Para el mundo entero, que sigue la gesta guerrerista con ansiosa expectación, la defensa que el General Douglas MacArthur hizo del Bataán, en las circunstancias mas adversas que puedan imaginarse, constituye una verdadera proeza militar.
Por su arrojo en el campo de batalla y sus relevantes servicios, ostenta en su pecho mas condecoraciones que ningún otro jefe y oficial norteamericano, sin contar las medallas y placas de diez naciones extranjeras. De ahí, que su hazañosa resistencia en las Filipinas no sea un milagro, sino una acción de guerra más, natural y lógica, en la hoja de servicios de un combatiente de raza.
MacArthur obtuvo su despacho de oficial en West Point, el primero en su promoción, en 1903; al cumplir los 38 años de edad, había ganado ya el sobrenombre de “D´Artagnan” de las tropas expedicionarias norteamericanas, siendo el Comandante de División más joven del Ejercito; a los 40 se hizo cargo de la Academia Militar de West Point, como el director de menor edad en los anales de la prestigiosa escuela; a los 50, ocupó la Jefatura del Estado Mayor Central.
Hijo de un gran hombre, Arthur MacArthur; su nombre vibraba con largo y resonante eco en la historia del Ejército; lo llamaban “el coronel niño del Oeste”, pues a la edad de 17 años se había incorporado a las fuerzas de la Unión, cubriéndose de gloria en una carga célebre en Missionary Ridge, terminando la campaña con cuatro cicatrices y el firme propósito de abrazar la carrera de las armas; desde 1898 a 1900, peleó en las Filipinas, recibiendo la espada de Manuel Quezón al cesar las hostilidades.
Entre los primeros recuerdos de su nacimiento, aún flota el eco de las cornetas del cuartel de Little Rock (Arkansas), donde vino al mundo en 1880. El primer viaje de su infancia lo hizo con el Ejército, cuando destacaron a su padre a Nuevo México, recibiendo allí, a los cuatro años de edad, su bautismo de guerra en un ataque de los indios.
Al entrar los Estados Unidos en la guerra, MacArthur abogó, con vehemencia, porque se formara una división integrada por tropas de todos los Estados de la República, bajo el nombre pintoresco y significativo de “Arco Iris”; la División fue creada, y el Secretario de la Guerra, Baker, lo hizo jefe su estado mayor.
En noviembre de 1930 fue designado Jefe del Estado Mayor Central por el propio Presidente Hoover, recibiendo en sus manos un Ejército en difíciles condiciones; la paz universal y la crisis económica habían contribuido a reducir grandemente los presupuestos militares; con infalible perspicacia y previendo un guerra de operaciones fulminantes, libró incesante campaña por “levantar el Ejercito a la altura de su función”.
Con su caldeada elocuencia trazó el cuadro del futuro que aguardaba a los EE. UU, si no se aumentaban los efectivos el Ejercito, floreciendo, en aquellos años la enérgica oratoria que le dio celebridad.
“… Si no obramos con rapidez, seremos vergonzosamente derrotados teniendo que pagar sumas muy gruesas después de la guerra; no se le cierre el camino de la victoria al Ejercito norteamericano… en la primera contienda que hay de librar para defender la existencia misma de la nación”
Profesaba honda simpatía hacia el pueblo filipino, y en otoño de 1935, MacArthur fue Asesor Militar del Archipiélago, situación propuesta por el Presidente de Filipinas, Manuel Quezón; con indignación tronó contra los que sentenciaban que las Islas no podían defenderse:
“No hay lugar que sea inexpugnable o indefendible por sí mismo, todos pueden defenderse y todos pueden perderse, con tal que se acumulen en él , o contra él, fuerzas superiores a las del adversario; cuando se dice que las Filipinas son indefensibles, no se dice si no que están mal defendidas”; y se propuso defenderlas contra viento y marea; “verdad es que esas Islas no son la puerta del Pacifico, pero son la llave que abren sus cerraduras”.
