* En Richmond, Virginia, vivía una señora que tenía un gato llamado Félix; al verse precisada a permanecer fuera de casa todo el día, para atender a las obligaciones del empleo que acabada de conseguir, habló con una de sus vecinas solicitándole el favor que se quedara con el animal, hasta que ella venia en la tarde a recogerlo.
La vecina, que a su vez, era la dueña de Patsy, una perrita cocker spaniel, juzgó prudente relegar a su perro al patio durante las horas que el huésped estuviera en casa.
Un día que el ama del gato tardó en ir a buscarlo, la vecina lo soltó, para que él solito se fuera a su domicilio. Hacia allá iba Félix, cuando se le atravesó en el camino un perro, del cual escapó, gracias a la oportuna y necesaria intervención de Patsy. Otra vez, yendo también Félix camino a su casa, se le echaron encima dos gatos. Fue Patsy la que salió a defenderlo. Desde ese día, en cuanto daban las cinco, la perrita iba en busca de su amigo y lo escoltaba hacia su casa.
* El amo de un dóberman no podía explicarse cómo se las arreglaba su perro para librarse de cualquier bozal, por muy seguro que fuese. Un día, después de haberlo dejado salir de la casa, según acostumbraba, se puso en acecho. No tardó en ver llegar otro perro, uno de los que llaman lobos o policías, que era amigo de su dóberman. El lobo hizo presa en el bozal, y tirando de él en dirección opuesta a la que, por su parte, tiraba el perro, le ayudó a quitárselo.
* El señor E. H. Livermore, vecino de Blytheville, Arkansas, refería el siguiente caso:
Me encontraba en la calle hablando con un amigo, cuando un perro se nos acercó y comenzó a hacer lo posible por llamarnos la atención.
- ¿Qué nos querrá decir?,- le pregunté a mi amigo.
- Está pidiéndote cinco centavos-, me respondió.
- ¡Hombre!-, repuse echándome a reír-. Esto de que un perro pida limosna me parece el colmo de la mendicidad; ¿no se conformará con una monedita de a centavo?
- No, señor, son cinco los que pide, y no te dejará en paz hasta que se los des.
- En ese caso, ¡ahí van!, y seguido se los tiré.
El perro agarró la moneda con la boca, se alejó unos pasos, y, deteniéndose, me miró, como si me invitara a seguirlo. Así lo hice; al llegar a una carnicería, se sentó en el umbral; supuse que esperaba que alguien le abriera la puerta, para colarse allí, de modo que yo mismo la empujé.
- ¡Hola!, ¿ya estás aquí?-, le dijo el carnicero al perro cuando éste, como lo habría hecho un parroquiano, se puso a esperar turno ante el mostrador; el carnicero buscó unas piltrafas, las envolvió y se las dio al perro que, antes de recibirlas, dejó caer en el suelo los cinco centavos.
Apenas salimos, el perro echó a andar nuevamente hacia el sitio donde habíamos dejado al amigo.
- ¿Y ahora, qué querrá?-, le pregunté a éste así que llegamos.
- Ya lo verás-, me contestó sonriéndose.
A todo esto, el perro se sentó frente a mí, dejó en el suelo las piltrafas, y empezó a ladrar. Era tan evidente lo que deseaba decirme con esto que, tomando el envoltorio, lo abrí, poniéndolo de nuevo en el suelo, para que el pedigüeño se diera su banquete.
* César, un perro lobo, era uno de los carteros más diligentes y puntuales que había en Oglesby, población del Estado de Georgia. Todos los días, no una, sino tres veces, -en la mañana, al medio día y en la tarde-, acudía a la estación, exactamente a la hora en que llegaba el tren que dejaba las valijas del correo. Quedar éstas en el andén, y encargarse César de llevarlas a la oficina de entregas, era la misma cosa. Nadie, ni siquiera su propio amo, el señor Carithers, jefe de la oficina de correos de Oglesby, nunca acertaba a explicarse cómo se las ingeniaba el perro para acudir a la estación, exactamente a las horas en que los trenes llegaban a su destino, y sobre todo para no confundirlos con ninguno, que era seis, por lo menos, los que pasaban por esa estación.
* En casa de los amos de Princy vivía una señora ciega; siempre que el perro se encontraba en un sitio por donde ella tenía que pasar, el perro se apartaba del lugar sin necesidad de que nadie le dijera nada; lo curioso del caso era que nadie le había enseñado a que lo hiciera; más todavía, ni siquiera nunca se dio la casualidad de que, por haber tropezado la invidente con el animal, lo hubiera aprendido de experiencia; parecía que Princy era cortes por instinto.
* En una de las perreras de Ohio, había un collie que ayudaba a cuidar a los otros perros. Todas las tardes, a las cuatro en punto, como si conociera la hora, iba de perrera en perrera, recogía las vasijas y las llevaba a la cocina, para que las llenaran de comida; igualmente se encargaba de que no les faltara agua fresca a sus compañeros: sabia abrir las llaves de las pilas y nunca olvidaba de volver a cerrarlas, una vez que las piletas quedaban llenas.
(Revista Selecciones)