruido de la yunta y de los bueyes. Lo único que le preocupa en aquella situación a la casta palomita, es cubrirse el vestido para defender su pudor. Las primeras heridas en el abdomen son tan profundas que dejan salir los intestinos; solo cesan los golpes, cuando la víctima queda sin sentido.
Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir; pero la víctima reacciona, hace un esfuerzo, abre la puerta y con un hilo de voz suplicante, llama al padre del asesino, que dormía la siesta tendido al pie de la escalera:
- “Juan, venga… Alejandro me ha matado”-
El asesino, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la traspasa otra vez de parte a parte; quince puñaladas en el débil cuerpecito de aquella mártir del siglo XX.
En aquel momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama:
-“¡Mario, venid!” .
Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la escalera a toda prisa. La madre llega también; aquello ha sido horroroso, la pobre niña apenas puede articular palabra y haciendo un último esfuerzo, señala al victimario:
-¡Mamá!, ¡Es Alejandro, quería hacerme daño!
Llaman al médico y a los guardias, que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte a Alejandro en el acto.
Al llegar al hospital, los médicos se sorprendieron de que la niña todavía no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al diagnosticar que no tiene cura, llaman al capellán, el padre Signori, quien evocando la Pasión y el perdón de Jesús en la Cruz, dice a la víctima:
- “Marietta, ¿perdonas a Alejandro?”.-
Sin vacilar, la niña responde:
- “Si, señor Cura, le perdono por amor a Jesucristo, pues quiero que también vaya él conmigo al paraíso.
Los cirujanos comienzan la laparotomía (apertura de las cavidades del abdomen para explorar los órganos internos y operar); dos horas de un segundo atroz martirio, sin poder darle anestésico, y sin un solo instante de pausa para el dolor que estrujaba, como llama ardiente, aquellos débiles miembros. Pide agua a su madre, pero ¡no se la pueden dar! ¡Cómo imitó a Cristo hasta en eso en su Pasión, pobre Marietta!.
Poco antes de morir, en pleno delirio de la fiebre, aun se defendía contra un asesino invisible: “No me toques… no, no…, es pecado…”, y expiró, a las tres de la tarde del 6 de julio de 1902,
LA APOTEÓSIS FINAL
El asesino, a punto se ser linchado por la comunidad indignada por el horrible crimen, fue conducido por los carabiniere, y aconsejado por su abogado, confirmó el hecho:
-"Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar".
Como menor de edad, la pena fue conmutada por cadena perpetua. El primer milagro de la mártir fue la conversión total de su asesino. Tras 25 años en el penal, obtuvo asilo en el Convento de Capuchinos de Áscoli Piceno, donde aún está como criado. En 1927, cuando mamá Assunta estaba de criada en la casa del Cura Párroco de Corinaldo, se presentó una noche de Navidad en la casa Rectoral.
- “¿Me reconoce, Assunta?- interrogó bajando los ojos.
- “Sí, sé quién eres”.-
- “¿Me perdonas? –prosiguió aquel hombre que llevaba en su semblante las huellas de 25 años espiados en el penal.
- “Alejandro, si Dios te ha perdonado, ¿cómo no voy a perdonarte yo?”.
El Cura de Corinaldo permitió al homicida pasar la Nochebuena en su casa. En la Misa de Gallo, los fieles contemplaban una singular escena: codo a codo comulgaban juntos Assunta Goretti y Alejandro Serenelli, la madre y el asesino de su santa hija Marietta.
Esta gloriosa madre vio los honores de la beatificación el 27 de abril de 1947, y excepcionalmente fue la única madre en la historia de la Iglesia, que desde una ventana y muy cerca del mismo Pontífice Pio XII, el 24 de junio de 1950, presenció la apoteósica canonización, en plena Plaza de San Pedro.
Posteriormente, el Pontífice le dirigía una carta sentida y elogiosa, poco tiempo antes de que “Mamá Assunta”, volara al cielo, el 10 de octubre de 1954, para abrazar personalmente a su pequeña.
Más tarde, otras jovencitas de la provincia, Anarella Bracci y Josefina Vilaseca imitarían el heroico ejemplo de este lirio inmaculado, teñido en sangre.
(Extractado del libro “Santos de Hoy” de Luis Sanz Burata)