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EL INMORTAL Y ENIGMÁTICO BOLÍVAR

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A fines del siglo XVIII, rompiendo los lazos que la ataban a Inglaterra, surge una república en la América del Norte. Poco tiempo después, los franceses toman la Bastilla y decapitan a Luis XVI; por Europa y el mundo comienza a circular la filosofía de la Revolución. Los criollos, que en América solo habían conocido hasta entonces la filosofía de Voltaire y de Rousseau, soñaban ahora en ser los amos de sus propios destinos y comenzaron a sembrar las semillas de independencia y libertad que los alegres y bravos vientos de esos días llevaban a todos los confines. España y sus colonias vivían sobre un barril de pólvora, y la misma España, sin darse cuenta, había prendido la mecha.

Dos años antes que Bolívar llegara al mundo, en la villa del Socorro, provincia del virreinato de la Nueva Granada, José Antonio Galán enciende la mecha que comenzará a alumbrar destellos de libertad; este caudillo sigue el mismo trágico destino de Túpac Amaru, el descendiente de los reyes Inca: vencido y hecho prisionero en el Perú, se le arranca la lengua, se le ata a un poste y se le obliga a que presencie la muerte de su mujer, su hijo y seis de sus compañeros, a quienes se descuartiza en la plaza pública atándolos a las colas de cuatro caballos, sufriendo Túpac el mismo suplicio. Son cosas que ocurren en 1781.

Dos años después nace en Caracas, en cuna rica y noble, un niño a quien se bautiza con el nombre de “Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacio”; a los tres años muere su padre, dejando a su prole rica herencia, en especial la hacienda de San Mateo, con sus sembrados de caña y el ingenio, la destilería de ron y la peonada; su madre, viuda a los veintisiete, queda al cuidado del pequeño, como de sus hermanos María Antonia, Juana María y Juan Vicente; Simón se torna caprichoso, agresivo e intratable.

El primer Simón Bolívar que vino a América, era de Vizcaya; se estableció en Caracas en 1589, cuando la ciudad solo tenía treinta y nueve años de fundada; vino de Regidor Perpetuo, y con él empezó a crecer y prosperar en América esta familia, en la cual no faltaron títulos nobiliarios, pues hubo el Marqués de Bolívar y el Vizconde de Cocorote.

Nuestro Bolívar crece; tiene ahora por maestro a uno de los mejores humanistas de América, don Andrés Bello; a éste le sucede un ser extravagante y estrambótico: Simón Carreño, o Rodríguez, o SamuelRobinson, nombre todos que usa al arbitrio de su fantasía; cuando este maestro habla, cita a griegos, romanos y franceses; lleva siempre en el bolsillo el Emilio de Rousseau, que para él vale más que una biblioteca.

Con Simón, va Bolívar a San Mateo; mientras Rodríguez habla siempre de Rousseau, Bolívar ha empezado a ser lo que fue más tarde: el primer jinete de los Llanos, es decir: del mundo.

Los esclavos del valle de Curimagua se han levantado; la mano fuerte del Gobierno colonial los vence: José Chiriños, el zambo, muere ejecutado en la plaza de Caracas; Bolívar tiene doce años y poco le interesa el espectáculo.

Pasan dos años: unos intelectuales insurgentes de España, han venido presos a la Guaira; en Caracas se conspira para libertarlos, pero el Gobierno madruga, caen los conspiradores, y poco falta para que Simón, el maestro de Bolívar, a quien su familia saca de la prisión, muera en el cadalso. Bolívar ve las jaulas siniestras que adornan las salidas de la ciudad, con las cabezas de los ajusticiados, parece que no le interesan; regresa a San Mateo, entra en la milicia de los blancos de Aragua, aprende el arte de la guerra; cuando vuelve a Caracas, Bolívar es más hombre y luce el vistoso uniformes de alférez.

Ahora Bolívar cruza el mar, tiene diecisiete años y su tío, Esteban Palacio, lo llama a Madrid. El lento buque de vela hace escala en Veracruz; Bolívar va a la capital: cuatrocientos kilómetros a caballo; en México ve de cerca una corte virreinal; también por esos lados hay inquietudes y levantamientos.., y cadalsos. Otra vez en el buque, que pasa por La Habana, avanzando hacia la Europa rutilante y que ancla, al fin, en un puerto de Vizcaya, la tierra de sus abuelos.

Bolívar es un joven criollo rico; en Madrid se asoma a las intimidades de la corte por la ventana de los favoritos; hace resonar los cascos de su caballo por las calles de Madrid.

En París se mezcla entre la muchedumbre que aclama a Napoleón, salvador de la República; conoce al héroe, cuyo nombre empieza a ser la admiración del mundo, pero aún la política no le interesa. Signo de la hora es el amor, y en Madrid ha dejado novia: es María Teresa Toro, nieta del Marqués de Ustáriz, en cuya casa ha vivido Bolívar; cuando el padre de la muchacha oye por vez primera a este caraqueño de diecinueve años, que repentinamente se enamora de su hija y, sin más rodeos le pide su mano y lleva la lleva a Caracas como su esposa. Cuando llega a la capital caraqueña, en San Mateo resuenan las vivas de alborozo en la bienvenida a la gentil pareja.

La fatalidad vuelve a su corazón: primero fue la muerte de su padre y ahora, ¡ocho meses tan solo!, dura su romance: por el camino de la montaña, en una noche triste y silenciosa, bajan los negros esclavos, llevando a María Teresa en una hamaca; Bolívar va a su lado; a la noble española la consume, en sus llamas, la fiebre del trópico, mientras Bolívar cierra con lágrimas el episodio fugaz de su matrimonio. El hogar que levantaron sus febriles manos, se ha hundido para siempre.

Ahora su fogosa juventud lo empuja de nuevo a Europa; es un vuelvo de la vida que le hará hundirse en el vértigo del mundo occidental, que le arrastrará a la lucha, y lo moverá al juramento de consagrar su vida a la causa de la libertad.

Bolívar es el criollo a quien se admira en los salones; hace correr el oro de la familia lo mismo en Londres, como en París; en Viena, en Madrid, en Lisboa, vive como un príncipe. El pintor Gil hace su retrato, mientras en la Ópera de París hay un palco señalado con su nombre; impone en la moda un sombrero llamado “chapeau Bolívar”.

Es un momento crítico de la historia; en la penumbra íntima de los salones se discute con vehemencia; en tertulias secretas, los americanos hablan de independencia; empieza a incubarse una pasión; se cuenta de quienes sufren prisiones en España por la libertad; de aquel don Antonio Nariño en Santa Fe de Bogotá, a quien muerden ahora los grillos de la cárcel por haber traducido los “Derechos del Hombre”.

José Félix Ribas, un venezolano amigo de Bolívar, asiste a las charlas secretas llevando el gorro encarnado de la revolución; en Notre Dame, Bolívar presencia la ceremonia en que Napoleón es coronado como Emperador, y dice: “Esa corona es una reliquia vergonzosa de tiempos tenebrosos..”

