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GENERAL MAZA, EL VENGADOR DE TENERIFE

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GENERAL MAZA, EL VENGADOR DE TENERIFE

General José Hermógenes Maza, como lo representan de manera jovenViene ahora una serie de episodios de la vida de otro héroe, el General José Hermógenes de la Maza y Lobo Guerrero, conocido sintéticamente con el nombre de el General Maza.

Un personaje que es la antípoda de Custodio García Rovira. El Estudiante Mártir fue un hombre equilibrado, culto, generoso y apacible, el contrarío de Meza que era taciturno, cruel y cínico. El siniestro personaje entra en escena.

En la mañana del 27 de junio de 1820, un hombre de vigorosa contextura, piel blanca, cabellos rubios y ojos azules, de mirar acerado y que aún no ha cumplido los 30 años, se dispone a dar comienzo al más sangriento tribunal de la muerte que registren las crónicas de las campañas cumplidas en las riberas del Magdalena.

A un costado se halla la población de Tenerife, cuyos muros aún humeantes, dan cuenta de la acción librada en ese trágico amanecer, y del otro, el río en el cual se bambolea el navío “La Comandancia”. Junto a la borda, que a partir de este momento será el sitio de la ejecución, se encuentran dos soldados, con el torso desnudo y afilados machetes en sus manos.

Y entre el mísero poblado y las calcinadas arenas de la playa, una vieja silla abacial, en la que antaño se entonaban Salmos y Maitines, único mueble del tribunal llevado al efecto del vecino y deshabitado convento de las Carmelitas. En ella toma asiento, de espaldas al sol, el Coronel Hermógenes Maza.

Frente a este juez único, inexorable y breve, que tiene sobre sus piernas un sable desnudo, en el cual se advierten las rojas huellas del combate que acaba de librarse, se halla una larga fila de más de 200 prisioneros temerosos, que, celosamente custodiados, esperan la incierta sentencia.

Las contingencias de una guerra a muerte llevan angustia y temor a aquellos desventurados. Pero, ¿podrá el Coronel juzgar y sentenciar tan crecido número, en esta mañana?: Sí, mediante el más original sistema que pueda haberse ideado para definir una causa, como será el que va a poner en práctica, a partir del tercer ajusticiado.

El primero en suerte, o mejor, en desgracia, es un oficial español. El peninsular trata de justificarse, invocando sus deberes. En mitad de la frase, Maza exclama, con voz enérgica y tajante: -“¡Al baño…!”. Al oírlo, dos soldados lo arrastran hasta “La Comandancia” y, colocando su cuello sobre la borda, con un certero golpe de machete es decapitado.

Las turbias aguas del Magdalena empiezan a convertirse en una fosa común. Apenas si tienen tiempo los verdugos de cuadrarse en señal de haber cumplido la singular orden, cuando ya Maza ha repetido por segunda vez, la original y macabra sentencia:

- “¡Al baño…!”, y otro oficial español deja de existir.

A partir del tercero, y temeroso quizás de ajusticiar en su precipitud algún granadino, recurre al más singular expediente que pueda concebirse, para establecer el origen de los prisioneros, cual es de obligarlos a pronunciar la palabra “Francisco”. Hombre que lo hiciera con C a la española, era hombre muerto.

Cuánto lamentarían, en esos instantes los peninsulares, que aterrorizados y sedientos, esperan el turno, no haber sabido cambiar el acento nativo que, sin bien en días pasados era distintivo de supremacía propio del orgullo español, hoy era sinónimo de muerte. Pero, como toda regla tiene su excepción, también la prueba fonética la tuvo aquel día.

Al llegar al número 60, un negro samario, reconocido realista, pronunció la C a la criolla. Maza, quien se queda pensativo, es por un instante magnánimo, cuando pregunta si alguien puede responder por él. Un silencio angustioso es la única respuesta.

Así que, una vez más, la sentencia se deja oír:

-“¡Al baño…!”.

José Hermógenes Maza, como lo pintan otrosDe esta manera continúa la fatal procesión, hasta llegar al prisionero 72. Se trata de un español de edad avanzada, que al tocarle el turno, exclama aterrorizado: -“General, yo soy su padrino y fui su maestro., por Dios no me mate…”.

Maza lo reconoce, es Juan Sordo, el buen maestro que en la niñez lejana le enseñó las primeras letras, en la escuela de Las Nieves, en la distante Santafé; unos segundos de silencio, que al anciano debieron parecerle una eternidad, y en los que tal vez bien pudo rememorar las pilatunas del díscolo discípulo, preceden a la sentencia de Maza:

“¡Suéltenlo, que se largue inmediatamente!”, y luego agrega,

-“Que pase el siguiente.”.

Y así fueron desfilando, por la trágica borda de “La Comandancia” más de doscientas cabezas esa tórrida mañana. Las aguas del Magdalena se agitaban por la presencia de miles de peces y rugosos caimanes que fueron los convidados de un banquete, tan inesperado como horripilante y que no tiene parangón en la historia de la Independencia.

