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EL CAMPESINO QUE FABRICÓ SU MAIZ

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Durante diez años los vecinos de Lester Pfister, en El Paso, el Estado de Illinois, estaban seguros de que este sujeto tenía los tornillos flojos. Les parecía imposible que un hombre en su cabal juicio pasara horas enteras en un sembrado, bajo los rayos de un sol canicular, cubriendo las espigas de maíz con hojas de papel.

Cuando el resto de su heredad se arruinó por falta de cuidado, sus amigos le insistían para que desistiera de su loco empeño.

Maíz PfisterDespués de muchos años de hambre y desnudez, durante los cuales fue objeto de burlas constantes, el “loco”, el “maniático”, como todos le decían, se salió con la suya, coronando sus largos y pacientes experimentos con un éxito verdaderamente asombroso.

En 1935, mientras cada uno de los otros cultivadores vendía su cosecha por dos mil dólares, Pfister vendía la suya por. ¡35.000!, maíz para semilla que él había producido por su nuevo método.

Al año siguiente vendió a más de 28 dólares por hectolitro todo el maíz que pudo cosechar, por lo cual recibió 150 mil dólares. Nunca se había hecho producir tanto maíz en una hectárea de tierra. Los pedidos comenzaron a llegar por montones; para 1937, su importe ascendió a 400.0000 dólares, y en 1938, a un millón.

El trabajo de Pfister en la producción de nuevas variedades de maíz por hibridación o polinización cruzada, comenzó en 1925, después de una conversación que por casualidad tuvo en Des Moines, con Henry Wallace, que entonces se ocupaba en publicaciones agrícolas, y posteriormente llegó a la vicepresidencia de los EE. UU; Pfister aprendió la nueva teoría del maíz.

Wallace le dijo que la selección de las mazorcas, según se hacía entonces, era como si en la selección del ganado para el mejoramiento de la raza, se prescindiese de los toros padres. Ningún cultivador, salvo unos cuantos profesores, había tratado nunca de mejorar el maíz escogiendo el polen y regulando la polinización. Wallace despertó gran interés en Pfister, quien de inmediato empezó su experimento.

A fin de evitar que lo ridiculizaran, principió detrás de un seto; pero los labradores que pasaban, poniéndose de pie en sus carros, podían ver todo el sembrado y los talegos de papel, que a modo de sombreros cubrían las espigas. “Quizá sea para evitar que se hielen”, comentaban sarcásticamente.

Pfister había sembrado los granos de 388 mazorcas de maíz “Krug”, una de las mejores variedades de la época. A medida que las espigas brotaban las cubría con los talegos, lo cual hacia también con las mazorcas tan pronto como empezaban a formarse.

Cuando creía que el talego de una espiga estaba ya lleno de polen, lo quitaba y lo vaciaba rápidamente sobre la borla, o hebras terminales (el estigma) de las mazorcas de la misma caña, después de lo cual tronchaba la espiga. Esto era polinización autógena, sin mezcla.

Durante sus experimentos empleó 100.000 talegos y efectuó, de la misma manera, 50.000 polinizaciones.

Llegado el tiempo de la cosecha, Pfister descubrió las muchas variedades que se habían cruzado para producir el maíz Krug. Halló cañas que, a pesar de ser muy gruesas, no permanecían derechas; mazorcas sin polen en las borlas y mazorcas sin granos.

Algunas de la matas tenían mazorcas diminutas, pero raíces profundas y cañas fuertes y derechas. Descartando sin vacilación las mazorcas de todas las matas defectuosas, conservó solo las 115 que prometían dar buena cosecha, y en la primavera siguiente sembró el grano.

Durante cinco años de arduo trabajo, Pfister sembró, entalegó, escogió y eliminó su maíz, al mismo tiempo que cultivaba, aunque solo a medias, el resto de la finca para ganar el sustento diario. En 1929 había llegado a cuatro mazorcas, después de un largo proceso de eliminación gradual.

Eran la descendencia de cinco generaciones, fruto de escogimiento escrupuloso, y que provenían de matas vigorosas cuyas raíces penetraban profundamente en el suelo y aprovechaban las sustancias minerales nutritivas, y cuyas cañas permanecían derechas aún en los fuertes vendavales. Además, las matas eran inmunes contra las enfermedades que de ordinario atacan al maíz. Pfister desgranó las mazorcas y empezó su trabajo de cruzamiento.

