Autor: Jairo Cala Otero
Las palabras que a diario pronunciamos son tan similares a lo que la brújula es para los navegantes. Pero no parecemos muy conscientes ni convencidos de eso; solamente cuando avanzan los años ─con no menos de un episodio desagradable encima─ vemos nuevas realidades y logramos entender el enorme poder transformador que tienen las palabras.
Sociolingüistas, psicoanalistas y psicólogos coinciden en sostener que somos y nos convertimos en lo que pensamos y decimos. Porque tales son la fuerza y el poder de las palabras que ellas constituyen todo un insondable misterio. Su acción penetra tan profundamente en el subconsciente que sus significados terminan por convertirse en acciones personales de quien las pronuncia.
Para conocer lo que siente y piensa alguien, únicamente basta escuchar un par de minutos cómo habla; o leer lo que escribe. Como manantial de vida, las palabras brotan a borbollones y desnudan a quien las usa. Así colegimos fácilmente qué tipo de persona es aquella que nos habla o escribe, y qué criterios tiene sobre determinados temas.
Una persona sufriente habla en términos desconsolados. Aquella que siente odio y ganas de vengarse contra alguien, no podrá usar más que palabras fuertes y animadas por significados agresivos; quien piensa y procede como un malcriado, tendrá a flor de labios términos soeces e irrespetuosos.
La otra cara del proceso es más agradable: quien siente alegría frente a la vida, habla con vigor y usa palabras animosas; quien piensa y actúa con optimismo, habla con esperanza y confianza en mejores prospectos de vida; aquel que siente consideración y respeto por sus semejantes, tendrá en su vocabulario términos que denotan condescendencia y buena educación.
Es preciso dedicarles unas cuantas líneas a aquellas personas de expresión y pensamiento desconsolados, abatidos, resentidos, apesadumbrados y un sin fin de perfiles semejantes. Son así porque en su interior tienen la semilla de eso que reflejan cuando usan las palabras.
«Lo que sale de la boca del hombre de su corazón procede», decía el Maestro Jesús de Nazaret. Somos, entonces, lo que pensamos y hablamos.
Las palabras nos delatan en todo momento; y aunque, a veces, se pretenda simular una apariencia diferente a un determinado comportamiento, serán las palabras las que se encarguen, siempre y en todo lugar, de ponernos en evidencia ante los demás.
Si «el pez muere por su boca», el malhablado y deslenguado «muere» en crédito y reputación ante sus semejantes.
En los medios radiales, particularmente, hay un fenómeno preocupante: han aparecido allí personas de palabras ligeras y atropelladas.
En su intención de criticar, y de convertirse en una especie de denunciantes de algunas conductas censurables, incurren en prédicas insultantes, toscas, ominosas y de mal gusto.
Peligrosa es esa práctica. Porque para proferir críticas y correcciones a los demás, es preciso no tener ninguno de los rasgos que se critican y corrigen.
Pensar primero y hablar después es un sabio proceso mental que apenas lleva unos cuantos segundos. Es preferible ese al proceso de hablar atropelladamente y agredir el sentimiento de los otros.
Enchufar la mente al corazón y la lengua será siempre magnífico método para no ganar conflictos con nadie. Entonces es recomendable que nuestros sentimientos sean tan puros como las palabras que usemos al hablar y escribir.