Enrojecidas quedaron las amuras de la vieja embarcación, conturbados los semblantes, horrorizadas las almas, jadeantes los ejecutores y estremecido el ambiente, con las estériles demandas de clemencia; sólo una persona permanecía imperturbable: Hermógenes Maza.

¿Qué llevó a este hombre, que procedía de las más respetables familias de Santafé, que había sido en su primera juventud un niño mimado de la aristocracia criolla, que se divertía a la sombra del régimen virreinal, para obrar así con los prisioneros de Tenerife?

En la vida de todo ser humano pueden producirse cambios radicales, por el efecto traumatizante de hechos que golpean y transforman la estructura sicológica; esto fue lo que le ocurrió al oficial patriota. Cautivo en Venezuela durante dos años, luego de la evacuación de Caracas, fue sometido a las más penosas torturas, que van desde el cepo y los grillos, hasta la más humillante flagelación que destroza el torso y afecta los riñones.

Cuando logra huir y luego de tres años de penoso viaje a pie, de Caracas a Santafé, al llegar se encuentra con una patria que padece la más sangrienta tiranía, a lo cual se agrega la noticia de la persecución de su familia, el sacrificio de su hermano, la confiscación de los bienes familiares por el gobierno español, el fusilamiento de sus antiguos compañeros de colegio y la dolorosa muerte de su madre.

Esta acumulación de dolor, tragedia y ruina, determinó el viraje radical de su personalidad y lo convirtió en un ser amargado y lleno de odio a todo lo que oliera a español; había nacido un nuevo Maza, el vengador de Tenerife, el hombre sombrío, que a partir de ese momento, va a pasar el resto de su vida sacrificando españoles despiadadamente, haciendo chistes crueles, cometiendo impertinencias y bebiendo aguardiente.

Al referirse a la acción de Tenerife, Bolívar le manifestó a Santander:

“Me alegro mucho del suceso de Maza; el niñito es pesado, por cada herido nuestro, mata cien españoles sin más novedad”.

Su singular matrimonio y su posterior destino

Cuatro meses después, todavía coronel, hace su entrada triunfal a Santa Marta, en unión de José Prudencio Padilla, y para tal fecha los procederes de Maza son el comentario nacional, pero sobretodo virreinal. Todos hablan de su bravura, de su arrojo, pero especialmente se le señala como el jefe que no perdona chapetón.

Su presencia produce una natural mezcla de temor, admiración y curiosidad. Y es ésta, precisamente, la que divide a las muchachas samarias: mientras unas se sienten atraídas por el rubio de ojos azules y mirada inquisitiva, ya para esos días cargado de anécdotas, las otras prefieren el moreno lobo de mar, el guajiro Padilla.

Tan distintos el uno del otro, como distantes son Trafalgar de Tenerife, lo cierto es que ambos cautivan la atención femenina.

Los dos bandos celebran la victoria: del primero hace parte una criolla de grácil silueta y cautivante simpatía, que al ofrecerle al vengador rosas y sonrisas, lo seduce en el acto.

A la noche siguiente, en el baile de la victoria, los convidados no salen de su asombro, cuando ven a Maza, el militar despiadado, tornarse en un hombre amable y galante, que, contra su costumbre, está parco en el tomar, culto en el hablar, pródigo durante toda la fiesta en atenciones a Manuelita Conde.

Ha vuelto a ser junto al mar, el más grande de los elementos naturales, el caballero que años atrás conocieron los salones santafereños.

Pero en Maza todo es breve, hasta el noviazgo, pues dos semanas después, bajo el arco de aceros formado por los machetes de Tenerife, esto es, el 11 de noviembre de 1820, sale la pareja de la Catedral. Todo hacía pensar que el nuevo estado significaría un cambio en el temperamento y la conducta del Coronel.

Los hechos posteriores darían la respuesta. Corta es también la luna de miel: un mes más tarde viene la separación que impone la continuidad de la guerra, y, quien lo creyera, la definitiva, no obstante que juntos van a vivir largos años una vida extraña, a partir de ese día.

Maza viaja a Cartagena, siguiendo luego a Quito y Guayaquil; a medida que la guerra prosigue, su fama de terror acrecienta. Bolívar da orden a Sucre de que le encomiende el mayor número posible de operaciones, quizás por su eficiencia, o por tratar de evitarle su continua embriaguez, que lo lleva a cometer repetidas faltas contra la disciplina militar.

El tiempo pasa sin que este hombre extraño vuelva a sentir preocupación alguna por su hogar, pero no así su esposa. A principios de 1822, encontrándose en Quito, recibe una carta de Manuela, en la cual se informa que, no obstante el corto tiempo que permanecieron juntos, había tenido una niña, a la cual desea darle el nombre de Cruz, si él está de acuerdo en ello.