Sembró en tres hileras paralelas; a la del centro la llamó “hilera madre” o polinizadora, y en ella tronchó las espigas de los tallos hembras tan pronto como aparecían, dejando que las espigas machos derramasen su polen en las borlas o hebras de las mazorcas de los lados.

No llovía, y hacia de continuo un sol abrazador; las matas fueron marchitándose y muriendo una tras otra. Alguien aconsejó a Pfister que las regara, a lo que él contestó: “Las que no puedan resistir el sol y la sequía, que perezcan; no las quiero”.

Su finca decaía más y más, pero él se empecinó en continuar sus experimentos. Cuando iba al pueblo todo el mundo se burlaba y le hacían chistes y bromas pesadas; sin embargo, ni la mofa, ni el trabajo, ni las penalidades fueron bastantes a disuadir de su firme propósito.

Al llegar el invierno examinó las mazorcas de sus primeros cruzamientos, y en lugar de granos pequeños e irregulares, halló granos grandes, apretada y uniformemente distribuidos en toda la mazorca, desde la base hasta la punta.

Pero, no satisfecho aún, pidió a las estaciones experimentales del Gobierno variedades especiales de maíz para cruzarlas con las suyas.

En 1931 y 1932 dejó el maíz sin protección contra los saltones y otros insectos dañinos, diciendo, como había dicho en tiempos de sequía: “Si una mata no resiste los ataques de los insectos, que perezca y no deje descendencia”. La vida se le iba haciendo más y más difícil.

Como no producía en su finca nada que pudiera vender, se vio obligado a pedir dinero prestado a su familia y al banco. En 1932, sus deudas ascendían a 32.000 dólares. Poco a poco se fue encaneciendo y las enfermedades lo reducían a cama con frecuencia, pero aun así, no cejaba en su empeño.

El único combustible de que disponía la familia para calentarse en los días de invierno, eran tusas de maíz. Lo único que lo sostenía en pie era su inquebrantable voluntad para sacar adelante sus experimentos y el pensamiento que había leído alguna vez y que repetía con frecuencia:

“En los campos de la vacilación blanquean los huesos de millones de personas que, cuando ya despuntaba la luz de la victoria, se sentaron a descansar y perecieron”.

En la primavera siguiente fue amenazado por el banco con un juicio hipotecario; mostrando sus preciosas mazorcas a los directivos de la banca, logró que se le dieran seis meses más de plazo; ellos entendían de eso, y las susodichas mazorcas les causaron muy favorable impresión.

Aconsejado por su esposa, Pfister vendió los pocos cerdos que le quedaban y envió una libranza postal a un fabricante de bolsas de papel.

Ese año cosechó cerca de 90 hectolitros del mejor maíz que hasta entonces se hubiera visto en el distrito de Woodford. Los agricultores que pasaban se detenían a mirar pasmados las hermosas mazorcas; ese maíz era el resultado de cruzamientos dobles; esto es, del de variedades obtenidas por otro cruzamiento; las mazorcas eran más grandes, tupidas y más pesadas que las de las plantas anteriores.

Cuando la esposa de Pfister vio el triunfo de su marido y se dio cuenta de lo esto significaba, no pudo resistir la emoción; ya no habrían mas penalidades, ni hambre, ni humillaciones.

Ese invierno, el dueño de un terreno propuso al agricultor que le diese maíz para sembrar, ofreciéndole en pago el 10 por ciento de la cosecha; al poco tiempo se establecieron en los alrededores 25 cultivadores mas, que producían anualmente más de 75.000 hectolitros de maíz que se enviaban al mercado con el nombre de “maíz Pfister”.

Este incansable campesino, que un día soñó con algo más que unas simples matas de maíz, y que por su inquebrantable voluntad sufrió hambre y miserias, terminó con una finca de más de 500 hectáreas y otras tantas arrendadas. A pesar de la guerra, su maíz le producía una utilidad bruta de un millón dólares por año.

El maíz, producto de su experimento, se cultiva hoy (1942) en los Estados de Iowa, Indiana, Illinois, Nebraska, Misuri y Ohio, aumentando las ganancias de los agricultores en diez millones de dólares al año.

(George Kent, Selecciones 1942)

 

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