La historia que leerás a continuación sucedió de verdad en un pueblo lejano de los EEUU; nos enseña cómo debemos dejar a un lado nuestras cosas, sobretodo cuando regresamos al hogar despues de un dia de trabajo intenso, cómo debemos atender a nuestros pequeños hijos; ellos no saben o no comprenden las obligaciones de los "grandes" porque su inocencia no está contaminada por las necesidades del mundo, ya que su mundo son los padres, o sea, nosotros.
OTRO DIA… ¡cómo recuerda un padre!
¿No es curioso ver las cosas que uno recuerda cuando se desploma a nuestros pies el edificio de nuestras ilusiones y nos encontramos solos, atónitos, frente a sus ruinas? No acuden a nuestra memoria los sucesos importantes; no las esperanzas huidizas en correr en pos de las cuales hemos gastado tiempo y energías, ni los vastos planes quiméricos de los días de ensueño y febril trabajo. Son las cosas menudas las que evocamos, aquellas que nos pasaron inadvertidas por su aparente insignificancia, como el roce fugaz de una mano que acarició la nuestra.
Juan Carmody descubrió ese singular contraste mientras clavaba la mirada fija de sus ojos, que un doloroso estupor abría desmesuradamente, en el trajín de la calle rebosante de vida y animación. Trató de concentrar la mente en cosas grandes, importantes, pero apenas si podía lograr que se dibujasen en su pensamiento como pálidas sombras evanescentes. Todo lo que podía recordar era algo que su hijita le había dicho una noche, hacia justamente tres semanas.
Juan había traído a su casa, aquella noche memorable, el borrador del informe que había de presentar, como todos los años, a la junta de accionistas. Tal y como estaban las cosas, aquel informe tenía una grandísima significación para su porvenir y el porvenir de su mujer y de su hija. Después de comer se sentó a releerlo; necesitaba cerciorarse de que estaba bien hecho; le iba demasiado en él para no estudiarlo y pulirlo hasta el más leve detalle.
Cabalmente volvía una de las páginas, cuando, con un libro bajo el brazo llegaba su pequeña hija, Margot.
- “Mira, papá –dijo la pequeña
Juan levantó los ojos del documento.
- “Un libro nuevo, ¿eh?, muy bien
- “Sí, papá, ¿quieres leerme uno de sus cuentos?
- “No puedo, mi amor; no puedo ahora”.- La niña se quedó allí frente a él, que se engolfó en la lectura de un largo párrafo relativo a la inaplazable necesidad de sustituir ciertas máquinas de la fábrica. La voz de la pequeña volvió a escucharse, tímida, suplicante.
- “Mamá me dijo que tú me leerías el cuento, papá”.- Juan miró por encima de las hojas del informe y respondió:
- “Lo siento mucho, mi pequeña, pero no puedo. Tal vez mamá te lo pueda leer; yo estoy muy ocupado ahora”.
- “No, papá-, replicó la vocecita-, mamá está aun mas atareada que tú. ¿Por qué no me lees aunque sea solo un cuento nada mas, después me voy a dormir. ¡Mira qué lindo grabado tiene, papá!
- “Oh, sí precioso; pero tengo mucho que hacer esta noche; otro día será, hija mía.
Margot no se movió; conservando el libro en sus manos, abierto en la página de aquel bello grabado, pasó largo rato sin despegar los labios, mientras su padre leía con tenaz atención dos páginas más del informe.
- “Pero mira que es un lindísimo dibujo, papá, y el cuento parece bonito”-, tornó a decir la niña.
- “Lo sé, lo sé -refunfuñó Juan, ya malhumorado por la insistencia de la pequeña- “vaya, te he dicho que otro día, ¡vete ya!
- “¿Me lo leerás de veras otro día, papá?
- “Seguramente hija mía”.
La niña puso el libro en una banquetica a los pies de su padre y concluyó:
- “Bueno, pa, cuando puedas, léelo tú solo. Pero léelo en voz alta para que yo lo oiga también”.
- “Sí, sí, descuida, lo leeré luego”.
Esta era la escena que Juan Carmody recordaba ahora con obsesión dolorosa; y le parecía sentir el roce delicado de aquella manecita suave y escuchar el ruego infantil. “Léelo alto para que yo lo escuche también”. Y como un alucinado, buscó con su mano trémula el libro sobre la mesa, donde lo había dejado Margot. Lo abrió y encontró el grabado que había cautivado a la niña.
Empezó a leer el cuento, tratando de articular torpemente con labios que la angustia tornaba rígidos, las palabras de la narración, pero gruesas lágrimas cayeron sobre sus hojas. Ya no pensó más y durante unos instantes olvidó hasta el odio y el horror que sentía por el chofer medio beodo, cuyo automóvil, en desenfrenada carrera, se había precipitado calle abajo como un bólido destructor, y que ahora estaba en prisión acusado de homicidio.
Ni siquiera vio a su esposa que, pálida y muda, vestida de negro para el sepelio de Margot lo contempló desde la puerta, y que con voz en que quería estallar un sollozo, le dijo:
- “Es hora, amor, vamos”.
No la vio, porque en aquellos mismos instantes, Juan Carmody leía: “Una vez, había una niñita que vivía en la cabaña de un leñador, en el fondo de la selva negra. Y era tan linda que las avecitas se posaban en las ramas a contemplarla y se olvidaban de gorjear. Y sucedió un día que…”. Juan leía para sí, pero leía muy alto para que ella, su pequeña Margot, oyera también.
(Michael Foster, Selecciones 1940)