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FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS, PRECURSOR DE LA CIENCIA COLOMBIANA

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Don Francisco José de Caldas tenía, en 1810, cuarenta y dos años, meses más, meses menos. Su figura física era bastante desgarbada, no era propiamente lo que hoy se llama un “play boy”.

De regular estatura y constitución que los historiadores califican de robusta, pero que al parecer, era más grasa que fibra. Rostro ligeramente alargado, con una frente ancha y mandíbula fina; su tez tendía a ser morena, apergaminada y un tanto amarillenta, porque poco era el contacto que tenía con el sol, ya que la vida del Precursor de la ciencia colombiana era la de un solitario encerrado con sus libros y experimentos.

Tenía unos ojos oscuros, bordeados por ojeras muy definidas, de mirada lánguida, andar lento, con ademanes de hombre nervioso, pues tenía la manía de estar permanentemente jugando con los botones de su camisa, que con frecuencia se desprendían. Casi nunca dejaba de llevar en su boca un pequeño cigarro y distraía sus manos con un bastón delicado, que hacía girar cuando charlaba con alguien, o iba por la calle, o no estaba estrujando sus botones.

Tal es el retrato del hombre más erudito que conoció en su época el Virreinato de la Nueva Granada. Título más que merecido, pues dentro de ese ser común y corriente, de franco carácter e índole apacible, que nunca tuvo ambiciones de notoriedad ni de riqueza, se ocultaba un científico que llegó hasta donde era posible llegar en su tiempo, en el campo de las investigaciones de la Física, las Matemáticas, la Química, la Botánica, las Ciencias Naturales, la Geología, la Astronomía, etc.

Payanés de nacimiento, se doctoró en Derecho en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario; no hay indicios de que hubiera ejercido esta profesión, fuera de un largo pleito que ventiló por cuestiones de bienes familiares y cuyo desenlace judicial nos es desconocido.

Su vocación era definitivamente científica: vinculado a la Expedición Botánica, la enriqueció con 6.000 plantas de nuestra flora, disecadas y estudiadas, al tiempo que cultivaba amistad y tenía permanente correspondencia con sabios como Humboldt, Bonpland y Linneo.

Igualmente, y ya en el terreno nacional, se carteaba con Santiago Pérez Arroyo, Antonio Arboleda y otros hombres eruditos de la Nueva Granada, lo mismo que con el padre Eloy Valenzuela, médico y botánico, con quien sostuvo polémicas interesantes sobre temas científicos, que casi siempre concluían en forma virulenta por parte del clérigo.

Caldas era un hombre recursivo; dentro de las muchas dificultades que afrontaban sus investigaciones, sin contar con elementos ni aparatos, él mismo construyó algunos de ellos. Fue el descubridor de la Ley de la Hipsometría, que permite establecer las altitudes a partir del punto de ebullición del agua y de la presión atmosférica, ideando el instrumento para realizar esta operación, llamado Ipsómetro.

Como director del Observatorio Astronómico, tenía un modestísimo ingreso mensual de $400.oom, suma que muchas veces llegaba tardíamente a su bolsillo, debiendo apuntalarla y aumentarla en $200.oo más, que se ganaba como profesor de matemáticas.

Sus apremios económicos eran frecuentes y muchas veces debió acudir a sus amigos y conocidos que le prestaban pequeñas sumas de dinero. Caldas, como se ve, no tenía arrestos ni vocación militar, aunque sabía manejar el “sable” a la manera santafereña, por lo cual no pudo librarse nunca de la fama de deudor moroso, que le causó no pocos sinsabores.

Sus escritos se destacaban por la profundidad de las ideas, la mesura de los conceptos y la imparcialidad de sus juicios, cuando éstos se refieren a personas o a hechos, de los cuales ha sido testigo. Muchos de ellos quedaron consignados en el “Semanario”, publicación científica que dirigió por algún tiempo.

Alguna vez, acosado por la necesidad, trató de realizar empresas comerciales, pero fracasó en todos sus intentos: cuidaba mucho más sus equipos de estudio, termómetros, barómetros, brújulas, octantes de reflexión, etc., que las mercancías que quería vender en los mercados y que con frecuencia se deterioraban, porque don Francisco perdía las nociones del tiempo mirando la trayectoria de una estrella, el vuelo de un cucarrón, las características de una planta, o tomando una altura, o fijando una posición geográfica, o examinando un mineral.

