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AQUI VIVEN, SIN VIVIR, LAS MISERIAS HUMANAS

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David tiene 41 años, alto, de cara agradable y mirada tranquila; me explica que se encuentra aquí porque al nacer lo bautizaron en una secta y desde entonces ha sufrido diversas calamidades; por ejemplo, a los siete años un fuego interno en el vientre lo hizo perder el conocimiento durante algunas horas, repitiéndose lo mismo cuando tenía dieciocho, pero con consecuencias peores, porque la pérdida de conciencia duró meses; esto se explica porque le han hecho misas negras.

Incluso, alguna vez el espíritu de un cura se apoderó de su cuerpo y lo puso a echar bendiciones a diestra y siniestra. Fuerzas extrañas le han practicado catorce operaciones, pero no tiene cicatrices pues estas desaparecen a las tres horas, ya que son producidas por energía psicotrónica.

Esta síntesis biográfica la hace David mientras almuerza en el comedor del Centro Masculino Especial La Colonia Julio Manrique, de Sibaté, que aleja a 580 personas, la mayoría con discapacidad cognitiva profunda o enfermedad mental. Sus compañeros, la mayoría de ellos ensimismados, consumen su comida en platos metálicos, con tan solo cucharas, pues cuchillos y tenedores se prestarían para agresiones e intentos de suicidio. Cuando la trabajadora social le pregunta a David qué diagnóstico tiene, con toda naturalidad él responde que esquizofrenia aguda.

A La Coloniahemos llegado por la carretera que bordea el embalse del Muña, que conduce a las instalaciones en ruinas de lo que fue el Hospital Neuropsiquiátrico; nos acompaña un funcionario de la Beneficencia de Cundinamarca; por el peligro del derrumbe del viejo Hospital, la Beneficencia decidió clausurar el lugar y dividir la población de enfermos mentales en dos grupos: el de mujeres, que fue a parar al Centro Femenino Especial José Joaquín Vargas, y el de varones, que se sumó a La Colonia a un grupo importante de personas con retraso cognitivo.

Son tantas y tan escalofriantes las descripciones de la Colonia Julio Manrique, que llegamos con cierto nerviosismo y dispuestos a enfrentarnos con imágenes, tal vez insoportables. Sabemos que la vida allí llegó a ser infrahumana en razón de la decidía de algunas malas administraciones que llegó a abandonar totalmente a estos infelices, dejándolos a su suerte. Igual en el siglo pasado se usaron terapias en boga, muchas veces e inoperantes, como la aplicación de choques eléctricos o de insulina, y la lobotomía, practica atroz que cercenaba las fibras nerviosas de los lóbulos frontales de los enfermos, a fin de moderar sus temperamentos agresivos.

Antes de atravesar la enorme puerta que para nosotros separa el territorio de los cuerdos del de los locos, vemos la granja de cultivo, donde los llamados “funcionales” siembran papa y algunas verduras. Al ingresar, el primer enigma se despeja: en lugar del espacio opresivo que nos habíamos imaginado, encontramos un enorme jardín colorido, exuberante,, sembrado de palmeras, alrededor del cual se alza una inmensa casa antigua, con grandes patios y amplios pabellones.

Desde que entramos, oímos un rugido que literalmente rueda por los corredores, y que luego entendemos que es producido por Carroloco, un enfermo que a toda hora va al volante de un camión imaginario; algunos hombres, llevados por la curiosidad se nos acercan y nos tocan, nos dan la mano, que a veces retienen unos segundos; no nos piden cigarrillos ni dinero, porque a pesar de su invalidez mental, saben que en La Colonia, hay mucho énfasis en las reglas y en las normas.

Despees de presentarnos ante los administradores somos conducidos al lugar que habitan los pacientes más antiguos, los que trasladaron del Neuropsiquiátrico; muchos llegaron a ese hospital 30 ó 40 años atrás, y su patología es desconocida porque nadie se ocupó en hacer un diagnóstico a la hora de su ingreso. Es posible que simplemente fueran indigentes, o epilépticos, o seres con malformaciones físicas graves que las autoridades recogían en las calles.

María Teresa Rodríguez, la trabajadora social que nos acompaña en el recorrido, trabaja allí desde hace trece años, en jornadas de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, y los sábados hasta las dos; ella nos comenta que a la gran mayoría de sus pacientes nunca vienen a visitarlos. “A los recién ingresados –nos dice- los parientes los visitan una o dos veces al mes en la primera época, y luego no vuelven; creen que no los reconocen, o porque por la enfermedad el diálogo no existe o deriva en algo sin sentido, ignoran la necesidad de cariño y contacto de los reclusos”. Una carencia que tal vez explique que al acercarse a nosotros nos dicen sus nombres completos, como reafirmando que aun existen, que poseen una identidad que los diferencia de la multitud que los rodea.

Como María Teresa conoce muy bien a sus pacientes, nos cuenta sus historias:

“Ese hombre joven que cruza el patio a zancadas es un paciente caleño con esquizofrenia, consumidor de drogas, tiene una habitación para él solo porque requiere un cuidado especial; a menudo se deprime y no quiere tener ningún trato con los demás; hasta Sibaté llegó acompañado de su mamá, que no encontró ningún otro lugar donde lo recibieran; recuerdo lo que oí de labios de un médico que lo vio, que “hay tantas formas de esquizofrenia como enfermos, en algunos la parte sana es enorme, y el entorno, el cariño, la motivación puede hacer más llevadera la vida, incluso hacerla productiva”.