Ya no es Napoleón lo que seduce a Bolívar; en su ánimo empieza a dibujarse la verdad de su destino, y cuando así piensa, se cruza nuevamente en su camino aquel maestro extravagante de Caracas, que, desterrado, ha rodado por el mundo, con el libro de Rousseau en el bolsillo; Bolívar le acompaña, y en Roma, en la cumbre del Monte Aventino, con su maestro Simón como testigo, Bolívar jura librar de españoles al mundo americano.

Es el año de 1810 el de la libertad americana; Bolívar, que regresa a Caracas, encuentra a sus compañeros de París y de Madrid conspirando; vivas están en la mente de todos, las aventuras del general Francisco deMiranda, el precursor apasionado que combatió en los Estados Unidos al lado de Lafayette y en Europa bajo las banderas de Napoleón. Hace cuatro años Miranda se presentó en las costas de Venezuela a dar la primera batalla por la independencia de las colonias españolas, pero fracasó.

Las noticias que llegan de Europa entusiasman a los conspiradores de Caracas; España ha perdido la cabeza. En Bayona, bajo la presión de Napoleón, ha abdicado el rey, don Carlos IV. El heredero, Fernando, es prisionero del emperador francés, que nombra rey de España, a su hermano, José Bonaparte, el “Pepe Botellas”; el pueblo español se apresta a la defensa nacional. El cabildo de Caracas desconoce al representante del Rey. Por las calles se oye el grito de alborada: “¡Viva la libertad!”; Bolívar sale camino de Inglaterra, para buscar apoyo a los ejércitos que pronto habrán de formarse.

En Londres, Lord Wellesley, canciller del reino, recibe al “Coronel” Simón Bolívar, y sus compañeros Andrés Bello y Luis López Méndez; van a nombre de la junta de Caracas; por primera vez en sus vidas, Bolívar y Miranda se reúnen y de Londres salen para Venezuela a bordo del Avon y el Saphire, dejando al Ministro de España entregado a presentar quejas de cancillería por la inaudita tolerancia de Inglaterra.

La guerra en América ha empezado: el 3 de julio de 1811, en Caracas se reúne un congreso que declara la independencia de Venezuela; pero la guerra va a ser dura y difícil; los primeros encuentros son inciertos; hay derrotas. Bolívar hace su primer ensayo al frente de un pequeño ejército y obtiene un triunfo de poca importancia. El español Monteverde, gana a Coro para la causa del Rey; muchos dudan; tan bruscos son los cambios de la fortuna y tan insólito es lo que ocurre, que nadie sabe si provocar a España, es provocar al mismo Dios.

Y para colmo, el Jueves Santo, a las cuatro de la tarde, cuando todo en la ciudad estaba tranquilo y los cristianos recordaban la institución de la Eucaristía y el lavatorio de los pies, de pronto se oyen ruidos subterráneos: es el terremoto del año 1813: nubes de polvo se levantan al derrumbarse viejas casonas, se oyen gritos de los agonizantes. Los curas realistas aprovechan la oportunidad y exclaman al unísono: “¡Es el castigo de Dios!, ¡la culpa es de la revolución!”; Bolívar corre de un sitio a otro prestando auxilios, recogiendo heridos, salvando a cuantos puede, pero cuando escucha lo que dicen los ministros y ve que toma cuerpo en las gentes sobrecogidas de pavor, salta airado callando a los realistas y enfrentando a la muchedumbre, grita dominándola: “Si la naturaleza conspira con el despotismo y pretende atajarnos, lucharemos contra la naturaleza y haremos que nos obedezca”.

La guerra empieza a resolverse a favor de los realistas; por la traición de Vinoni, un oficial venezolano, que militaba en el ejército patriota, entregó a los españoles la fortaleza de San Felipe y volvió sus bocas de fuego contra las propias tropas de su superior; Bolívar pierde a Puerto Cabello, dejándole una dolorosa herida en el corazón; Miranda capitula en un sitio que –triste ironía-, se llama “La Victoria”. Monteverde, el realista, se hace dueño de la situación; la primera república de Venezuela, que acababa de nacer, ha muerto.

Poco después, Miranda es enviado a Cádiz, y morirá en la Carraca encadenado al muro de la prisión; milagrosamente, Bolívar escapa a Curazao; todo lo que fue suyo –sus casas, haciendas, su inmensa fortuna- queda en manos de los realistas. El criollo rico, que hizo sensación en Londres y en París, se ve ahora desterrado, sin una moneda en el bolsillo, en una isla del Caribe.

Bolívar echa una rápida ojeada al mundo que lo rodea: Cartagena, el puerto de la Nueva Granada, está en poder de los patriotas, y hasta allá se dirige; este hombre, vencido pero audaz, entra a la ciudad lanzando un manifiesto que levanta el entusiasmo de los revolucionarios. El “hijo de la infeliz Caracas” sabe que allá la guerra se ha perdido por culpa de sus mismos paisanos y que han tenido filósofos por estadistas, y sofistas por soldados; en esta hora turbulenta el gobierno debe mostrarse terrible y armarse con fiereza contra todos los peligros; es la primera gran proclama de Bolívar, que es leída por los patriotas y que responden confiándole su ejército.

Pero, ¿cuál ejército?: son apenas unos cientos de hombres que tienen por delante el inmenso territorio de la Nueva Granada, donde se jugará la suerte de la futura Gran Colombia, sueño que ya se dibuja en la proclama de Bolívar.

Mete sus soldados en unas malas barcas y en las horas de la noche comienza a subir el inmenso rio Magdalena, para limpiarlo de enemigos, con ¡doscientos hombres!; quiere sorprender a los realistas, y los sorprende. En el puerto de Tenerife está la primera guarnición. Moviéndose en las sombras, Bolívar se aproxima; el comandante de la plaza despierta al grito de: “Si no os rendís, descargo mi artillería”;Bolívar no tiene ni un cañón. El comandante, que se cree atacado por todo un ejército republicano, se entrega. En seguida, Bolívar, ya mejor armado, cae al puerto siguiente: Mompox, y, también aquí los realistas se engañan pensando que avanza un gran ejercito y huyen despavoridos.

Bolívar ha limpiado de enemigos las bocas del rio Magdalena. “¡Aquínació mi gloria!”, exclama entusiasmado. Y, en efecto, esta primera campaña suya es una obra maestra que le ganará la confianza de los pueblos. Un historiador alemán, Gervinus, en su “Historia del siglo XX”, dirá de ella que no es inferior a ninguna entre las más audaces que haya conocido el mundo europeo.

Bolívar está ahora en una orilla del gigantesco río, rodeado de selvas, mirando al fondo los estribos de la cordillera de los Andes; detrás de esas montañas está su Caracas, y él tiene que volar a libertarla; del cálido fondo del valle sale con sus tropas, y empieza a trepar la cordillera. A medida que sube, va chocando con fuerzas españolas; en seis días da igual número de batallas y en todas obtiene la victoria; con la gente que se le une y las armas que toma a los españoles, el suyo empieza a parecer un ejército de verdad.