Su devoción por la ciencia lo llevó a cometer el único acto incorrecto de su vida, - si así puede calificarse-, como fue el retiro de la lápida conmemorativa de los trabajos del sabio francés La Condamine, así como el péndulo que se encontraba en Tarquí, Ecuador, considerando que no estaban colocados en las condiciones deseables para su importancia, y procediendo a obsequiarlos, por su cuenta, al Observatorio Astronómico de Santafé, hasta que, en 1856, fueron devueltos por el Gobierno Colombiano.

Con semejantes características se comprende entonces por qué Caldas fue un tímido cerval para las lides románticas; quizás sus múltiples ocupaciones, unidas a su desfavorable situación económica, o la carencia de atributos seductores, que generalmente son incompatibles con el cultivo de las ciencias, fueron la causa de que este varón virtuoso por excelencia, se preocupara más por el paso de los astros es el espacio, que por el de las hijas de Eva sobre el Planeta. Él mismo lo dice: “Soy dichoso en el retiro y tengo gusto a la pureza, aspecto que admiré en Newton….”.

Esta frase es una especie de explicación de su irreductible timidez frente a las mujeres, a las que tal vez miraba como seres dignos de análisis y estudio, más que de atracción apasionada. Por eso nunca frecuentó reuniones sociales, ni fiestas, ni tuvo amistades que no fueran las de personas que por su veneración científica o política, pudieran ofrecerle una oportunidad de satisfacer su insaciable sed de conocimientos. Así transcurre su vida, solo, entre los muros del Observatorio Astronómico, cuya ubicación fijó con extraordinaria exactitud, en relación con los medios disponibles para hacerlo.

Matrimonio por poder

Sin embargo, a pesar de su existencia monástica, un día sintió, como Adán en el Paraíso, la necesidad de una compañera. Pero, las circunstancias para hallarla estuvieron muy lejos de las que rodean este movimiento instintivo del hombre común y corriente.

Veamos:

A mediados del de agosto de 1807, su amigo, Santiago Pérez de Arroyo le cuenta que, su esposa, María Teresa Mosquera, con quien se casado recientemente, es la persona que le ayuda en la realización de sus experimentos, por cuanto Pérez de Arroyo también es persona dedicada a estudios científicos.

Esto interesó profundamente a Caldas y bien pudo haber incidido en la determinación de contraer matrimonio, tal vez en la espera de hallar en “otra payanesa”, según sus palabras, una buena auxiliar de laboratorio.

Caldas meditó largamente el proyecto de casarse, pero no tuvo arrestos suficientes para insinuárselo a ninguna santafereña; en su corazón no cabían dos coordenadas y figuras geométricas, teoremas y logaritmos. Fue entonces cuando se decidió, a comienzos de 1810, a escribir a su amigo y coterráneo, con Agustín Barahona, una carta en la que le manifestaba el deseo de contraer matrimonio con “una hija de esa villa, pues prefería las jóvenes de su tierra a las extrañas”, como bien lo expresó en la misiva.

Don Agustín, ese sí hábil negociante, inmediatamente vio un risueño porvenir para sobrina Manuela, pues estimaba que esa unión sería relievada por la personalidad de don Francisco José, ya reputado como uno de los hombres más ilustres e importantes del Nuevo Reino.

De ahí que no vaciló en proponérselo a la joven, quien probablemente halagada por estas mismas perspectivas y pensando en un apuesto galán, de finas maneras y de una elevada cultura, aceptó, sin muchos ruegos.

El buen tío contestó la carta, haciéndole al sabio una detallada descripción de su “sobria, hermosa y encantadora sobrina”. El solitario del Observatorio suspiró hondo y tranquilo. Veía allanado ese camino que su temperamento de corto vuelo no pudo recorrer y con el entusiasmo de un bachiller inició, por vía epistolar, las relaciones con la bella desconocida.

El primer disparo de la historia romántica de Caldas ocurrió el 6 de febrero del mismo año, y, como tímido irremediable, hizo un desborde de frases adocenadas y floridas, de párrafos melifluos y de ponderaciones a esa dama que no había visto.

Y con el apresuramiento de esos espíritus recortados que temen perder una conquista, que no pudieron hacer por sus propios medios, de una vez le propuso matrimonio, diciéndole: -“Hoy mismo comienzo a purificar mi corazón delante de Dios, y a repasar los años de m vida, para obtener su gracia a la celebración de nuestra unión pura y santa. Purifique usted también el suyo y reunámonos en la inocencia y la virtud”.

Como se ve, en este sentimiento no hay nada pasional, nada sombrado por los impulsos de la sensualidad y todo es casto y oloroso a nardo, en esta literatura almibarada.

En carta del 20 de febrero le dice:

- “Mi amor no es una llama devoradora, cruel, que ciega, que apasiona, que embrutece; es un fuego sagrado, tranquilo, puro, casto, luminoso, que dilata el corazón sin oprimirlo”.