Así mismo le pide informes sobre su vida y sus campañas; la carta es, para esta mujer olvidada, el único y último recurso que le queda de reiniciar las relaciones con su esposo, así sea por la vía epistolar. Sólo un año después, desde Cartagena, responde Maza la comunicación de su mujer.

Curioso enlace éste, un mes permanecen juntos y solamente una carta cada uno, habían de cruzarse en la vida.

Concluida la campaña, no regresó al hogar, como era de esperarse, sino que se trasladó a Bogotá, y he aquí otro cambio total en la existencia del militar. El que había residido en el aristocrático barrio de la Candelaria, vino a vivir a una modesta casucha del barrio Egipto; el que había tenido una juventud opulenta, merced a los cuantiosos bienes de su familia, depende sólo de una modesta pensión oficial, cuyo pago era entonces tan difícil, como lo es ahora, y, el que hizo parte de los excluidos salones, sólo frecuenta sórdidas cantinas.

Tal es el Maza de 1826 y el de los años siguientes, hasta su muerte: un dipsómano, un ser taciturno que no se mezcló en las luchas partidistas, como sí lo hizo la mayor parte de sus compañeros de armas, que no contó nunca con el aprecio de Bolívar, ni de Santander, que se aisló hasta de sus viejos camaradas, que vive sólo para el aguardiente, que intimidaba al Tesorero para que le pagara su mesada y guardaba en la vaina de su espada las exiguas monedas que recibía, lo cual frecuentemente le significó borracheras gratuitas, pues al ir a pagar y echar mano de su arma para sacar el dinero, el dueño de la tienda o cantina se apresuraba a decirle que nada debía, convencido de que Maza lo iba a agredir; tal era la fama que tenia este hombre.

Indudablemente Maza vagaba en las nebulosas de una sicopatía; hay un detalle revelador: un día en el mercado de la plaza, tuvo la ocurrencia de matar a sablazos más de cien pollos, alegando que los animales estaban tuberculosos y eran un peligro; éste es un brote de crueldad inútil, matizado de infantilismo, pero demostrativa de una indudable anomalía síquica.

En el mes de septiembre de 1832, abandonó por última vez Bogotá, en compañía de unos arrieros que se dirigían a Honda, primera parte de su viaje.

¿Cuál era la segunda?, ni él mismo lo sabía. Estaba hastiado, quería cambiar, pero no sabía cómo, ni dónde hacerlo. Luego de un penoso viaje, y más por fuerza de las circunstancias, que por otra causa, llegó a Mompós, donde habría de permanecer los últimos quince años de su atormentada existencia.

El arribo al puerto fue todo un acontecimiento: en la plaza mayor lo recibe su amigo, don Vicente Gutiérrez de Piñeres, quien desde el primer saludo se dedicó a la difícil tarea de regenerarlo. Los dos primeros meses fueron en realidad una nueva vida, abandona el licor y vuelve a ser sociable.

Pronto se esfuman los buenos propósitos; nuevamente se aísla y pasa los últimos años sumergido en las nieblas alcohólicas, enmarcadas en una terrible ansiedad; ningún interés manifiesta por su familia y no hace nada por comunicarse con su esposa e hija, acaso ignorante del lugar donde se hallaban.

Así llega el mes de julio de 1847, en el cual la cirrosis hepática, fatal consecuencia de sus excesos, hace crisis en su menguado organismo, que lo obliga a recluirse en el modesto hospital de la población. La manera como solicita el ingreso es apenas una muestra de su incurable cinismo:

“Vengo en busca de una cama en qué tenderme y a probar que son falsas las Sagradas Escrituras, cuando dicen que el que a cuchillo mata, a cuchillo muere, porque yo moriré en mi cama”.

La religiosa que lo recibió debió santiguarse medrosamente al escuchar palabras tan blasfemas y en silencio procedió a acomodarlo en un lecho, donde a los pocos días, el 13 del mismo mes, vio cumplido su vaticinio.

Nada habla mejor de su espíritu conturbado, como las últimas palabras con que José Hermógenes Maza se despidió de la vida y de los hombres, dando despectivamente la espalda a quienes presenciaron la escena y luchaban por conseguir que el sacerdote lo bendijera:

-“¡Ahí les dejo su mundo de mierda!”.

Todo fue extraño en la vida del General Maza; pero quizás lo más singular fue su inconcebible conducta como padre y como esposo, que hizo de su enlace uno de esos capítulos insólitos en la historia sentimental de nuestros próceres, y el cual cerramos relatando que, el 2 de agosto de 1847, doña Manuela Conde de Maza dirigió un documento al Presidente de la República, en el cual solicita le sea trasferida la pensión de su esposo.

Por impedimento físico de la madre, la petición fue firmada por su hija Cruz Maza. Como melancólica rúbrica de este escabroso relato, podemos añadir, finalmente, que el controvertido militar murió sin pagarle, al General Santander una deuda de cien pesos, como quedó consignado en el metalizado testamento del Hombre de las Leyes.

Autores: Norberto Serrano Gómez – Manuel Menéndez Ordoñez

 


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