Pronto puede dirigirse al Congreso de la Nueva Granada, diciéndole que deja abierta a los patriotas la navegación del rio Magdalena, y que ha destruido las fuerzas realistas; tiene cien prisioneros, y bastantes municiones; pide al Congreso licencia para ir, con tropas colombianas, a liberar a Venezuela.

Dos meses antes, Bolívar era en la Nueva Granada un desconocido, que llegaba de Venezuela sin un céntimo en el bolsillo; ahora ya es un hombre famoso, que por los duros caminos de la patria, guía un cuerpo de apasionados revolucionarios; tremendos desfiladeros, por donde vigilan en acecho los indios bravos; es la primera experiencia suya al frente de un ejército en los Andes, pero que su inquebrantable no tiene límites. Avanza, y cuando de nuevo pisa tierras venezolanas, exhorta a sus soldados diciéndoles: “Vosotros, fieles republicanos, marcháis a redimir la cuna de la independencia colombiana, como las Cruzadas libertaron a Jerusalén, la cuna del Cristianismo”.

Ahora, cuando Bolívar llega a las aldeas y ciudades, se le recibe como a un héroe; ya está en Mérida, ya en Trujillo, donde los pueblos, ebrios de entusiasmo, aclaman su libertad. Cierto día recibe un mensaje que le preocupa hondamente: Tizcar, el comandante español, ha ordenado a sus tropas que combatan sin dar cuartel a quienes se entreguen; Bolívar, entonces, decreta la guerra a muerte:

Los bárbaros españoles os han aniquilado con la rapiña y os han destruido con la muerte; han violado los derechos sagrados de las gentes; han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y, en fin, han cometido toda clase de crímenes, reduciendo la república de Venezuela a la más espantosa desolación. Así, pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Todo español que no conspire contra la tiranía a favor de la justa causa, por los medios más activos y eficaces, será tenido por enemigo, castigado como traidor a la patria, y en consecuencia será irremisiblemente pasado por las armas”.

Y pisando cada vez más fuerte, sin detenerse, avanza hacia Caracas; Valencia se le entrega sin un tiro; Monteverde, comandante del ejército español, huye a Puerto Cabello; una comisión llega a hablarle a nombre del Gobierno realista de Caracas, que se da por vencido. La recibe en La Victoria: el mismo sitio en donde Miranda había capitulado. Es un glorioso final.

La entrada a Caracas es una apoteosis: la muchedumbre lo espera a las puertas de la ciudad, bajo un arco de flores; se ha preparado para el héroe un carro romano cubierto con hojas de laurel y decorado con águilas doradas; Bolívar lleva un vistoso uniforme blanco y azul, bordado en oro.

Esta campaña relámpago, de triunfos fulgurantes, deja en manos de Bolívar una república sin más bases que su propia fe; los realistas y la guerra han arruinado el país; es preciso imponer contribuciones a los españoles para rehacer la hacienda. El Ejército no ha recibido paga alguna; y si Bolívar ha limpiado el camino que viene desde Nueva Granada hasta Caracas, los realistas están en muchas partes hostilizando y amenazando; Puerto Cabello aún está en su poder, y han llegado allí mil doscientos españoles en la flota que vino de Puerto Rico.

Todos los días hay escaramuzas: en una batalla, Bolívar pierde al más apuesto y joven de sus oficiales: el neogranadino, Atanasio Girardot; en las laderas del Bárbula, cuando su juvenil audacia de abanderado le empujó hasta la cumbre para clavar allí la insignia de la patria, cayó acribillado por las balas; Bolívar exalta el recuerdo de este héroe en forma impresionante: pone su corazón en una urna dorada para llevarlo a Caracas, y mientras los pueblos se cubren de negros crespones, la procesión que conduce la reliquia camina día y noche, hasta llegar a Caracas que recibe conmovida ese fruto amargo de la victoria.

Caracas ve que nadie está más cerca del pueblo que Bolívar; le da un título que será luego el de su gloria: Libertador de Venezuela. Pero el “Libertador”, que con gran emoción recibe el homenaje, ve que a lo lejos y en su entorno se agolpan nubes peligrosas; crece el poder de sus enemigos: Ceballos sale de Coro con 1.300 realistas; Salomón avanza sobre Valencia con 1.200; con 2.300 jinetes, Boves amenaza a Caracas, y Yáñez envía sus 2.500 a los llanos de Apure.

El 5 de diciembre de 1813, Bolívar da su primera gran batalla, en las llanuras de Araure; y la da a raíz de su primera derrota, cuando en Barquisimeto una orden de retirada, dada por error, le arrebató de las manos el triunfo. Pero el combate de Araure es cosa grande: 4.800 hombres tiene Bolívar, sobre 5.200 de los realistas; la pelea dura todo el día, mientras Bolívar observa desde una colina los movimientos de sus cuatro columnas, su caballería y su artillería; los españoles, puestos en fuga, deja mil muertos en el campo y setecientos prisioneros en su poder.

La victoria parece afirmar la liberación de Venezuela. ¡Ilusión, vana ilusión!; por el lado de los Llanos empieza a formarse la legión infernal: la legión de Boves; son partidas, muchedumbres de jinetes que, de asalto en asalto, llevan el terror a los pueblos.

Boves es un hombre cruel, “que no parece haber sido amamantado con leche de mujer, sino con la de los tigres y las furias del infierno”–como dirá Bolívar-. Tiene todo el aire salvaje que ha traído de los hatos del Llano, y tras él galopan ocho mil jinetes que no desdicen de su capitán.

Dos victorias de Bolívar–la de Carabobo, y la que obtiene en su propia hacienda de San Mateo-, hacen apenas retardar la tormenta. Llega un momento en que fatalmente cae Valencia, mientras Boves avanza hacia Caracas, que no tiene cómo defenderse; viene entonces la emigración en masa de los patriotas. Lo que ahora dirige el “Libertador” no es un ejército, sino una muchedumbre de diez mil personas, que huyen de la ciudad y que caminan veinte días con sus noches, para buscar un último refugio en Barcelona; y a la cabeza de todos, envuelto en su capa oscura, hundida la barba en el pecho y consumido por el infortunio, va Bolívar.

La ola de la reconquista española avanza por todas partes; Bolívar se pone a salvo en la isla de Curazao. La prueba de la derrota empieza a minar la moral de sus compañeros que le vuelven la espalda y lo calumnian. Él ha perdido todo; las que fueron sus inmensas riquezas están en poder del gobierno español, y sin embargo se le acusa de haber tomado dineros de los patriotas.

Solitario, pero empecinado en la liberación, por segunda vez dirige sus ojos hacia la Nueva Granada, y vuelve a Cartagena; esta vez se presenta sin un soldado a rendir cuentas del ejército que se le había confiado para liberar a Venezuela. El Congreso está reunido en Tunja, y a Tunja va a entregarse como un prisionero que quiere someter su conducta al juicio de sus conciudadanos. En el Congreso se le recibe con una gran ovación.

