Quantcast
Channel: CORREveDILE.com
Viewing all articles
Browse latest Browse all 2356

ALMA ATORMENTADA

$
0
0

Vida, pasión y muerte de Vincent van Gogh

Irving Stone, el autor de esta biografía sobre la vida de Vincent van Gogh pasó más de un año en Europa preparándose para escribirla; siguió acucioso y alerta las huellas del artista por Holanda, Bélgica y Francia; en Etten, la villa de Brabante, donde van Gogh hizo sus primeros bosquejos, Stone departió largamente con el cartero que se prestó a servir de modelo al artista, a quien todos los demás vecinos lo esquivaban tildándolo de loco.

“¡Hay gente con suerte!, ahí tienen ustedes a ese loco, sobrino de un propietario de grandes tiendas de arte en Bruselas; es sabido que los van Gogh forman una verdadera y poderosa dinastía de vendedores de cuadros en Europa; llegará el día en que este pelirrojo amigo nuestro y un poco chiflado, herede el monopolio del arte continental”.

El que así hablaba era un empleado de las galerías Goupil, de Londres; el afortunado mortal a quien vaticinaba tan envidiables destinos era Vincent van Gogh, un joven, que a los veintidós años ya ganaba un sueldo de treinta libras esterlinas al mes, pero que había perdido, a corta edad, toda afición a seguir vendiendo cuadros; se había enamorado por primera vez en su vida y ese amor lo había rechazado.

Aquella noche en que van Gogh le había dicho a Úrsula que soñaba con hacerla su esposa, ella abrió los ojos asombrada: ¿Tu esposa?, ¡imposible!,estoy comprometida”, y se alejó de él diciéndole con ironía, vaya con el necio del pelirrojo”.

El golpe anonadó a Vincent, y por extraño efecto, su propio dolor lo hizo insensible al dolor de los demás e intolerante para con todos. De pronto le pareció absurdo que “un hombre pasase la vida vendiendo malos cuadros a compradores estúpidos”, y al mes de este incidente, anunció su propósito de abandonar el empleo.

Se hizo pastor de una iglesia evangélica a la que acudían chiquillos de los barrios extremos de Londres; fue en los hogares más pobres de la comarca donde Vincent conoció la miseria en toda su trágica fealdad y realidad; vio familias enteras hacinadas en cuartos destartalados, fríos y sin muebles, durmiendo en el suelo como animales.

Cuando escuchaba la relación de las calamidades que aquellos infelices soportaban, recordaba unas palabras de Renán: “El hombre no ha venido a la tierra solamente a ser feliz, ni tampoco ha venido a ser honrado y nada más; ha venido a realizar grandes acciones por la humanidad; ha venido a escalar las cumbres de la nobleza espiritual”; y al recordarlas, se le ocurrió que sería muy hermosa la misión de un evangelizador en aquellos lugares.

Un domingo lo enviaron a predicar a una iglesia elegante, donde se reunían feligreses acostumbrados a escuchar y juzgar con criterio la palabra de notables predicadores; el fervor, la convicción, la penetrante mirada de vanGogh producía hondo efecto en los oyentes.

Por un amigo supo que por allí vivía la mujer que lo había despreciado; llovía a cántaros y chapoteando en el fango, Vincent llegó a casa de Úrsula; en la calle había una fila de carruajes; de pronto apareció en el dintel de la puerta su enamorada, del brazo de un joven apuesto, alto y delgado; salían de la oficina federal donde acababa de contraer nupcias.

Vincent se perdió en la tristeza gris de la calle. Llegó a su casa, recogió sus pertenencias y sus bártulos de pintar, y se marchó de Inglaterra para siempre.

No tardó en comprender su falta de actitudes para la carrera eclesial; se preguntaba una y otra vez cómo hacia para poner en obra el precepto evangélico, “ahora mismo, no dentro de cinco años”; un amigo le dijo entonces:

— “Vincent, ¿por qué no te vas al Borinage?; allí, en aquella cuenca carbonífera de Bélgica, los mineros trabajan constantemente expuestos a los peligros del grisú, de una explosión, de las inundaciones.., y todo por un mísero jornal que solo les alcanza para morirse de hambre; esas pobres gentes necesitan de hombres como tú, amigo; tengo la seguridad de que la Junta de Misiones te dará un empleo permanente”.