Y más adelante añade:

-“Usted me ha costado mucho, cuántas dudas, cuántos pasos, cuántos días de incertidumbre, de pena, para que usted lo sepa todo; cuántas lágrimas he derramado por usted, cuántas noches en vela….”.

Doña Manuelita nunca se había desayunado con semejante cargamento de frases, con juramentos de amor tan vehementes. Su almita provinciana debió sentirse seducida por alguien que escribía cosas que nunca había leído, pero que le sonaban a música celestial.

El matrimonio se concertó, y ya, Manuelita, feliz y encantada, se llamaba a sí misma, “la astrónoma de Bogotá”, lo cual hizo mucha gracia a Caldas. En carta del 21 de abril, el novio le informó del envío de dos pañuelos para el pecho y de seis pañuelos más para las narices, al tiempo que le dice:

-“Necesito, y espero que usted me mande la medida del largo de su pie, y del grueso tomado en el empeine, en unas dos tiritas de papel, para prepararle los zapatos que deben servirle para presentarse ante el Virrey y la Virreina”.

Luego viene una serie de cartas en las que Caldas se disculpa por no poder viajar a Popayán al matrimonio. Le pide que se venga y que él iría a encontrarla al camino, pues sus ocupaciones y compromisos le impiden hacerlo. Como se puede ver, la ciencia sigue ocupando su tiempo, y esta vez, los terrenos de Cupido.

Finalmente, y ante semejantes inconvenientes, convinieron en un matrimonio por poder, celebrado en esa ciudad, habiendo actuado como apoderado don Antonio Arboleda. Y el epílogo hizo que se mostrara al sabio en su verdadera imagen: encargó su esposa sobre medidas y se casó por poder.

Cumplida la ceremonia del enlace, doña Manuela salió hacia Santafé a reunirse con su marido. Tenía la esperanza de conocerlo en el pueblo de La Plata, como se lo había prometido. No ocurrió tal, ni tampoco salió a darle la bienvenida a La Mesa, como así mismo se lo había anunciado. Total que este enlace había comenzado un poco mareado.

Una tarde estaba don Francisco en su mesa de estudio del Observatorio, lupa en mano, estudiando una planta, cuando fue interrumpido por la presencia de alguien que entraba en su refugio. Con un gesto de desagrado miró hacia la puerta y vio una agraciada jovencita que, entre ruborizada y gozosa se le acercó, diciéndole: “Yo soy Manuela Barahona”.

A Caldas por poco le da un infarto ante semejante sorpresa. Se puede dejar la escena en este punto, para que el lector pueda imaginar lo que ocurrió después de tan singular encuentro. En efecto algo debió ocurrir, porque exactamente a los once meses nació Liborio, el primer hijo de la pareja. Luego vino Ignacia, pero lamentablemente ambos murieron de muy corta edad. Solamente sobrevivieron las siguientes hijas, Juliana y Ana María.

La vida de este hogar no pudo acercarse mucho a lo que llamamos felicidad; don Francisco tenía que ser forzosamente un marido aburrido, siempre absorbido por su total dedicación a sus investigaciones, al punto que sus más íntimas conversaciones giraban alrededor de las plantas, los insectos, los cucarrones, temas ácidos que no son propiamente los indicados para hacer amable la vida de una mujer.

En las noches, junto al candil o la vela, el sabio llegaba a su alcoba después de largas horas de lectura, cuando ya su esposa se encontraba dormida. Se levantaba al amanecer, se iba al Observatorio, regresaba a las once a tomar su almuerzo, tornaba al trabajo, y no pocas veces la cena se enfriaba, porque la noche era clara y el hombre la aprovechaba para medir la trayectoria de un astro, observándole las manchas a la luna, o estar en medio de sus animales y plantas disecadas, en lugar de llegar al hogar con su esposa y sus hijas.

A esta existencia sosa se añadieron los acontecimientos políticos que tuvieron su origen el 20 de julio de 1810. Caldas tuvo directa participación en los hechos que culminaron con el Acta de Independencia y, una vez consolidado el nuevo gobierno, tomó partido al lado de Camilo Torres, como ferviente partidario del federalismo, en la etapa de la llamada “Patria Boba” y en los conflictos subsiguientes. Este ciclo de su vida le ocasionó no pocos sinsabores. Los bandos comandados por don Antonio Nariño y por Torres se hicieron irreconciliables. Sobrevino la guerra civil y hasta doña Manuela estuvo en la cárcel, aunque por poco tiempo. El episodio lo llevó a producir una carta violenta, en la cual tilda a Nariño de “tirano disfrazado”, según sus propias palabras. Es la expresión más hiriente y fuerte que se le conoce, en sus reacciones que siempre fueron las de un hombre tranquilo y reposado.