“General –le dice el presidente, don Camilo Torres- vuestra patria no muere mientras viva vuestra espada: con ella, vos la rescatareis de sus opresores”.

Estas palabras generosas se pierden en el tumulto de los acontecimientos; no está lejano el día en que el propio don Camilo, que las ha pronunciado, muera en el cadalso. España se ha recuperado en Europa; Fernando VII ha vuelto al trono con una idea fija: Reconquistar a América. Pablo Morillo, un militar que ha combatido contra Napoleón, sale para América, en 76 navíos repletos de armas, y con 15.000 soldados de verdad. Por primera vez España va a lanzar todo su poderío sobre la masa de campesinos, que es lo que componen los ejércitos de Bolívar. Y mientras hay vacilaciones y celos entre los oficiales revolucionarios, Morillo cae sobre Venezuela, mientras un formidable ejército avanza hacia el interior de la NuevaGranada, dejando desolación y muerte por todos los caminos.

Como huyeron las gentes de Caracas, ahora huyen las de Bogotá, y en los patíbulos entregan sus esperanzas y sus vidas los criollos más ilustres que se pusieron al servicio de la Revolución; Bolívar, viendo el vacio en torno suyo, busca refugio en Jamaica.

El héroe toca el fondo de su propio abismo; el duque de Mánchester, gobernador de la isla, que suele estar con él, dice: “La llama ha consumido el aceite”. Maxwell Hyslop, un inglés de quien se hace amigo y que le ayuda prestándole dinero, recibe cartas de Bolívar en donde el humor sonríe sobre la tragedia: “No tengo ni un centavo, y la lavandera, que es unalma paciente, se niega a lavar mi única camisa”; meciéndose impaciente en su hamaca, ve pasar, en el mundo de los sueños las sombras de sus pueblos, mientras Venezuela y la Nueva Granada se desangran.

Escribe muchas cartas, recibe visitas de muchos refugiados. Una comisión del Congreso de la Nueva Granada va a suplicarle que de nuevo se ponga el frente del Ejército, pero al mismo tiempo sabe que la guarnición de Cartagena y el Congreso no logran entenderse. Bolívar, agradece el llamado, pero rehúsa aceptar.

Una noche se desliza hacia su hamaca un asesino y descarga el puñal sobre quien allí duerme: el destino quiso que Bolívar no pernotara allí esa noche, como era lo esperado, sino su amigo Félix Amestoy. El criminal, un antiguo sirviente de Bolívar pagado por ciertos españoles, es ejecutado en la plaza de Kingston.

De todo este fondo de miserias y desventuras, surge el mejor documento que en su vida escribiera Simón Bolívar: La Carta de Jamaica. Es un escrito ambicioso y profético, donde hace una pintura de lo que será América para sí y para el mundo; predice las dictaduras de Argentina y de México, la anarquía del Perú, todas las desventuras e ilusiones de América.

“…Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto lo es para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las republicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo….”.

Seis meses permanece Bolívar en Jamaica; es imposible estar allí más tiempo; sabe que Cartagena está sitiada, y hacia allá se encamina; pide doscientos pesos prestados y fleta una goleta. En altamar tiene noticias de que Cartagena se ha rendido, y, con otros emigrados, vuelve proa hacia Haití. En esta república de negros, que ha sabido sacudirse el yugo de Francia y derrotado a las fuerzas de Napoleón, va reuniéndose un grupo de revolucionarios que encuentran allí cálida acogida.

Más aun: se ofrecen a Bolívar y a sus compañeros, armas y municiones. Pero, ¿hacia dónde encaminarse?: hacia Venezuela, allá puede darse la batalla definitiva. Tanta fe tiene Bolívar, que un día se embarca, desciende en la isla de Margarita, proclama una vez más la independencia de Venezuela y establece un gobierno.

La isla de Margarita no es ni una milésima parte del territorio venezolano, que está en poder de Morillo con sus diez mil veteranos de España y no sabe cuántos miles de criollos realistas; Bolívar se anticipa a decretar la libertad de los esclavos, anuncia que terminará la guerra a muerte si los españoles dejan sus despiadadas persecuciones; pero, no tiene para respaldar estas palabras nada distinto de su fe.

Por fin, un día llega a tierra firme, y avanza hacia Barcelona. El primer jefe patriota con quien se abraza es el general Arismendi; pasan revista a las tropas reunidas de los dos jefes: ¡Setecientos soldados en total! Con esta base, el Libertador se lanza a una campaña que no terminará sino el día en que los españoles sufran la última derrota en el corazón del Perú.

Tomar a Caracas en bien difícil; Bolívar lo intenta, y sufre una derrota. No hay sino un camino seguro, que es ir al Orinoco y hacerse fuerte en los Llanos; es el que él escoge. El primer paso ha de ser tomar el puerto de Angostura, y Angostura cae, con ayuda de los haitianos; el camino de la llanura sin límites está abierto.

En esa llanura, un “tigre” ha venido mordiendo los flancos del Ejército español, hasta infligirle, al general Morillo, su primera derrota. Ese Tigre de los Llanos es el general Páez; un jinete cabal que, por su valor y audacia se coloca el primero entre todas las gentes de la sabana. Día llegará en que, ya en el final de su vida, nobles y poderosos le agasajen en Europa, la emperatriz Eugenia le distinga como su huésped de honor, lo aclame el presidente de los EE. UU y que por las calles de Nueva York desfilen las tropas en su honor.

Por ahora no es sino el gran jinete, el centauro, que por primera vez se abraza con Bolívar. Los dos gigantes han descendido de sus cabalgaduras, avanzan el uno hacia el otro y, delante de sus tropas que se abren en silencio en calle de honor, se echan los brazos y juntan sus cabezas.

Hay un tercer personaje en los Llanos, que ha reunido el grupo de tropas de su patria, avanza con ellos: el granadino Francisco de Paula Santander.

La primera batalla que dan estas tropas reunidas y que muestra de cuánto son capaces los llaneros, es la de Calabozo: estos mozos casi desnudos, se arrojan contra una escuadrilla de lanchas armadas que tienen los españoles en la mitad del torrentoso Apure. Lo inaudito de esta resolución da la victoria. Cunninghame Graham dirá que es la primera vez en la historia que la caballería ataque a una flota armada. Bolívar asiste emocionado a este espectáculo y advierte de un golpe de vista lo que valen los llaneros, pero pierde en esta ocasión las ventajas de su triunfo.

Le tienta la idea de libertar a Caracas, en donde están las fuerzas de Morillo. Avanza a Maracay, a La Victoria y a su antigua hacienda de San Mateo; pero al dar la batalla final, la de La Puerta, la pierde; esta campaña ha sido precipitada, en donde los ejércitos de la República, todavía mal adiestrados, van a chocar con regimientos de veteranos que llevan los nombres de victorias famosas ganadas por los españoles en las guerras napoleónicas, y que son comandadas por el mismo Morillo, el feroz Boves y otros de no menos bravura y experiencia.

