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PARA HACER UN BIEN HAY QUE PREGUNTAR PRIMERO

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Mamá Cloe pertenecía a esa clase de servidores negros, humildes y sencillos que no se encuentran; de piel oscura como la noche, dientes blancos como la nieve, de igual perpetuamente igual que desafiaba al tiempo, pero de un carácter alegre que se reflejaba en el ébano bruñido de una cara redonda y feliz.

La familia Carter consideraba a mamá Cloe como de la familia y ella igual, veía en ellos la suya propia; no tenía parientes y casi nunca se apartaba de la casa, en cuyo presupuesto figuró siempre el capítulo de sus modestos gastos personales.

Una mañana, la hija mayor de la familia Carter subió al ático y se halló frente a la puerta de la habitación de Cloe; por tradición, a ese recinto estaba prohibido entrar y respetando el criterio de la negra, nadie de la familia había penetrado nunca allí.

Pero la curiosidad pudo más que la prohibición y en un momento de indecisión, empujó la puerta. Ante el aspecto de aquel cuartucho mezquino, incómodo, triste y maloliente, sintió remordimiento y un poco de asco; ¿Cómo era posible que dejaran vivir así a la negra, a quien, supuestamente todos la consideraban de la familia?

La habitación era pequeña, y la hacía parecer aun más reducida el cielo raso, con rastro de goteras que seguía la inclinación del tejado; las paredes, cubiertas de mezcla sin pintura, mostraban grietas rellenas con papel; se veía un tocador con plancha de mármol amarillento y en muy mal estado; una silla coja.

La cama con oxidados muelles, que a fuerza de soportar el peso y el volumen de mamá Cloe habían flaqueado hasta casi descansar en el piso; el colchón de paja, lleno de protuberancias, crujía al menor roce, y, hundido en el centro como una hamaca, había tomado la forma rolliza del cuerpo de su dueña.

El resto de mísero moblaje, si así se puede llamar, era de desecho; verdaderamente daba lástima el pensar que allí viviera un ser humano. Cierto era que mamá Cloe nunca había pedido nada en especial para ella, y como nunca nadie entraba allí…¡

La hija de los Carter les contó la situación a sus padres; hay que cambiar todo esto, aun contra la voluntad de la pobre negra, decidió la señora Carter. Como todos sabían que la negra no admitía que nadie, absolutamente nadie penetrara en sus dominios, después de una campaña de concientización se logró engatusar a mamá Cloe y entusiasmarla con la idea de unas vacaciones en una finca que la familia tenía por los alrededores.

Apenas la negra salió de la casa, llamaron a un trapero, que se alzó con lo poco utilizable que había en el cuartucho; lo demás que no se creyó utilizable fue quemado en el patio de la casa. Luego vino un pintor que arregló hermosamente la habitación, que fue adornada con hermosas cortinas; se compraron muebles nuevos: un tocador grande con un gran espejo, una lámpara y un pequeño escritorio, como también una silla mecedora.

Pero a lo que se dedicó mayor atención fue a la cama: semidoble, con excelente colchón, tapetes para los pies.

Todo estaba listo para el regreso de mamá Cloe, que no se hizo esperar. Fue recibida con inusitado entusiasmo, y la señora Carter, al darle la bienvenida, le anunció sonriendo que le tenía una grata sorpresa. En procesión, toda la familia subió al ático; cerraba la marcha mamá Cloe echa unas pascuas; al abrir la puerta de su habitación quedó petrificada, el rostro cambio de color.

De pronto lanzó un chillido, como de fiera herida, y abalanzándose a la cama, de un tirón arrebató las mantas que la adornaban. Permaneció un instante anonadada; enseguida, con los ojos llameantes imperiosamente reclamó su antiguo colchón.

La señora trataba inútilmente de calmarla; nadie podía explicarse a ciencia cierta la razón de su actitud, qué le pasaba y menos por qué reclamaba con tanta insistencia su colchón.

Con ojos irritados por la ira manifestó que “en su viejo colchón, quemado por inservible, guardaba los ahorros de toda su vida”.

(Edward C. Aswell, Selecciones 1942)

 

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