Misael es el más antiguo de todos: tiene 73 años y llegó a la Institución por abandono, cuando apenas tenía dos años, y su cabecita deforme; está ahí, en la sala de los mas incapacitados, hecho un tres en su silla de ruedas, enfundado en su ruana; no posee lengua alguno, su única manera de mostrar que algo le mortifica es dejando salir sus lágrimas.

Es el paciente que más quiere GilmaAurora Vanegas, la gerontóloga que lo cuida, y de quien también tiene una historia que contar: entró a trabajar al Julio Manrique 20 años atrás, en servicios públicos; ella y alguien más se ocupaban de 180 habitantes del Hospital. Eran otros tiempos, más duros, mas caóticos; la ropa era compartida por todos, no había rutinas definidas, ni estímulos a los internos, y las condiciones de higiene y salud eran deplorables.

Con un préstamo de un banco de Sibaté estudió en las noches Gerontología y hoy ejerce en el mismo lugar donde un día fue aseadora; imaginando todo lo que habrá tenido que ver y lidiar esta mujer, le pregunto a mi acompañante si alguna vez Gilma se ha sentido atemorizada, ya que de tanto en tanto alguno se pone violento, me dice que no, que nada le da miedo porque una vez un paciente le descargó un fuerte golpe en la cabeza que la mantuvo incapacitada un tiempo, a partir de ahí se mantiene serena y tranquila pero siempre a la defensiva con los enfermos.

Un ser pequeñito, como un enano, llama de inmediato mi atención: ¡Es una mujer, la única, enfundada en un vestido de hombre!; pero no, estoy equivocada, me explican; aunque no pueda creerlo, se trata de un hombre: todos los exámenes médicos así lo han comprobado; su familia lo botó a la calle y la policía lo recogió y lo trajo acá.

En enormes galpones, encerrados bajo llave, distintos grupos –aquí los “profundos”; allí los esquizofrénicos, los bipolares, los epilépticos, los adictos –hacen talleres con material reciclado. Me impresiona la docilidad –causada, muy posiblemente, por la dosis de droga que reciben cada mañana y cada noche-, la sonrisa con la que se acercan y el trato solidario entre algunos de ellos; es el caso de un gigantón de cabeza alargada, ojos picarones y dulce sonrisa, que a pesar de que casi no pude caminar arrastra la silla de ruedas de uno de sus compañeros.

Indago a algunos sobre sus vidas: Nixon, que apenas lleva unos días de interno, y que vivió hasta ahora con sus padres, está tan quieto en su sitio y de no ser porque sus dedos se mueven retorciendo los hilos, se diría que está en un estado de rigidez catatónica; cuando me acerco para hablarle me doy cuenta de que su rostro está totalmente quemado; no reacciona a mis palabras, apenas si me mira con sus ojitos lánguidos.

María Teresa me informa luego de que este muchacho, que sufrió su accidente a los cinco años, no fue considerado siempre esquizofrénico, pero que ahora los médicos han lanzado una hipótesis: su estado es producto del estrés postraumático.

Javier es miembro del comité de convivencia, elegido por voluntad popular: “Yo tenía muy baja autoestima–dice-. El sol me brillaba, las nubes, eranmuchos los tormentos, alucinaciones–aclara-. Por eso intenté suicidarme tres veces: la primera vez el cuchillo se dobló; la segunda, me tiré de un tercer piso, pero me enredé en las cuerdas de la ropa; la tercera, me le tiré a un camión; ahora estoy mejor, hago canciones, y canto; yo no nací para amar.”

También está Nelson, que decidió que él es María Teresa. Cuando se cruzan, ésta debe decirle “Hola María Teresa”, a lo que él responde invariablemente “Hola, Nelson”. Y dos hermanos con retraso profundo que preguntan permanente por un tercero, que no sufre de discapacidad y que viene a visitarlos una vez cada año; cada día lo esperan ansiosamente y siempre que alguien llega, le preguntan por él.

La rutina de estas vidas es rota tan solo por las tardes de esparcimiento de los viernes, por algunas caminatas colectivas que hacen fuera de La Colonia, o por la agresión de alguno a un compañero o a las instalaciones. Tal vez, también, por alguna muerte, pues en un año pueden fallecer diez, doce pacientes.

Francisco nos explica que La Colonia quiere dejar atrás el asistencialismo que imperaba en el Neuropsiquiátrico y buscar una política más acorde con el mandato de la Constitución, que vea a los habitantes de estos centros como ciudadanos que tienen derechos y no como objeto de caridad y paternalismos autoritarios. Quisiera también que el cuidado de los usuarios sea cada vez mas extra hospitalario, que las familias asuman su cuidado y ellos acudan a sus talleres y regresen a sus hogares. Pero las cosas no parecieran fáciles.

Solo dos internos trabajan fuera del Centro, en Sibaté, y regresan a comer y dormir. La carretera es un peligro. Y, sobre todo, la mayoría no tienen a dónde ir. Su destino está aquí, en su encierro, donde no incomoden a los sanos, a los que nos consideramos cuerdos.

(Piedad Bonet, revista Soho)

 


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