El choque es tremendo. Hay un momento en que la victoria parece inclinarse al lado de los patriotas, pero viene de pronto un refuerzo de tropas frescas que determina una decisiva superioridad de los españoles. El ejército patriota se retira en desorden, con una pérdida de mil hombres.

Con esta derrota Bolívar empieza a meditar en la única solución posible: idea loca, pero heroica, apena verosímil: con sus llaneros, casi desnudos, trepar la Cordillera de los Andes, cruzarla por la región de los páramos, subir tres mil metros desde el fuego de la llanura hasta el hielo de Pisba, para atacar a los españoles en el corazón del viejo virreinato de la Nueva Granada. Mientras madura esta descabellada idea, la vida de los Llanos está llena de asechanzas y colorido; Bolívar ya no es el criollo que discurrió alegremente por las capitales de Europa con la frescura de los vientos; el sol ha quemado su piel, y la llamarada de sus ojos se ve más honda; usa el mismo sombrero de paja de los llaneros y calza alpargatas. Pero está en la plenitud de su vida.

En este mundo contradictorio, Bolívar se cree en el centro de una república de verdad, de un estado que debe darse una constitución y que bien puede iniciar relaciones con las potencias europeas. Convoca un congreso que ha de reunirse en Angostura; envía a Santander para que aliste gentes de la Nueva Granada, con el secreto propósito de cruzar los Andes. Funda El Correo del Orinoco.

Y así, se reúne el Congreso de Angostura; Bolívar pronuncia el discurso inaugural, que luego figurará como una de las importantes piezas políticas; traducido al inglés y al francés, se envía a los gobiernos extranjeros. Los diputados son veintitrés; algunos han llegado descalzos y a lomo de mula. Ante ellos, Bolívar renuncia al poder civil, y sólo pide que se le permita retener el mando del ejército; el primer día de la paz, será el último de su mandato. La dictadura no puede continuar por más tiempo; si el pueblo se acostumbra sólo a obedecer y a que lo manden, de ahí nacerá la usurpación y la tiranía.

Pasa revista a las grandes ideas políticas de los tiempos, desde Grecia y Roma, hasta la reciente formación de los Estados Unidos; además presenta un proyecto de constitución en que establece la igualdad civil, la libertad religiosa y la abolición de la esclavitud; pide que haya una presidencia vitalicia, un senado hereditario y una cámara de elección popular. El poder judicial lo presidirá una corte de cinco miembros nombrados por el Congreso.

Antes de salir de Angostura, Bolívar ha tenido uno de esos rasgos teatrales que usa siempre para sorprender a quienes quiere impresionar: da un baile en honor de un agente del Gobierno de los EE. UU, a quien llama “el embajador americano”; en la mesa, que preside vistiendo ostentoso y brillante uniforme, pronuncia un discurso exaltado; al terminar, de improviso salta sobre los manteles y marchando con paso seguro entre el ruido de los cristales que se quiebran, exclama: “Como cruzo esta mesa de un extremo al otro, marcharé del Atlántico al Pacífico y de Panamá hasta el Cabo de Hornos, hasta expulsar del suelo americano, al último español”.

Y marcha a la guerra; es presidente titular del Estado, pero deja al vicepresidente en ejercicio; no ha escogido la vía del Orinoco, va por tierra, nadie sabe a dónde, a cruzar los llanos. En Arauca recibe un mensaje de Santander: ha formado un nuevo ejército de neogranadinos, y despejado de españoles la vertiente oriental de la cordillera de los Andes; el camino para ir a la Nueva Granada, está abierto.

En el Hato del Setenta, la noche del 23 de mayo de 1819, sentados los oficiales en calaveras de vacunos, Bolívar tiene un “consejo”: por primera vez revela el destino final de la campaña: “cruzar la cordillera de los Andes”.

Y empiezan las marchas; con el agua a la cintura, bajo fuertes lluvias, o bajo el sol de fuego, una, dos, tres semanas, en el cristal sin límites de la pampa, se ve serpentear la tropa. Al fin, la imponente mole de los Andes empieza a perfilarse. Del agua y del lodo va saliendo este espectro de milicias. Con mano temblorosa empiezan a agarrarse de las rocas que caen verticales sobre la llanura.

Vacila el casco firme de los caballos, pero la tropa sube y sube, y a medida que sube, la mano helada del páramo se afirma en el cuerpo semidesnudo de los llaneros que sienten por primera vez en su vida estas terribles garras. Es una escalera de dos mil metros de altura cuyos peldaños van quedando pintados de cadáveres.

En lo más alto, en Pisba, en una clara noche, la luna cae vertical sobre estos hombres que marchan tiritando; el que no avanza, muere. A algunos se les flagela para que no se detengan, para que no caigan entumidos. Pero son muchos los que quedan clavados por las agujas del frio; tres mil doscientos iniciaron el ascenso, pero solo mil doscientos verán con vida la otra vertiente de estos montes. Las caballerías, el ganado, todo se lo han llevado los rigores del páramo…

Ya se ve el otro lado; por las colinas bajan los soldados, los sobrevivientes que van a enfrentarse con el ejército español; doscientas cincuenta leguas han caminado desde Angostura dando batallas donde las tropas de Morillo se les han interpuesto. En cuatro meses se lleva así a cabo una de las hazañas más salientes que registren los anales de la historia militar del mundo. Ahora pelearán contra veteranos que, bajo las órdenes de Wellington, derrotaron a Napoleón.

En Santa Fe de Bogotá, capital del virreinato de la Nueva Granada, el virrey Sámano espera noticias del ejército real; apenas puede creerse que Bolívar haya aparecido de súbito, cruzando los Andes por los caminos del altiplano que conducen a la capital. En el primer encuentro, tres mil españoles muy bien armados sufren tremenda derrota a manos de un puñado de patriotas desarrapados y endémicos. Bolívar no pierde ni un minuto; a diario centenares de campesinos se suman a su ejército y a marchas forzadas siguen a dar la batalla que habrá de sellar la independencia de Colombia.

El encuentro ocurre el 7 de agosto de 1819: en el fondo de un vallecito por donde corre el río Boyacá, los dos ejércitos, que con ímpetu descienden de las faldas de los montes, se lanzan en desenfrenada acción; en pocas horas se gana la más gloriosa de las victorias: mil seiscientos soldados y treinta y nueve oficiales del ejército español se entregan con todas sus municiones; el virreinato de la Nueva Granada queda libre , mientras el virrey emprende una fuga tan acelerada, que ni se acuerda de un millón de pesos que queda en las cajas reales.

En Bogotá, la asamblea del pueblo proclama a Bolívar Libertador de laNueva Granada y ciñe sus sienes con una corona de laurel: él la entrega a Santander y a Anzoátegui, jefes de las divisiones vencedoras; la muchedumbre aclama a los soldados descalzos.

Ha pasado un mes del triunfo en Boyacá; Bolívar inicia las labores del gobierno, pero sabe que su puesto está en los campos de batalla y que Venezuela ha quedado en poder de los realistas; de nuevo parte para su patria, dejando al vicepresidente Santander como presidente en ejercicio. En Barinas se encuentra con Páez y le hace un relato de las proezas realizadas. Bajando el Orinoco, cruza con una flechera que lleva izada la bandera de general.