Y allá fue Vincent; a poco de su llegada no quedaba en aquel negro rincón una choza a la que él no hubiese llevado alimento, en que no hubiese asistido a algún enfermo. Helaba la sangre aquel paisaje; los mineros tenían una talla menguada, el pecho hundido, brazos y piernas huesudos; los “tiznados”, como los apodaban, cuando lograban salir de su madriguera, parecían sonámbulos; el jabón resultaba un lujo demasiado costoso para su miseria.

De día el villorrio parecía abandonado; a ochocientos metros bajo tierra se hallaba la ciudad de laberínticas galerías en que casi todos los moradores pasaban sus horas de vigilia desde la infancia, hasta su muerte. Cierta vez regresó a su casa abrumado por la miseria y los padecimientos que veía en torno suyo; se quedó mirando su cama, era muy cómoda, limpia, se dormía bien allí; luego fue al ropero, nada faltaba de cuanto pudiera necesitar.

Pensó en su comedor: lo que componía uno solo de sus alimentos, era más de lo que podía comer un minero en toda una semana; y de pronto, Vincent van Gogh se sintió embustero, cobarde, hipócrita; ¿con qué derecho les predicaba a los demás la virtud de la pobreza, cuando él vivía en la abundancia?; hizo un lio con sus ropas y salió a repartirlas, conservando únicamente dos de sus trajes, el que tenia puesto y otro en su reemplazo; se mudó a un tabuco sin ventanas que tenia por piso la desnuda tierra y en el que el aire batía con furia; ahora sí, podía decir que vivía como los mineros, que comía lo que ellos comían, que dormía en un camastro igual que ellos; se restregó la cara con polvo de carbón para igualárseles aún más.

Muy crudo fue el mes de febrero de aquel año; cuando empezó a amainar el frio, hicieron su aparición las calenturas; Vincent gastaba casi todo su mezquino sueldo en socorrer a aquellas pobres gentes, mientras él mismo empezaba a debilitarse; le vibraban los nervios sometidos a tan dolorosa tensión; las mejillas se le hundieron, mientras mantenía la frente alta, sin cejar en su propósito.

Un día vio unos seres negros y lamentables que salían desolados del castillete de las jaulas de la mina: “¡Un accidente!.., ¡están atrapados allá abajo!”. Mujeres y niños acudieron en tropel; unos lloraban a gritos, otros corrían con los ojos dilatados por el terror.

De pronto surgió un grupo patético, llevaban envueltos en mantas a tres niñas y un niño horriblemente quemados, perdido el conocimiento; el fuego les había achicharrado la piel y el cabello; el llanto de sus familiares cobraba desgarrados acentos; en una de las chozas, Vincent desnudó a una de las niñas: “Aceite.., pronto aceite.., hilas”; la madre trajo unas gotas de aceite, fijando su mirada desconsolada en él: “no tenemos con qué vendarla”, balbució la mujer.

Vincent se despojó de su chaqueta, hizo tiras la camisa y camiseta, vendando a la pequeña de los pies a la coronilla; repitió la operación con la otra chiquilla; cuando le tocó el turno al niño, van Gogh se quitó los calzoncillos de lana, para convertirlos en vendas.

Allá, en la mina, cuadrillas de voluntarios estuvieron trabajando sin descanso doce días; como no se extrajo carbón por todo ese tiempo, la empresa se negó a pagar los jornales; alertador por Vincent los mineros se declararon en huelga, mientras él gastaba en ellos los 50 francos que acababa de recibir.

A los pocos días, la comida se acabó, empezando los mineros a padecer la agonía de ver a sus familias desfallecer de hambre.

Fue en esa crítica coyuntura, cuando la Junta de Misiones, escandalizada por “la conducta indigna y vergonzosa” del artista, lo suspendió del empleo con la expresa prohibición de volver a predicar la palabra del Señor; al propio tiempo, la empresa hizo saber a los mineros que si no volvían al trabajo de inmediato, las minas serian cerradas.

