Lo conocí en lo más remoto del África en pleno corazón de la selva, de la región más tenebrosa del continente; formada por una vasta ciénaga en que las moscas tse-tsé, en apretados enjambres se ocupan en propagar la enfermedad del sueño, y por otra parte, los mosquitos, en espesas nubes, con inclemente saña inoculan el paludismo pernicioso; hace ya muchos años que aquel siniestro rincón tiene fama de ser un cementerio de blancos.
Pues bien, a través de aquellos pantanos pestilentes, mis sorprendidos ojos vislumbraron una larga y estrecha piragua tripulada por diez salvajes que movían los canaletes al compás de un cántico luctuoso y gemebundo; entre los remeros se destacaba, erguida y gallarda, la figura de Monsieur Roque; cuando la piragua estuvo ya cerca de donde me encontraba, los negros, que se habían asomado a las puertas de sus casas, reconocieron al viajero blanco. Dando gritos de alborozo, corrieron a la orilla y se apresuraron a sacar de la embarcación las cajas y los fardos que traía Monsieur.
Me sentí cautivado por el hombre que había producido aquella algarabía; algo de extraordinario había en su mirada, en el vigoroso relieve de sus facciones, en el noble sello de meditación en su semblante; tenía los ojos de un místico y la robustez de un luchador; venía acompañado de un minúsculo hombrecillo que movía a risa con su uniforme rojo y azul del ejército colonial francés: era el primer negrito pigmeo que había visto en mi vida.
Estaba el capitán de nuestro barco presentándome a Monsieur Roque, cuando de la aldea llegó corriendo un tropel de chiquillos negros, rodeando a Monsieur, besando sus manos y contemplándolo con verdadera emoción; todos rompieron a hablar a la vez con sus voces discordantes de agudo timbre.
- Estos son mis hijos-, exclamó Monsieur; y como advirtiese mi extrañeza, replicó: -Sí, señor, no se sorprenda usted, legalmente son mis hijos. Se lo explicaré: a muchos de los jóvenes del pueblo, yo les regalé la dote requerida para su matrimonio; según la vieja usanza de aquí, el que facilite la dote al novio, es tenido como el padre del primer hijo que tenga la pareja, de modo que el chiquillo pasa a ser de su absoluta propiedad; de manera que ya sabe usted por qué tengo una prole tan numerosa.
Como corolario de la presentación, el capitán añadió:
- “En el corazón de esta espesura moran los pigmeos o mabingas; antes de la llegada de Monsieur, solían huir de la presencia de los blancos, como huían las madres, muchos años atrás, cuando hacían su maldita aparición los negreros; Monsieur Roque es ahora el amo y señor de todas estas selvas, el rey muy amado de todas estas gentes”.
Aquella misma tarde me contó Monsieur Roque más cosas de su vida; hasta el fondo casi impenetrable de su cenagoso apartamiento había llegado la desoladora nueva del desplome de Francia, y en seguida se había puesto en camino, en jornadas de cientos de leguas por fétidos pantanos y bosques impenetrables, para presentarse en el cuartel general de los franceses libres, a pedir un fusil para combatir a los enemigos de su patria; se hallaba en mitad de ese viaje, cuando nuestros pasos se cruzaron.
- Quiero ayudar a expulsar a los alemanes de París”, me dijo con admirable sencillez. Amaba a Francia con apasionada devoción; era un hábil tirador, y tenía la esperanza de darse el gusto de acribillar a tiros a los depredadores nazis de su abatida tierra. Juntos continuamos el viaje por varios días; en todos los lugares por donde pasábamos recogí testimonios y pruebas de la obra extraordinaria que aquel hombre había realizado entre los pigmeos. Maravilla ver cómo el destino crea una necesitad inaplazable y de pronto suscita el hombre providencial para remediarlo; aquellos parajes son hostiles no sólo a los blancos, sino también a los mismos negros que allí habitan.
Cuando a poco de haberse concluido la guerra, como agente de sanidad del Gobierno francés llegó Monsieur, se encontró con que unas epidemias asoladoras estaban causando terrible mortandad entre los naturales; los pobres pigmeos estaban al borde de su total extinción; una y otra vez los médicos franceses habían tratado de acercarse a los pequeños hombrecillos para combatir la infección, ¡inútil empeño!; los pigmeos les huían como si fueran el demonio, y los médicos no pudieron hacer nada, fue entonces cuando apareció Monsieur Roque.
Empezó por hacerse de amigos de entre las tribus de estatura normal con las que solían comerciar los inasibles pigmeos; luego pensó que para conquistarse a los diminutos negros, debía ganarse primero a sus hijos, y puso manos a aquel trabajo preliminar, empleando como medios de atracción el brillo y el tintineo de las monedas francesas; se paseaba a menudo por los caminos que frecuentaban los pigmeos, lanzaba los codiciados discos al aire, dejándolos caer como al descuido, y se ocultaba entre la maleza.