- ¿Qué general sube?- pregunta el Libertador.

- El general Sucre, Excelencia.

- ¿Sucre? No hay tal general. Hágale usted señas para que venga a tierra.

Las dos flecheras se dirigen a la playa, y Bolívar ve por primera vez a este hermoso soldado de apenas veinticinco años, que hace su presentación con un breve relato de su carrera. Respecto a su grado, dice:

- “Excelencia, nunca he pensado en retener mi rango sin vuestra aprobación”.

Cuando Bolívar se despide del “general” Sucre, ya lo lleva en el corazón; está lejos de pensar que con el tiempo será el más amado de sus soldados y el más fiel de sus amigos.

En Angostura, Bolívar se encuentra con el desorden y la anarquía que en cierta forma son la maldición de América. Al compás de luchas internas, el gobierno ha pasado de unas manos a otras; Bolívar tiene que realizar una obra maestra para poner de acuerdo a las gentes, imponer el orden, para luego regresar a los doce días por el mismo camino que había venido. Hacer uno solo de estos viajes es bastante para escribir una bonita historia; hace tres de esos viajes en un año, pero de Angostura no sale sin echar las bases de la Gran Colombia: convoca el congreso que habrá de reunirse pocos meses después en Cúcuta.

Otra vez en Santa Fe de Bogotá. Bolívar no se detiene. Viaja a una y otra parte, reconociendo palmo a palmo, con sus propios ojos, la tierra en que se afirmará su gloria. Ahora se dirige hacia Cúcuta, la sede del congreso de su “Gran Colombia”. Cúcuta queda en la frontera con Venezuela, y en Venezuela aún están vivas las fuerzas del generalísimo español Morillo. Pero esta vez el general Morillo envía a Bolívar una comunicación que –cosa extraña- está dirigida a “Su Excelencia, el Presidente de la República”. El español propone un armisticio; los dos jefes, que simbolizan la causa de América y la de España, convienen en una entrevista.

En Trujillo, se reúnen y después de abrasarsen departen amistosamente; es una reunión extraña que llena de asombro a cuantos la presencian. Después de todo, y cuando pasen los días, solo quedará como un impresionante recuerdo, que Morillo relatará con palabras que muestren la admiración que fue creciendo en él hacia el Libertador americano. Y pensar que cuando Bolívar llegó al campo de la entrevista, cabalgando en una mula y sin que ningún uniforme ostentoso realzara su cuerpecillo mediano y enjuto, apenas si pudo ser distinguido por las gentes de la comitiva española.

El armisticio es fugaz; pronto desaparece entre el humo de la pólvora; el 24 de junio de 1821, Bolívar da la batalla que sella la independencia deVenezuela: Carabobo. Hace menos de dos años que dio la batalla de Boyacá, y ahora su ejército es más grande que el español. Los seis mil quinientos hombres que dirige, aniquilan en la llanura a los cinco mil españoles en un día lleno de emoción llanera. Páez y los de su tropa realizan allí hazañas inmortales. Cuando esta vez el Libertador entra en Caracas, es para anunciar el triunfo definitivo de los patriotas.

La tarea del guerrero ha terminado en el norte; ya Venezuela y la Nueva Granada nada tiene que temer en sus fronteras, el gobierno español se ha ido; pero al sur España sigue dominando, y el juramento de Bolívar ha sido no descansar ni un momento mientras en el suelo americano se encuentren españoles que pretendan destruir la libertad de sus pueblos.

El 13 de diciembre de 1821 el Libertador sale de Bogotá a la cabeza de 3.000 soldados; ve claro que la última batalla de América hay que darla en el Perú, ya que es allí donde los españoles conservan su última y más firme defensa. Argentina y Chile ya conquistaron su independencia y San Martin avanza hacia el Perú, movido por las mismas ideas que embargan la mente de Bolívar.

El Libertador, que ha cruzado los Andes de oriente a occidente, los va a recorrer ahora de norte a sur, siguiendo los más fragosos y difíciles caminos. La barrera más brava de franquear la forman las montañas y los realistas de Pasto, cerca de la frontera entre Nueva Granada y Ecuador. Bregando Bolívar por abrirse paso, cuando, por los lados del sur, escucha un grito de alborozo: es la victoria de Pichincha, ganada por aquel “general” Sucre, el joven a quien Bolívar abrazó en el Orinoco. Pichincha es la que da la libertad del Ecuador, como lo fueron Boyacá para Colombia y Carabobo para Venezuela.

Salvados los últimos obstáculos de Pasto, Bolívar se dirige a Guayaquil para tener una entrevista que será decisiva en el curso de la historia americana: la entrevista con San Martín; los dos libertadores que han arrebatado de las manos de España el norte y el sur de la América meridional, ahora planearán la campaña que consolide sus victorias.

El Libertador llega a Guayaquil catorce días antes que San Martín; cuando éste aparece a bordo del “Macedonia”, una comisión enviada por Bolívar va a saludarlo y a dar la bienvenida al Libertador del Perú que llega a “suelo colombiano”. En estas palabras, y en la anticipación de Bolívar para llegar a la entrevista, queda resuelto uno de los puntos que iban a tratar los Libertadores: “si la provincia de Guayaquil habría de quedar bajo la bandera de Colombia, o bajo la bandera del Perú. SanMartín permanece esa noche en el buque y al día siguiente, muy de mañana, llega Bolívar; los dos héroes se abrazan y bajan a la ciudad que, vestida de flores, los aclama; ya por la noche los dos se retiran a dialogar; nadie es testigo de lo que allí se comenta, ni de las tres conferencias que celebran al día siguiente, pero después de esta entrevista, San Martin deja el campo libre a Bolívar. Cree concluida su vida pública y sale para Europa a terminar allí su vida.

Más de un año demora Bolívar en el Ecuador, y en cuatro ocasiones recibe la petición de los peruanos de que vaya a terminar la obra de la libertad americana. Los patriotas no dominan allí sino una estrecha faja contra el mar, que comprende a Callao, Lima y Trujillo. En el interior, está el ejército español con 18.000 hombres.

Bolívar entra triunfante en el Perú, pero se encuentra con la cruda realidad de la guerra; debe entonces enderezar el gobierno de un pueblo atormentado por las luchas políticas. En primer término hay que someter a Riva Agüero, que en Trujillo estableció un gobierno propio. Hacia allá se dirige Bolívar con lo poco que tiene de ejército, logrando un triunfo incruento; Riva Agüero se fuga, camino de Europa; el panorama no puede ser más desolador: con lo que tiene de tropas no se puede, ni en pensamiento, enfrentar al inmenso ejército español, le falta dinero, y para completar, él mismo se encuentra enfermo. En un pueblecillo, Pativilca, en un día lluvioso, solo, alicaído, lo encuentra don Joaquín Mosquera: Bolívar le pinta el cuadro patético de su situación:

- Y Su Excelencia, ¿qué pretende ahora?-, pregunta don Joaquín.