Un grupo de ellos se dirigió a van Gogh:

Fotografía de Vincent Van Gogh— “¿Qué hacemos?, usted es el único hombre en quien tenemos confianza; si nos dice que volvamos al trabajo, volveremos; si nos ordena morir de hambre, moriremos”. Vincent abogó por los obreros ante el administrador; derrotado en su empeño, no le quedó más remedio que aconsejarle a aquellas pobres gentes que volviesen a su trabajo.

Y desde aquel momento comprendió que, aun cuando le devolviesen las licencias eclesiásticas, no podría predicar nunca más a aquellos hombres. Dios no había querido escucharlos, y él no había podido concederles Su gracia.

Otra vez la ruina y el fracaso: sin empleo, sin dinero, sin salud, y, lo peor de todo, sin valor para recomenzar. Después de aquella derrota, Vincent apenas se atrevía a dirigir la palabra a nadie, ni a entrar en las chozas; había perdido a Dios y se había perdido a sí mismo.

Al cabo de unos meses, hubo en su alma algo así como el rebrotar de nueva vida; a pesar de todo, algo bueno parecía alentar en él; estaba seguro de que podría contribuir al bien de la humanidad una vez más; pero, ¿cómo?; un día se sentó en la boca de la mina y empezó a borrajear apuntes al lápiz, de los mineros que salían; aquella misma noche, cuando copiaba y perfilaba los bocetos, sintió levantarse en el fondo de su ser la nostalgia punzante del arte y su mundo de exaltaciones.

Y volvió a llevar una vida muy agitada: volvió a entrar en los tugurios; esta vez no con la Biblia, sino con el lápiz y la cartera de dibujante, tornando a su espíritu la ilusión y el contento; ni cuando servia a Dios había disfrutado de aquel extático goce con que la creación artística le regalaba a su alma; una vez pasó once días sin un solo centavo, viviendo de los pedazos de pan, que las almas caritativas la daban.

Pasaron los meses, cayó enfermo; tuvo que guardar cama, abatido, extenuado; fue así como lo encontró su hermano Theo, cuando, de improviso se presentó a su cabecera. Theo, que no tenía más de 23 años, era ya un floreciente mercader de cuadros; brillaba en los círculos elegantes de Paris, con el doble prestigio de su juventud y su fortuna; en cambio, Vincent yacía allí, sucio, mal envuelto en unos harapos, en un ruin camastro; su hermano lo miraba con horror; Vincent había sido para él como un dios, y ahora, aquella divinidad caída, necesitaba de él; había que sacarlo de aquel antro; había que volverlo a la vida y a una decorosa actividad.

- “Oye, Vicente, si es verdad que has encontrado ya tu vocación definitiva, formemos una sociedad; tú pones el trabajo y yo aporto el capital; puedes vivir donde te plazca: en París, en Ámsterdam, en La Haya, en Londres, donde quieras, y no me importa que te tomes todos los años que quieras para acabar un cuadro”.

Y así fue como Vincent se trasladó a La Haya a estudiar con el notable pintor Antón Mauve; alquiló un taller. Los modelos se hacían pagar muy bien y si los cien francos que Theo le giraba todos los meses llegaban con algún retraso, Vincent se quedaba con los bolsillos vacios; ¿estaría condenado a pasar hambre toda su vida?.

Cierta noche disponía de unos cuantos francos; se encontraba sentado a la mesa de un cafetín, cuando oyó al camarero que decía a una mujer que ocupaba la mesa vecina:

- ¿Mas vino?

- “No.., no tengo un céntimo”, ella respondió

Vincent volvió la cabeza y sonriendo le dice:

-“Quiere usted honrarmebebiendo una copa conmigo?”. La chica no era, ni joven, ni agraciada; tenía los ojos melancólicos, el semblante ajado, demostraba que la vida no había sido generosa con ella.

- ¿A qué se dedica usted?”, preguntó la mujer.

- “soy pintor”, le responde.

