El mayor Robert Lateiner, del cuerpo de Sanidad de la Aviación Militar de EE. UU, y quien tomó parte activa en este suceso, es el autor de este relato, uno de los prodigios de la aviación en la Guerra Mundial).
“Un niño acababa de venir al mundo en el polvoriento aeródromo de Myitkyina; en torno a nuestro aeroplano, convertido en ambulancia improvisada, se arremolinaban centenares de fugitivos que habían quedado copados al final del Ferrocarril del Norte de Birmania; entre ellos se encontraba la joven inglesa que acababa de dar a luz; las tropas japoneses estaban cada vez más cerca.
Caminaba yo entre las hileras de soldados ingleses heridos, a quienes las penalidades de la calamitosa retirada del distante Rangún, habían impreso en sus rostros el sello del hambre, cuando acerté a fijarme en un sargento.
- “Dele usted mi sitio-, murmuró desde su camilla-; ya ha sufrido bastante;perdió a su marido en Singapur. Lo mío no corre prisa, dígale que ustedme llevará en otro viaje”. Asentí con la cabeza y en el suelo del avión donde yacían sesenta heridos apretados como sardinas, buscamos un lugar para la madre y su hijo.
Los aviones militares volaban desde antes del amanecer hasta bien entrada la noche, salvando las traidores colinas de Naga, para llevar pertrechos y vituallas a las fuerzas aliadas de Birmania y evacuar a enfermos y heridos, cuya última esperanza era aquella fuga por el aire. Existía otra ruta que llevaba a la India: la carretera de Ledo a través de la selva infestada de malaria, donde los sanos y fuertes fallecían por docenas.
La carretera que llevaba al aeródromo hervía de refugiados ingleses, norteamericanos y anglo birmanos, todos ellos desgreñados y sucios; sus familias habían perecido en los ataques aéreos japoneses; habían logrado huir, pero ya no quedaba fuga posible. Soldados andrajosos y ensangrentados yacían a campo raso, en largas filas, cubiertos de heridas que llevaban días sin curar. No había techo bajo el cual guarecerse, y la temperatura raramente bajaba, a mediodía, desde los 50 grados.
Un hombre que llevaba en brazos a una pequeña niña se precipitó hacia el avión a punto de decolar; con la cabeza hice un signo negativo; aunque tuviéramos sitio, era un hombre útil y de menos de treinta años.
- “No es para mí, -suplicó mientras me tendía desesperadamente la niña-, ¡llévela, por el favor de Dios!, ¡pesa tan poco!.- Le arranqué de las manos a la pequeña, cuyos sollozos ahogó el ruido de los motores.
Cada vez que un avión volvía, la reducida guardia de soldados se veía obligado a rechazar a los que podían tomar el camino de Ledo; no había manera de dominar a millares de seres enloquecidos por el pánico. A algunos adultos que veíamos con buena salud, y que desesperados se acomodaban en los aviones para huir, con dolor en el alma teníamos que obligarlos a apearse para hacer sitio a enfermos y ancianos; tuvimos que separar a muchas familias, algunas de las cuales no volverían a reunirse jamás. La prisa con que remontábamos vuelo hacia breves y menos dolorosas las despedidas.
No faltaron momentos de terror colectivo, pero fueron más los rasgos de valor y abnegación; recuerdo a un anciano que cedió su sitio a una joven enferma, y luego fue a perderse entre el gentío. Una joven enfermera birmana trajo al avión a una invalida, y cuando le dijimos que podía quedarse a bordo, miró a los demacrados rostros de los que llevaban días de angustiosa espera e iluminados por la ilusión de la partida, se marchó, respondiéndonos: -“tal vez en el próximo”.
A medida que crecía el número de refugiados, los aviones de salvamento aumentaban su carga hasta llegar al número inverosímil de 74 pasajeros, de los que tres o cuatro iban punto menos que embutidos en el cuarto de servicio; los pilotos tenían que zigzaguear entre picos altísimos, algunos hasta 5.600 metros, que no figuraban en las cartas de vuelo.
Uno tenía 700 metros más de elevación de lo indicado en el mapa; el viento soplaba con una violencia terrible; las mujeres espantadas, prorrumpían en alaridos cuando el aparato se precipitaba en un cajón de aire, mientras los enfermos empeoraban a minutos; era inaudito lo que sucedía, como si Dios estuviera mirándonos desde el infinito y aprobaba lo que estaba sucediendo.
Algunos hombres conservaron la vida sólo a fuerza de terca decisión; un tanquista inglés había sufrido graves quemaduras; cuando él y sus compañeros tuvieron de abandonar su desportillado tanque, unos soldados japoneses, riendo, les enfilaron el chorro abrazador de un lanzallamas; allí mismo perecieron dos, quemados vivos. A él lo salvó otro tanque; con los labios y hinchados y cubiertos de ampollas, juró vengarse: -“Ya me lascobraré.., y bien cobrada”, dijo, con la vista perdida en el horizonte.