Y Bolívar, incorporándose de un salto, y encendiendo la llamarada de sus ojos, exclamó:

- ¡Triunfar!, don Joaquín, ¡triunfar!.

Y con actividad sin precedentes, Bolívar se entrega a crear, a organizar un ejército de 9.000 hombres, levantando dinero a la fuerza, reclutando hombres y caballos, tomando oro y plata de las iglesias, haciendo viajes tremendos al interior a los Andes, a tierras las cuales nunca habían pisado hombres blancos; sin darse ni un momento de descanso, aunque lo quema el fuego de su enfermedad que ya comienza a debilitarlo.

En septiembre del año 1823 llegó al Callao; ahora estamos en mayo del 24 y ya tiene situados, en distintos lugares del norte del Perú, a 5.000 soldados de las tropas colombianas y 4.000 de las peruanas; meses después pasa revista a sus tropas, que están alineadas para dar la batalla de Junín, en la vasta llanura que está en la corona de los Andes, al lado de la laguna de los Reyes.

- “¡Soldados”, -exclama: -“vais a completar la obra más grande que el cielo ha podido encargar a los hombres: la de salvar de la esclavitud a un mundo entero ; el Perú y la América toda aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria; y aún la Europa liberal os contempla con agrado, porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo…”.

Detrás de estas palabras de Bolívar echan a galope los caballos, corren los infantes, vuelan las banderas, y el ejército español de Canterac queda barrido.

Lo que sigue es un delirio de victorias; la última batalla, Ayacucho, la da Sucre con sus 5.780 hombres que, con una sola pieza de artillería, derrotan a 9.310 españoles. El último de los virreyes sale vivo gracias a la generosidad del vencedor. Las campanas de Lima se echan al vuelo; el palacio de Bolívar es una corte esplendorosa que adorna la gracia incomparable de las limeñas. Bolívar declina los poderes dictatoriales, pero el Congreso le obliga a conservarlos por un año más. Él convoca el Congreso Internacional de Panamá, invitando a todas las naciones de la América hispana y pidiendo a los EE. UU e Inglaterra que envíen sus representantes.

Está en el apogeo de su gloria; quince años abarcan sus guerreras hazañas; ha librado del poder español a Venezuela, Nueva Granada, Quito y Perú, que luego serán las republicas de Venezuela; Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Panamá, por su propia voluntad, se ha colocado bajo su protección. Estas tierras representan diez veces la extensión territorial de España. El juramento que hizo en la cumbre del monte Aventino, en Roma, está cumplido.

Cuando Bolívar entra triunfalmente en Quito, después de la batalla de Pichincha, entre las mujeres que lo vitoreaban se encontraba una de 22 años, casada con un médico inglés, el doctor Thorne. Aquella noche, en el baile, fue para el Libertador la mejor pareja de la fiesta; había vivido su infancia en Lima, respirando un aire de alegre libertad; se enamora locamente de Bolívar y desea compartir su suerte. Parte con él, y, amazona, con uniforme de dragones y lanza en mano, le sigue en sus campañas. Bolívar la llama “mi amable loca”. Los soldados, “laLibertadora”. La historia habrá de recordarla con su propio nombre, Manuelita Sáenz. En Lima comparte con Bolívar la vida del palacio, y cuando él va al Alto Perú, es su compañera.

Por sexta vez Bolívar renuncia, como Presidente, a regir los destinos de Colombia. Santander seguirá en el gobierno; el Libertador marcha al Alto Perú, donde una nueva nación llevará su nombre: Bolivia. Allí el Congreso le aclama Padre de la República y Jefe Supremo del Estado. Desde luego, Bolívar no ejerce esta autoridad y regresa a Lima. Allí redacta una constitución para Bolivia, en donde renueva su pensamiento de la presidencia vitalicia y muchas de las ideas que ya había esbozado en Angostura.

Ahora, lo que Bolívar tiene ante sus ojos, es un mundo totalmente diferente; ya no hay españoles en América, pero la anarquía reina en Venezuela, donde se piensa en coronarlo emperador. En Lima, la vida cortesana lo asfixia. Los amores de Manuelita, unas veces le alegran, otras lo incomodan. Resuelve volver a Colombia; es inútil que los peruanos le supliquen que no salga de Lima. Él sólo les pide que se defiendan de la anarquía. Y, ya enfermo, mordido por la fiebre, emprende el viaje de retorno, no con la expedición de otros tiempos, pero aun con bastante vigor para hacer en veintiún días los 2.000 kilómetros de distancia que hay entre Lima y Bogotá, pasando por caminos infernales.

Cuando entra a Bogotá, hay algo diferente en el aire de las aclamaciones; en los arcos triunfales ya no dice, como en años anteriores: “Viva elLibertador”, sino “Viva la Constitución”. Es la influencia de Santander. Bolívar“tiene ya la frente surcada de aquellas misteriosas arrugas que son señales precursoras del próximo paso de la vida a la inmortalidad; en toda su fisonomía se muestran los lineamientos de una senectud anticipada”.

A medida que los pueblos se sienten más seguros de su independencia, los sueños de Bolívar sobre la Gran Colombia, presidencias vitalicias, constitución de Bolivia, van malográndose al contacto de la realidad. En Venezuela, Páez y los suyos se alzan con el poder; Bolívar va hacia allá, abraza a Páez, le regala la espada bien ganada que trajo de Bolivia, pero la unión que así pacta se vuelve humo y olvido en cuanto regresa a Bogotá. En la Nueva Granada se reúne el Congreso de Cúcuta, que debe dictar la nueva carta fundamental: los amigos de Bolívar no logran imponer sus ideas, que se estrellan con la corriente de Santander. Abandonan el Congreso y lo hacen fracasar; en Bogotá, una asamblea de notables elige dictador a Bolívar, que acepta la medida extrema. Pero la dictadura no hace sino ahondar las divisiones políticas.

Una noche, conspiradores exaltados atentan contra la vida del Libertador; lo salva Manuelita obligándole a huir por un balcón, quedando escondido bajo un puente. Unos conspiradores huyen, otros son fusilados. Al generalSantander, jefe de la corriente anti bolivariana, se le encarcela, luego se le destierra. El “Hombre de las Leyes”, como lo llamó Bolívar, solo regresará a Colombia años después, como Presidente de la República.

Al Sur, al Norte, al Este, y al Oeste, la anarquía se extiende como un incendio difícil de apagar: en la provincia de Antioquia, Córdoba, el Héroede Ayacucho, se subleva contra la dictadura; los soldados de Bolívar le derrotan, pero ésta es una victoria turbia, porque un soldado irlandés asesina a Córdoba ya vencido; en Bolivia, Sucre ha tenido que abandonar el país dejándolo al bordo del abismo. Por su parte, los peruanos declaran la guerra a Colombia e invaden a Guayaquil; Bolívar corre a apagar el incendio, que Sucre domina mientras el Libertador da la batalla en Tarquín; Bolívar, que se encuentra en la pendiente de las tragedias, regresa a Bogotá, se separa para siempre del mando, y el Congreso elige presidente a don Joaquín Mosquera.