- ¡Oh!, igualmente una vida muy dura, ¿verdad?; yo trabajo como lavandera, pero a veces me faltan las fuerzas”.

- ..¿Entonces..”, pregunta Vincent, con cierta curiosidad.

- Entonces.., me lanzo a la calle, a las tabernas.., tengo que llevarle pan a mis hijos”

- ¿Cuántos tiene?

- “Cinco.., y voy a tener otro”.-

Los dos guardaron silencio; por último Van Gogh le preguntó:

- “¿Me permite usted que la acompañe?; igual yo estoy muy solo.

Tumba de Vincent Van GoghAl despertar a la mañana siguiente, no ya solo, sino con una mujer al lado, a Vincent el mundo le pareció más benigno; se sintió lleno de gratitud hacia Cristina, quien, además de atenderlo como criada, acabó de servirle todos los días como modelo de alguno de sus cuadros.

Pero la mujer no era una buena ama de casa, solía montar en cólera y con harta frecuencia a Vincent se le acababa el dinero una semana antes de que llegase la remesa de su hermano, pero la soledad no le permitía despedirla, sintiéndose en deuda con la muchacha y sus hijos.

El primer encargo que Vincent recibió fue de su tío, Cornelio van Gogh, opulento comerciante en cuadros: ¡Doce dibujos a dos francos y medio!, y, si el tío quedaba satisfecho, ¡doce más!; Vincent no cabía en sí de la satisfacción que esto le produjo; y, en el plazo convenido envió los doce primeros cuadros; entre tanto, caía sobre él una fuerte granizada de reproches y censuras: “Parece que se te olvidó que eres un van Gogh, pues se te ha visto en lugares de dudosa reputación y en compañía de mujeres indignas de estar contigo!," le decían unos; para completar el coro general de recriminaciones, su tío Cornelio le escribió un lacónico y contundente mensaje:

- “Sobrino, acabo de enterarme de tu deshonroso proceder; hazme el favor de dar por terminado mi encargo de dibujos”.- Cornelio van Gogh”.

Su destino estaba ahora en manos de Theo; Vincent le escribió largas cartas explicando su conducta, insistiendo en que se proponía casarse con Cristina, suplicándole que no lo abandonase, ya que ahora contaba únicamente con él; Theo le prometió que seguiría enviándole el dinero convenido, siempre y cuando que él no se casara antes de empezar a ganar sus propio peculio.

Vincent se puso al trabajo nuevamente con su corazón henchido de esperanza; el verano transcurrió sin tropiezos; salía de su casa antes del amanecer y no volvía mientras duraba la luz del sol; pero, cuando el invierno arreció con sus fríos y sus sombras, lo obligó a trabajar en su casa, surgiendo las dificultades: continuó levantándose a las cinco con el objeto de despachar sus quehaceres domésticos, para que Cristina tuviera tiempo de prepararse a su larga sesión de modelo; pero la muchacha ya no era la misma y había cambiado de parecer.

- “¡Esto se acabó!.., ¡no hago más de modelo!”, protestaba con insultos e ironías:- “¿Para esto me querías, para ahorrarte unos cuantos francos?; ya lo veo, no soy para ti más que una criada”; y el pintor tuvo que capitular y resignarse a pagar modelos, volviendo los días sin pan y sin abrigo.

A medida que el invierno adelantaba y seguían los insultos de la mujer, la situación se iba empeorando, hasta que Vincent se decidió escribirle a Theo anunciándole la resolución de terminar con Cristina; por repuesta recibió una carta con 150 francos y un millón de felicitaciones.

La separación fue muy sencilla: la muchacha acompañó a Vincent hasta el tren; poco después el artista borrajeó estas líneas para su hermano:- “Querido Theo, me he marchado a Arlés; cuelga algunas de mis telas en las paredes de tu casa para que no me olvides. Te abraza con el pensamiento, Vincent”.