El alcance y la claridad de la visión de MacArthur quedaron plenamente acreditados en un informe que redactó el 1936… ¡seis años antes del fatídico Pearl Harbor!: “Todo centavo que pueda ahorrarse –escribía- debe invertirse en una escuadra de bombarderos capaz de impedir que los barcos enemigos operen en nuestras aguas territoriales”.
Cuando tomó posesión del mando de las Fuerzas Armadas del Archipiélago, constaban aquéllos de unos diez mil filipinos, entre guardia rural y soldados; su plan consistía en reclutar anualmente y por medio del servicio militar obligatorio, un cupo de 40 mil hombres, o sea, un total de 400 mil en 10 años.
Pensó que con esos hombres, instruidos en la academia miliar que fundó en Bagnio, equipados con aeroplanos, y protegidos desde el mar por una escuadra de lanchas torpederas, podría defender el Archipiélago.
Cada año que pasaba se hacía más difícil la tarea para MacArthur; el presidente Quezón, que le dio al comienzo calor a sus planes, se mostraba ahora distante y frio; el Congreso Filipino, con creciente tibieza rayana en la indiferencia, fue cercenando la prometida consignación anual de ocho millones de dólares para gastos militares, hasta que en 1940 la dejó reducida a la miserableza de un millón de dólares. Desde Norteamérica se miraba con incomprensible abulia la apatía de los filipinos.
Mas esos escollos sólo sirvieron para acicatear a MacArthur; con el ejemplo y la palabra, se empeñó en crear entre los filipinos un elevado espíritu militar:
- “Escribid vuestra ejecutoria con rojos caracteres en el pecho de vuestros enemigos; solo merecen vivir quienes no temen dar la vida por su patria”.-
Echó las bases de un campo de aviación con 150 pilotos filipinos, a los que formó según las normas de las mejores escuelas del aire del aire de los Estados Unidos. Sólo había realizado a medias sus programas, cuando los japoneses penetraron en Thailandia, agravando la crisis del Pacífico.
En julio de 1941, el Presidente Roosevelt lo llamó de nuevo al servicio activo, nombrándolo Comandante General de todas las fuerzas norteamericanas en el Lejano Oriente.
Todo lo que MacArthur había hecho hasta entonces, parecía cosa de fácil recreo; ahora empeña una reñida competencia con el tiempo; tuvo que enviar a uno de sus ayudantes a un sanatorio mental a reparar sus gastadas fuerzas; su lema era siempre el mismo:
“Podemos defender a las Filipinas… ¡y las defenderemos!; su conversación es cambiante, como los fuegos de artificio: pasa de un tenue susurro melodramático a un fiero grito, de una fría enumeración de hechos y cifras, a un desbordamiento encendido de bravatas.
En su repertorio hay expresiones de “tenemos que jugarle una treta al enemigo”, “estamos a dos dedos de una gran batalla”, “no debemos derramar en vano nuestra sangre en suelo extranjero”. Todo oyente de mediana inteligencia de inmediato se da cuenta de que, detrás de ese alarde pirotécnico se encierran grandes y sólidas razones.
La felonía de Pearl Harbor privó a MacArthur de apoyos y elementos de protección con que había contado lógicamente; a pesar de eso, y de la superioridad de las fuerzas enemigas, dieciséis veces mayores, que dominan, además, el aire y el mar, el valor y el genio de MacArthur siguieron escribiendo una de las páginas más sublimes de la historia norteamericana.
MacArthur fue algo más que un gran General: lo que le granjeó el respeto y la admiración entusiasta del mundo fue su visión penetrante, su actitud para captar y expresar aquello que levanta a los hombres a la alturas del heroísmo.
Durante el ataque japonés a Manila, un oficial, que ante su temor de que la bandera norteamericana, izada en el Cuartel General ofreciera un blanco fácil a los bombarderos enemigos, preguntó si no seria conveniente arriarla; la respuesta de MacArthur fue tajante: “Tómense cuántas precauciones sean convenientes, ¡pero que siga ondeando la bandera!.
(Autor: Ton Wolf, Revista Selecciones, 1942, resumido)