El Libertador siente que ya nada puede hacer para arreglar la situación; piensa en buscar en tierra extraña la tranquilidad para pasar sus últimos días; el 8 de mayo de 1830 sale a caballo de la capital de la República que con tanto amor había creado, para no regresar nunca más.

- “El gran caballero de Colombia se va”, dice, al verlo partir, el legionario Patrick Campbell, que es ahora ministro de Inglaterra ante el gobierno de la República.

Bolívar no se despide de Sucre, por evitarse la intensa emoción de abrazarlo; cuando el Libertador llega a Cartagena, no tiene ni un céntimo, sus caudales, como sus propiedades fueron dilapidadas por el gobierno español. La fiebre lo devora, sus pulmones están hechos pedazos. A los pocos días recibe una carta que termina por destrozarle el alma: en la montaña de Berruecos, cuando iba camino de Quito, gentes desconocidas asesinan a Sucre, el hijo de su espíritu.

Y sigue la vorágine de las noticias, que apenas si pueden hacer otra cosa que estrujar la pobre vida del héroe, un hombre acabado, con el espíritu enfermo y el cuerpo solo una sombra. Sus amigos de Bogotá, acaudillados por el general Urdaneta, han dado en tierra con el gobierno de Mosquera y han proclamado una vez más la autoridad suprema de Bolívar; lo llaman para que vuelva a Bogotá. ¡Qué ironía!. Bolívar está devorado por la fiebre. En la ciudad ardiente, la lluvia cae sin cesar, exhalando de la arena un vaho asfixiante; para escapar a esta tortura, el Libertador, sale camino de Barranquilla. En una goleta se dirige luego hacia Jamaica; quizás el aire, la brisa del mar, devuelvan la vida a sus pulmones. ¡Inútil!, el balanceo de la goleta le hace tanto daño, que se interrumpe el viaje y vuelven proa a Santa Marta.

Ahí están los amigos en la playa, mirando lo que con pasos lentos y tambaleantes, camina hacia ellos: un saco de huesos. En litera, porque ya las piernas que domaron potros en los llanos, no sostienen ni ese pobre despojo de su cuerpo, se le lleva a la hacienda de San Pedro Alejandrino. El médico, Alexandre Réverend, un francés, conversa a veces con el enfermo:

- ¿Qué le ha traído a estas tierras, doctor?-, pregunta Bolívar.

- He venido en busca de la libertad, señor.

- Y, ¿la ha encontrado usted?

- Sí, Excelencia.

- Entonces, usted fue más afortunado que yo.

Ha venido el escribano; Bolívar le dicta su testamento y su última proclama en que se despide para siempre y perdona a sus enemigos. Por la noche, el mismo día en que recibe la Extremaunción, la alcoba se llena de amigos, gentes del pueblo, oficiales. El escribano empieza a leerle, en voz alta, para que todos la oigan, la última proclama; el papel tiembla entre sus manos, como también sus labios; igual le tiembla el alma y no puede concluir. Un oficial termina la lectura:

Colombianos: mis últimos votos son por la felicidad de la patria; si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

En todos los ojos hay un velo de tristeza. El doctor Réverend no resiste más y se retira. Al oír las últimas palabras, Bolívar, murmura confirmándolas: “¡Sí, a la tumba!, esto es lo que mis compatriotas me han deparado, yo los perdono. Si al menos pudiera llevarme el consuelo de que permanecieran unidos…”.

Y, mientras Bolívar agoniza, vienen esos siete largos días, esas siete largas noches en que aún le quedan fuerzas a su espíritu para pensar en las desventuras de su gloria. “¿Aré en el mar?, ¿edifiqué en el viento?”. Por los recónditos caminos de los montes, por los caminos del viento, los sollozos de las gentes de San Pedro llegan a lugares remotos: en Tenerife, cierta francesita de ojos azules a quien fascinó y enamoró Bolívar, echa a correr, a navegar, a bajar por el rio con el único fin de alcanzar a besar al fugitivo.

Y desde Bogotá sale Manuelita, camina por las ciénagas, se destroza el alma por alcanzar a despedirle, pero.., llegan tarde. Su cadáver es velado en la iglesia, mientras Santa Marta se estremece bajos las alas del bronce: murió a la una de la tarde, del 17 de diciembre de 1830, cuando apenas tenía... ¡47! años. Aquél día era el undécimo aniversario de la fundación de su republica.

Pasan veinte, treinta, cuarenta, años, y en América reina la anarquía; en pavorosas contiendas civiles chocan los partidos, mientras dictadores sanguinarios pretenden imponer el orden ahogando la voz de los hombres libres; la anarquía que Bolívar vio desde aquel día en que escribió la Cartade Jamaica, es el hecho universal en América. Al pie de la letra parecen cumplirse sus palabras de entonces:

- “Los meridionales de este Continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun perfectas, por el efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad, de la igualdad. Pero, ¿seremos capaces nosotros de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de la república? ¿Se puede concebir que un pueblo, recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto…”.

Pasan cincuenta años mas; después de esa inevitable etapa de anarquía, los pueblos de América comienzan a equilibrarse dentro de las formulas de libertad y justicia que apenas se anteveían por los visionarios del tiempo de SimónBolívar. Y ahora, parecen como una revelación de nuestro tiempo las mágicas palabras que el Libertador dirigió a sus tropas en Junín: ¡Soldados!, la Europa liberal os contempla con encanto, porque la libertad del Nuevo Mundo, es la esperanza del universo!.

(Germán Arciniegas, revista Selecciones, 1943, recopilación)

(Complemento del tema anterior)

Un rasgo de elocuencia:

Nada hay comparable al entusiasmo con que el Alto Perú recibió al Ejército Libertador después de la batalla de Ayacucho: de las modestas aldeas andinas los vecinos salían curiosos y agradecidos a ofrecer las más hermosas flores de sus jardines y los mejores frutos de sus huertos.

El doctor Choquehuenca, pobre pastor de almas de Pucará, aldea perdida en la inmensidad de los Andes, felicitó a Bolívar con la siguiente arenga que, por los rasgos de elocuencia y elevación de ideas, en nada desdice de los brotes sublimes de los príncipes de la palabra. ¡Felizmente la historia ha recogido las frases del humilde pastor!:

- “Quiso Dios formar de salvajes un inmenso imperio y creó a Manco-Cápac; su raza pecó y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiación tuvo piedad de la América, y os ha creado a vos. Sois, pues, el hombre de un designio providencial. Nada de lo hecho atrás se parece a lo que vos habéis hecho, y para que alguien pueda imitaros, es precio que haya otro mundo que liberar. Habéis fundado cinco repúblicas, que en el inmenso desarrollo a que están llamadas, elevaran vuestra estatua adonde ninguna ha llegado. ¡Con los siglos crecerá vuestra gloria, como crecen las sombras cuando el sol declina!”.

(Enrique Naranjo Martínez, Selecciones)

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