Autor: Teobaldo Coronado Hurtado
Barranquillero reconocido y guapachoso de la barriada es socio inmancable del Club Bordillo. En la tienda del cachaco de la esquina allí tiene su sede; bajo la sombra refrescante de una Acacia, un almendro o un palo mango.
El nombre honorifico que reciben sus miembros, impuesto por el santandereano o el paisa que casi siempre comanda el negocio, es el de “Vecino”.
Somos todos vecinos sin distinción alguna: desde el más humilde de los moradores hasta el más encumbrado de sus contertulios. Socialmente fracasa el fanfarrón que quiera dárselas de encopetado.
En el bordillo del amplio y fresco sardinel que rodea el establecimiento aterrizan todos por igual sin miramiento alguno. Predomina por la gracia caribe la estirpe de los bacanes, es decir los manes que con su sabrosura y mamadera de gallo rinden culto a la vida de un modo, amable, optimista y simpático. La bacanería, expresión autóctona de la idiosincrasia currambera, es contraria a la chabacanería, es decir, a lo vulgar grosero y violento.
En ese ambiente desprevenido, locuaz, pachangoso, al aire libre, fuera de protocolos se cumplen las sesiones ordinarias y extraordinarias del mayor y mejor centro socio cultural que pueda tener la ciudad Puerta de Oro de Colombia. Sesiones ordinarias: viernes, sábado, domingo y lunes de puente.
Las extraordinarias en un día especial de la semana. Por ejemplo cuando juega el junior tú papá. De cualquiera de estas reuniones bajo el influjo reconfortante de “frías que van y frías que vienen” surge la iniciativa para organizar desde un campeonato de bola trapo hasta la comparsa o cumbiamba del próximo carnaval.
La tertulia, modus operandi, de cada una de las sesiones agota el tema del día en medio de una franca cordialidad desprovista de afanes sectarios.
Para los que residen en la cuadra, la tienda es acogedora continuación de su casa; es la generosa despensa que procura lo indispensable para el diario vivir; sin tantos subterfugios financieros. Si no hay dinero disponible, ni tarjetas de crédito el cartón envolvente de una cajetilla de cigarrillo se convierte en el vale, informal documento, donde el paisano de la tienda anota las compras al fiao del amigo convecino.
Los imponentes supermercados no han podido ni van a acabar con la modesta tienda del barrio porque es el establecimiento donde el vecindario además de resolver su insolvencia domestica despliega la necesaria solidaridad, cordial amistad y convivencia que acerca los unos a los otros como comunidad.
Alimenta y fomenta la diversa tradición cultural de las gentes de la ciudad heredada de nuestros mayores en los distintos sectores donde nacimos y vivimos.
Obvio, existen lugares comunes al espíritu barranquillero. Sin embargo, muy diferente es el estilo vivencial de los residentes en al Barrio Abajo, Rebolo o San Felipe a los que habitan en Boston, las Delicias o el Prado.
Y la tienda, como recinto acogedor del vinculante encuentro intersectorial, es una escuela, entre muchas, donde surge el auténtico sentimiento colectivo del “ñero” en su totalidad Cosmopolita.
La tienda pone a la gente en sintonía con lo que sucede en la ciudad, el país y el mundo. Malévolo atentado contra la tradición barranquillera sería que las autoridades locales, copiando el paramuno ordenamiento capitalino, suprimieran la venta de las “frías bien heladas” en nuestro querido Club Bordillo.
El dios momo nos libre de semejante atropello.