Por su parte, su esposa no logró amoldarse a su nueva vida. Le faltaba algo que no se encuentra en los textos de astronomía, ni en las matemáticas, ni en la física, ni en la química, ni mucho menos, en los animales disecados que su marido guardaba con más esmero, que las atenciones que a ella le prodigaba. Ella era una mujer en el total sentido de la palabra; su espíritu era expansivo y cordial, necesitaba proyectarse a través de las relaciones y amistades, y las obtuvo, pero, al parecer, por otros senderos.

Su casa empezó a ser frecuentada por jóvenes estudiantes, alegres y charlatanes; como se verá después, tuvo intimidades dentro de la misma casa que no fueron ignoradas, aunque si calladas con mansa prudencia por el sabio esposo, quien a pesar de su entrega compulsiva a la ciencia, tenía fibras muy espirituales que vibraron para rechazar y censurar la conducta de su esposa.

Los acontecimientos políticos se precipitaron: Luego de la toma de Cartagena, por Morillo, el Pacificador se disponía a marchar sobre Santafé, lo que produjo la desbandada de numerosos patriotas, algunos de los cuales, entre los que se hallaba Caldas, tomaron la ruta del sur, en lugar de irse para los Llanos Orientales que era lo indicado, pues los primeros sucumbieron en los patíbulos, casi en su totalidad, y los segundos fueron los que con Francisco de Paula Santander a la cabeza, reorganizaron las huestes de la independencia.

En su huida a Popayán y desde la Mesa, el 31 de marzo de 1816, Caldas le dirigió una carta a su esposa, en la cual le habla en los términos siguientes: “Tu conducta en mi ausencia no deja de darme motivos de inquietud, que han amargado mi corazón delicado y sensible. Es verdad que no te condeno, y si ahora te hablo con esta claridad, es para hacerte más prudente y más celosa de tu buena reputación. Te hablo más claro: yo no puedo sufrir la amistad de mozos que no han probado su conducta, y esas visitas de confianza en los últimos rincones, me son abominables”. Y más adelante agrega: “Teme menos morir, que cometer un horrible adulterio, que no te dejará sino crueles remordimientos y espantosas amarguras”. Esta carta, impregnada de la más profunda tristeza, no ofrece dudas de dolorosas realidades. Es un digno reproche y una clara condenación, expresados con una conmovedora dignidad. Y no puede dejarse oculta entre las penumbras que se tienden sobre ciertas verdades, porque estamos haciendo historia, y la historia es cruel, pero es historia.

Esta misiva puede considerarse como la auténtica “O larga y negra partida” del sabio mártir, y no como la que ha sobrevivido como una leyenda, en la cual se afirma que con la letra O, cruzada por una raya, el sabio quiso expresarla, a manera de un jeroglífico, en el muro frío de la prisión donde esperaba su muerte. Tres meses después de haber escrito esta dolorosa carta, Caldas fue tomado prisionero por los realistas, y en la tarde del 28 de octubre de 1816 le fue notificada su sentencia. . En la mañana del siguiente día, pocas horas antes de su ejecución, dictó su testamento, en el cual dice que sus bienes son tan insignificantes, que lo único que puede hacer con sus acreedores es pedirles perdón, por cuanto no puede pagar las deudas que contrajo.

El sacrificio de Francisco José de Caldas es una página oscura y vergonzosa para España. No se había fusilado a un faccioso, sino a un sabio verdadero, honra de América y la de la ciencia; hombres eminentes de muchas latitudes del mundo castigan, con los más severos conceptos, un acto de tan sanguinaria arbitrariedad. Destacamos lo que, al respecto dijo el ilustre pensados español, don Marcelino Menéndez y Pelayo. “Francisco José de Caldas, víctima nunca bastante deplorada de la ignorante ferocidad de un soldado, a quien en mala hora confió España la delicada empresa de la pacificación de sus provincias ultramarinas”.

Doña Manuela, con sus dos hijas, siguió viviendo en Santafé, y, al parecer, ni hizo mucho caso de las postreras recomendaciones de su esposo, como que en 1819, o sea cerca de tres años después de su muerte, tuvo otra hija a la cual le dio el nombre de Carlota, que hizo pasar por descendiente del sabio… No nos atrevemos a juzgar qué razones tendría para obrar así, y lo único que se puede pensar es que el nacimiento de Carlota, como el matrimonio de sus padres, fue igualmente “por poder”.

Autores: Norberto Serrano Gómez – Manuel Menéndez Ordoñez

 


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