Aquel derroche de color de las tierras del Mediodía deslumbró los ojos del artista; ¿cómo era posible trasladarlos a la paleta, y fijarlos en el lienzo? Van Gogh persiguió aquellos matices, aquellos brillos, aquellos alardes cromáticos con la obstinación de un fanático; se levantaba antes del alba, regresando a casa todas las noches con una tela concluida; fueron años de triunfos y energías, no viviendo más que para su arte; era una maquina de pintar, trabajaba como empujado por una fuerza superior a su voluntad; toda su existencia se resumía y transfiguraba en poderoso instinto, en iluminada capacidad de crear y crear.

Aún cuando el sol día a día lo acosaba, Vincent no se cuidaba en su piel y nunca se ponía sombrero; en las noches le parecía que tenía la cabeza metida en una esfera llameante. Los arlesianos lo apodaron “Fouroux”:

¿Con que me llaman el pelirrojo loco?, está bien.., ¿qué le voy a hacer?”, decía Vincent encogiéndose de hombros. Una noche, queriendo calmar la agitación de su espíritu exaltado, salió a la calle y entró en un sórdido cafetín, acomodándose en mesa destartalada, mientras una muchacha se sentaba a su lado.

- Me llamo Raquel, quiero gustarle a los hombres, esto hace la vida más amable, ¿verdad?; Vincent la miraba con ojos adormecidos; esa noche durmió en el cafetín. Al despedirse, Raquel le besó una oreja, diciéndole:-

- ¿Vendrás todas las noches?;

- “Todas las noches no, Raquel, no tengodinero para estar contigo.

Ella le responde:

- “Pues entonces, me darás una de tus orejitas, son pequeñitas, como las de un cachorrito, con eso me contento; no se te olvide enviármela”.

Auto retrato de Van Gogh en los días en que se cortó la orejaPasó todo aquel verano trabajando con febril agitación; las fuerzas se agotaban, volvió a quedarse sin un céntimo, teniendo que mantenerse días seguidos a fuerza de café y pan. Por aquellos días fue cuando hizo el hallazgo de la famosa casita amarilla, enamorándose de aquel paisaje que se le antojaba rincón de poesía y felicidad; era una verdadera casa, con piso de rojos ladrillos y paredes encaladas, donde el sol la inundaba por completo; ¡Toda aquella morada resplandeciente, por la bicoca de 15 francos al mes!, y podía muy bien alojar a su viejo amigo, el artistaGauguin, como a Theo cada que tuviera sus vacaciones.

Y, en efecto, llegó Gauguin y todo fue contento y cordialidad; pero, apenas se instalaron en la casa, y aunque ambos trabajaban con ardor incansable, empezaron las desavenencias. Un día combatían con sus inflamadas paletas como sus armas; en la noche reñían terrible batalla la exaltada egolatría del uno contra el otro, teniendo que apelar a calmantes para calmar sus nervios, pero lo que consiguieron fue exacerbarlos aún más. Borrachos de sol, de calor y de calmantes, sostenían altercados cada vez más violentos.

Una noche, en un café, Vincent le tiró a Gauguin un vaso por la cabeza; éste lo esquivó y cogiendo por los brazos a su adversario amigo, quien se encontraba fuera de sí, lo llevó a su casa.

Vivieron unos días en paz, hasta que una noche, a los postres de una cena triste y silenciosa, Gauguin se levantó y salió de la casa; a poco oyó detrás de sí los bien conocidos pasos de Vincent; volvió la vista, mientras éste hacia ademán de arrojarse sobre él; la hoja desnuda de una navaja lucia con siniestro reflejo en su mano derecha; de pronto quedó petrificado por la mirada de odio de Gauguin; contempló a su camarada un instante y echó a correr hacia su casa; Gauguin durmió aquella noche en una fonda.

Pocos días después y con la cabeza vendada, Vincent se presenta a la puerta de la casa de Raquel, quien asombrada le dice:

- “Amigo van Gogh, que gusto volver a verte”

- “También a mi me da gusto verte, pero vine a traerte el recuerdo que me pediste”, dice Vicente entregándole un paquetito.

- “Que bueno eres, ¿qué es?, pregunta la muchacha.