No había en Myitkyina más que otro médico y yo; mi colega era un Sikh alto y barbado, capitán del Ejército Indio; tenía casi dos metros de estatura, su cabeza envuelta en blanco turbante a pesar del calor, descollaba sobre los excitados fugitivos que trataban de ocupar los aviones por asalto. Un día, a la hora de tomar a bordo nuestra doliente carga, me llevó junto a un joven soldado australiano que estaba agonizando:
- Yo no voy a salir de esta, ¿verdad?; no importa, denle mi camilla a otro,y dígale que mate a un japonés en mi nombre”, nos dijo, con profunda tristeza. Los expresivos ojos del Sikh se encontraron con los míos, era inútil disimular, y mirando de nuevo al muchacho, dijo:
- Duerme en paz, hijo mío, los japoneses pagarán su deuda”.
Hacia mediados de abril se incorporaron unos cuantos aviones militares; la Pan Américan Airways, con urgencia envió aeroplanos con sus tripulaciones, mientras que la China National Airways hacía valientemente lo que podía. No había descanso para los abnegados pilotos que volaban siete días por semana y sólo dormían unas cuantas horas cada noche.
Las chozas en que se alojaban eran de estiércol seco y barro cocido, sobre una armazón de bambú; por las mal ajustadas puertas de caña, penetraban enjambre de mosquitos; a pesar de todas estas penalidades, nunca he visto hombres de tan admirable temple y con tal corazón, al servicio de los demás.
Los aviones japoneses de reconocimiento ejercían constante vigilancia sobre nuestros aeroplanos de salvamento; oíamos las órdenes que radiaban a sus cazas para que interceptaran nuestras “ambulancias”; nuestros pilotos burlaban su persecución abandonando apenas el reparo de una nube, para ocultarse tras otra; sin alardear de heroísmo, salvaron a millares de heridos en medio de la violencia de monzones que hubieran hecho aterrizar hasta a un aeroexpreso de gran potencia; algunos aeroplanos llevaban uno a dos fusiles automáticos, más bien por el efecto sicológico, que por la utilidad que pudieran ofrecer. Contra los cañones de los Zeros japoneses, nuestros fusiles resultaban unas simples armas de juguete.
Cuando las fuerzas inglesas y las del general Stilwell se retiraron, una nueva oleada de pánico azotó el Norte de Birmania. Un aeroplano acababa de descargar carburante en Loi Wing para los Flying Tigers, cuando los cazas bombarderos japoneses picaron sobre el campo; los refugiados, locos de terror, huían en todas direcciones. No había defensa; durante veinte minutos los japoneses ametrallaron a los heridos que, arrastrándose, intentaban ponerse fuera de tiro.
Con metódica frialdad dispararon sobre grupos de mujeres, ancianos y niños que se amontonaban en las cercanías del aeródromo. El fuego alcanzó a nuestro avión pero, milagrosamente salimos ilesos. Aquella noche, los mecánicos trabajaron a la luz de las bujías y lámparas de petróleo para reparar los pocos daños que alcanzaron a inutilizar el avión. A la mañana siguiente probamos los motores y subimos a bordo los heridos. Sorteando los embudos abiertos por las bombas, el avión despegó e hizo rumbo a las Colinas de Naga.
En la segunda semana de mayo nos dimos cuenta de que para Myitkyina no había salvación; los japoneses estaban a menos de veinte minutos por el aire, y todos los días, al oscurecer, cuando el último aeroplano despegaba, se veían las caras, vueltas hacia el cielo, de los que aun quedaban por salvar; los heridos en sus camillas y los refugiados sin hogar dormían al aire libre, en ansiosa espera del amanecer y de los aviones de color kaki que eran su sola esperanzas de vida. El último día me dejó un recuerdo punzante:
- “Doctor- me dijo un piloto-, aquí, en una camilla, hay un muchacho que no tendrá arriba de diecinueve años; lo trajeron hasta el mismo aeroplano, le vi la cara.., pero no teníamos sitio”.
- “Mañana nos lo llevaremos”,- dije.
El piloto hizo un gesto de resignación y me respondió:- “No, doctor; este es nuestro último viaje, el pobre muchacho lo sabe, como lo saben también todos los demás”.
Si hubiésemos podido volar de noche, habríamos salvado a los últimos centenares; pero volar de noche por aquellos peligrosos pasos que no estaban marcados en las cartas, hubiera sido un suicidio y un crimen.
Todo el espanto de la guerra cayó sobre aquel pueblecillo situado al final del ferrocarril que lleva el nombre de Myitkyina.., el Dunquerque de Birmania; nunca sabremos cuántos murieron en la matanza final. Lo que sí sabemos es que, gracias al más prodigioso de los medios modernos de transporte, el aeroplano, se logró sacar de Birmania a más de 8.000 personas que hubieran sido víctimas de la ferocidad de los japoneses.
(Revista Selecciones, Robert Lateiner, recopilación)