Historia de una hierba que mata a los peces
Juan James, un tejano andariego por allá, en 1920 llegó a la cuenca del Amazonas, tomó parte en la construcción de la línea férrea de Madeira a Mamoré, cuyas paralelas se tienden a través de una tupida selva en la que cada travesaño costaba una vida humana.
En una ocasión en que James trabajaba en una plantación de caucho estuvieron los indios a punto de convertirlo en un despojo humano con flechas emponzoñadas de dos metros de largo.
Se destacó por su destreza en rejonear vacas en el Oriente boliviano. Cuando Henry Ford dio comienzo a su magna empresa de Fordlandia, James fue el contratista que se encargó de talar y descepar los bosques vírgenes en que habían de crecer por millones las caucherias.
Sin embargo, a pesar de su genio emprendedor y su abierta inteligencia, sin percatarse de lo la inmensa riqueza que tenia ante sus ojos, James pasaba a diario junto a algo que encerraba un tesoro de inestimable precio para el mundo civilizado y que había de constituir, pasando los años, su propia fortuna.
La primera ocasión que James tuvo conocimiento de este “milagro” de la naturaleza, fue cuando vio a un hombre de piel bronceada, cubierto con un breve taparrabo, hacer un remanso artificial en la corriente de un arroyuelo, coger unas raíces de una planta que crecía profusamente en sus márgenes, cortarlas en pequeños trozos y echarlos al arroyo.
De inmediato el agua se tornó de un color lechoso y docenas de peces, presos de violentas convulsiones, empezaron a rebrillar en su superficie como flechas de plata. A los pocos minutos se les vio flotar, ya muertos. Antes que trascurriese una hora, el indio y su voraz familia habían dado buena cuenta del botín. Las fibras de aquellas raíces rezumaban un extraño licor que tenia la virtud de matar a los peces y que sin embargo, no era nocivo para el hombre.
Por aquellos mismos días, un científico peruano se esforzaba por descubrir alguna sustancia nativa y de poco costo que extirpase las garrapatas que tantos estragos causan en los rebaños de llamas. Sabedor de que aquella misma planta que mata los peces producía iguales resultados cuando se aplicaba a las hormigas y los piojos, la mezcló al agua en que se bañaban las llamas y quedó maravillado de sus efectos germicidas.
Algunos años después, otros investigadores que tuvieron noticia de los experimentos de su colega peruano, descubrieron también que un extracto de los jugos de esa planta destruía las plagas que infestaban los viñedos. Y a estos ensayos siguieron otros que tuvieron por consecuencia una serie de felices hallazgos científicos.
Se conoció entonces de que la virtud ponzoñosa de esa planta residía en un alcaloide mortífero al cual se bautizó con el nombre de rotenona. La Secretaría de Agricultura de los EE.UU, después de largos y concienzudos ensayos, ha recomendado el empleo del polvo de rotenona para combatir muchas de las plagas comunes de insectos que destruyen las hortalizas y frutos por valor de millones y millones de dólares. La rotenona es de una efectividad no igualada y ofrece, sobre los venenosos germicidas químicos que suelen usarse, la ventaja de ser completamente inocua a quienes consumen las frutas y legumbres en que se haya empleado.
En tanto que se llevaban a cabo esos estudios y experimentos, Juan James daba remate a su contrato para desmontar bosques en Fordlandia; al caer el último árbol hendido por el hacha de sus leñadores, James volvió los ojos en torno suyo, abarcó con una mirada melancólica aquel mundo inexplorado en que había pasado tres décadas de su existencia y se pregunto a dónde se dirigirían sus pasos de aventurero.
Los días ya remotos en que Manaos, ciudad enclavada a más de 1500 kilómetros de la desembocadura del Amazonas, era la población más rica del mundo per cápita. James había contemplado en aquellos días pretéritos, cargados de leyenda y de fiebre, el paso de los barcos que se deslizaban gallardos y retadores por la ancha corriente del imponente Amazonas.
Y había visto aquel ferrocarril abandonado en menos de un año por la baja catastrófica que sobrevino en el precio del caucho a consecuencia de la invasión de los mercados del Lejano Oriente. ¡Cuán diferente aspecto presentaba el mundo amazónico en aquel tristísimo año de 1932!
Las orillas del anchuroso rio, que antes hervían de animación y trabajo, aparecían mudas y desiertas. Al contemplar aquel paisaje de ruina y desolación, James no podía conformarse con la idea de que las dilatadas selvas amazónicas no guardase en su caliente seno silencioso algo productivo: una planta, un mineral, que el hombre pudiese utilizar para su comodidad o beneficio.
Después de veinte años regresó a los EE.UU y de inmediato se dirigió a la Secretaría de Agricultura; uno de los funcionarios le preguntó al corpulento y renegrido tejano si no había oído hablar de una planta que empleaban las tribus del Amazonas para envenenar los peces; él respondió que sí y que hasta la había utilizado en alguna ocasión.
Pero, ¿a qué venía esa pregunta? El funcionario le explicó entonces lo que era la rotenona, y le aseguró que si se pudiera extraer en grandes cantidades, no faltarían mercados parea absorberlas.
Antes de un mes ya estaba Juan de regreso en el Amazonas, dispuesto a invertir en la empresa hasta su último centavo. Montó en Pará una fábrica para reducir a polvo las raíces del “timbo”, que es el nombre con que se conoce allí la planta. Les habló a los bronceados marinos sobre la planta, pero todos se mostraron sorprendidos de que el norteamericano le concediese tanta importancia a aquella planta tan abundante en la zona y sin aplicación conocida,
- “¿El timbo?-, decían-, ¡pues no la hemos de conocer?! Es una hierba que se encuentra por todos lados”.
- “Perfectamente –respondió James-, os compraré toda la que me traigas a Pará”. Aquello pareció una extravagancia a los marineros, pero como se les pagaba en plata contante y sonante, empezaron a acarrear por centenares los haces de secas y oscuras raíces.
Al comienzo James tropezó con dificultades en la fábrica. Es verdad que el hombre puede sin peligro comer el timbo; pero en cambio, no puede inhalar el tamo que despide al pulverizar la planta. A muchos obreros les acometían violentas náuseas; pero, cuando curados del ataque regresaban a su trabajo en la fábrica, eran insensibles a los efectos de la rotenona. De ahí que resultase muy conveniente y provechoso conservar esos obreros ya inmunes, y el medio más eficaz era pagarles más que a los otros.
Los agricultores tardaron mucho en reconocer las ventajas del nuevo insecticida. En 1933 James exportó una tonelada de polvo de timbo. Al año siguiente sufrió unas pérdidas enormes que hacían presagiar el final desastroso de la nueva aventura.
Pero al fin, los hortelanos de Long Island ensayaron la rotenona con tan lisonjeros resultados que la demanda del producto aumentó considerablemente. En 1935, se elevaron a 153 mil kilos los cargamentos procedentes de Pará, casi todos enviados por James. En 1936, la cifra de exportación anduvo cerca de un millón de kilos.
La rotenona ha pasado ya a la categoría definitiva de insecticida muy eficaz; nadie puede negar la importancia de un insecticida barato, efectivo y que se emplea sin temor a envenenarse. Cobra importancia, cada vez mayor, también la virtud curativa del timbo; agréguese el valor económico de un producto en cuyo cultivo y elaboración se ganan decorosamente la vida multitud de colonos en las regiones tropicales de la América del Sur, y gracias al cual resurgirán de la postración y la miseria en que yacen numerosos poblados que languidecen al borde de la extinción desde que sobrevino la crisis del caucho.
(Desmond Holdridge, “Selecciones”)