- ¡Ábrelo, ya verás”, le responde; ella desata el regalo, y lanza un grito de horror: en las manos tenía, amoratada y sangrante, la oreja derecha de Vincent; Raquel cae al suelo sin sentido. Al despertar a la mañana siguiente, el pobre artista vio a su hermano Theo al pie de su lecho, quien tomándolo de su mano lloraba en silencio.

- “Theo, mi gran hermano, gracias por tu dedicación, cuando me despierto, siempre que te necesito, te encuentro a mi lado”.-Theo lo abrazó con infinita ternura. Al cabo de quince días, el doctor Rey le dio permiso a Vincent para que pudiera de nuevo pintar, pero encareciéndole que tuviera cuidado con lo que tomaba y comía.

Pasaron unas cuantas semanas; una noche, cuando más tranquilo parecía Vincent y hallándose en un café, arrojó de pronto una botella al suelo, se plantó de un salto sobre la mesa y empezó a patalear sobre ella, diciendo:

- “¡Malditos, ustedes han querido envenenarme!”.-

Al alboroto acudió una pareja de gendarmes que lo llevaron al hospital; poco después, el doctor Rey, con la anuencia de Theo, lo acompañó a St. Remy y lo dejó allí en un sanatorio para enfermos mentales.

Meditando sobre su enfermedad, Vincent echó de ver que los accesos de locura se le presentaban por periodos de tres meses; en esos días recibió una carta de Theo concebida en estos términos:

- “¡Por fin!, hemos vendido tu “Viñedo Rojo”, en ¡cuatrocientos francos, ¡te felicito hermano!, pronto tus obras se venderán por toda Europa, como pan bendito”; esa fue la mayor suma que logró ver reunida en sus manos. Aquel golpe de fortuna le devolvió la salud en un abrir y cerrar de ojos, tornando a su trabajo con verdadero frenesí; como ya conocía con exactitud el tiempo en que los ataques se producían, vivía en guardia; tomaba cama unos cuantos días, pasaba el problema y retornaba a su trabajo con redoblado entusiasmo. Cierta vez, en que faltaban dos días para que los ataques se repitieran, con antelación, pero gozando de perfecta salud, se metió en su lecho; llegó el temido día y nada, pasó el segundo y nada, transcurrió el tercero y el cuarto y otro más; Vincent soltó una alegre carcajada:

- “¡Bah, a pesar de todo, el médico se equivocó, ya estoy curado…, de modo que.., mañana a trabajar”.

Aquella noche, cuando todos dormían, Vincent saltó de la cama, bajó descalzo a la carbonera, se embadurnó la cara con puñados de negro carbón, gritando a los cuatro vientos, decía:

- “Ven ustedes?.., ven?.., ya soy uno de ellos.., ya puedo predicar la divina Palabra a los mineros”.- En la madrugada lo encontraron allí, balbuciendo unas plegarias incoherentes, respondiendo a unas voces misteriosas que decía escuchaba, y que le relataban relatos fantásticos.

Su médico, que además era muy aficionado a la pintura, sentía una infinita compasión por su amigo; - “Ah¡, Vincent, amigo mío, - le dijo un día- si yo hubiera pintado una tela como ésta!; me paso la vida aliviando los padecimientos de mis enfermos, que.., al fin y al cabo, se mueren. En cambio, estos heliotropos que usted ha pintado, por siglos y siglos borrarán el pesar de muchos corazones en el mundo, iluminarán muchas vidas con un rayo de fe y esperanza; por eso, amigo, es la suya una existencia lograda, envidiable; ¡usted debería sentirse feliz y realizado!.

Pero Vincent estaba triste, inenarrablemente triste; su espíritu se debatía en locura constante. Una tarde, con su paleta y su caballete, se dirigió a la cumbre de una colina en que amarillaba un maizal; levantó el rostro al sol y aplicándose el cañón de un revolver a un costado, apretó el gatillo; y cayó sobre la tierra crasa y olorosa manchándola, enriqueciéndola con aquella sangre que su corazón le iba dando a la madre tierra.

(Revista Selecciones, 1943)

 

Tags: 


Viewing all articles
Browse latest Browse all 2356

Trending Articles