La inofensiva trampa ya estaba armada: primero se aventuraba un chiquillo pigmeo mirando con cautela a su alrededor; le seguían después media docena de muchachos, recogían las monedas, examinándolas con ávida curiosidad; enfrascados en la operación y en discutir con infantil cotorreo sobre la naturaleza y los posible usos del raro hallazgo, no advertían que Monsieur Roque se había acercado al grupo sin hacer ruido, produciéndose entonces una desbandada; algunos, sin embargo, alardeando de valor, se quedaban retando al intruso.
Entonces Monsieur, que ya había aprendido algo de su lengua, comenzaba a hablarles. Las madres que, llenas de ansiedad, contemplaban la escena ocultas entre los árboles, terminaban por incorporarse lentamente al grupo. Al cabo de unos días, ya Monsieur Roque había sostenido una conversación, más o menos larga, con cada uno de los individuos de la tribu, desde el más anciano, hasta los niños de corta edad.
Para granjearse la confianza de los salvajes, Monsieur se alojaba en sus chozas y los acompañaba a cazar los animales que constituían su principal alimento: los elefantes; en la noche platicaba con los hechiceros y los jefes, y escuchaba con paciencia sus consejos .Al cabo de unas semanas, fue filtrando en su conversación algo de medicina: les habló de las culebritas que se deslizan por la sangre y de unos “embrujos” que él tenía para matarlas.
Y por fin, una vez, en presencia de los hechiceros, Monsieur sacó de su estuche de medicina una jeringuilla hipodérmica y, explicando a los asombrados oyentes que en aquel tubito de cristal estaba el licor mágico que exterminaría las culebritas que causaban la enfermedad del sueño, enterrándose él mismo la aguja varias veces en la piel, para que vieran que no ocasionaba mal alguno. Los jefes y los curanderos no salían de su asombro; empezaron a presentarse los enfermos de la terrible dolencia, les aplicaba las inyecciones, y los que no estaban aun en el último periodo de la enfermedad, presentaban inmediatamente claras señales de mejoría. La noticia de aquel suceso corrió como pólvora por toda la comarca, ya Monsieur no tuvo que salir más en busca de los pigmeos: ahora, eran ellos los que acudían al reclamo de la milagrosa cura. La enfermedad del sueño estaba casi a punto de ser dominada.
Con el transcurso de los meses, Monsieur Roque llegó a ser, no sólo el amigo de los pigmeos, sino de hecho, su dios y señor; la mayor parte del tiempo la pasaba recorriendo la región armado de sus medicamentos; acompañado de sus remeros se presentaba en las aldeas y los campamentos de los salvajes, permaneciendo en ellos largas temporadas ejerciendo su ministerio. Si no había una choza limpia, los remeros colocaban el catre de Monsieur en un claro del bosque, y suspendían el mosquitero de unas cañas clavadas en el suelo a modo de pilares, ya que sin ese toldillo es imposible vivir en aquellas regiones; los jefes de la tribu le traían de comer; se quedaba conversando con ellos alrededor de la hoguera hasta bien entrada la noche; ellos le contaban cuentos de su vida primitiva y él les hablaba de su querida Francia lejana.
Cuando vi a Monsieur Roque por última vez, ya le habían comunicado el acuerdo de las autoridades sobre la licencia que había solicitado para ir a servir al frente; por unanimidad resolvieron negársela; la salud y la paz de las tribus era de vital importancia en aquellos momentos, y en África no había quien pudiera reemplazarlo. El acuerdo sometió a muy dura prueba su disciplina; su rostro se veló con aire trágico.
- Quiero irme a Libia, a pelear contra los alemanes–me decía-. ¿Quépuedo hacer aquí por mi Francia querida?.- Pasó días enteros sumido en profunda melancolía. Por fin, exclamó resignado:
- Me figuro que no tendré más remedio que conformarme y volver a remontar las corrientes del rio.
Dio una orden: los cargueros comenzaron a apilar cajas y fardos en la piragua; todos tenían el semblante nublado, como el de su amo, ya que hasta ellos había llegado el rumor de que el gran rey blanco iba a partir para la guerra. Ahora, que sabían que se quedaba, alegremente cantando se pusieron a la tarea de cargar los pesados bultos.
Todo estaba ya listo para la partida, cuando una docena de salvajes, que se habían enterado de la presencia de Monsieur en el lugar, llegaron hasta él, acercándose tímidamente al taumaturgo; todos padecían de enfermedades tropicales en grado avanzado. La última huella de melancolía se esfumó del rostro de Monsieur y empezó a hablarle a cada uno de aquellos enfermos, como si fuera un padre hablando con sus hijos; lleno de interés y de celo, los medicinó a todos. Ahora le resplandecía la cara de entusiasmo: “Estos, todos, son mis hijos”.
Aquel hombre era una de las avanzadas de la civilización, magnífico ejemplo del héroe modesto que, solo y desconocido, se expone a los más graves peligros para hacer a la humanidad adelantar unos cuantos pasos por el más largo y difícil camino de su progreso.
(Selecciones, 1943, recopilación)