Autor: Israel Díaz Rodríguez
Hacía apenas una semana que no miraba a través de la ventana de mi cuarto que me permitía contemplar el bello panorama que brindaban a mi vista un conjunto de arboles; ello modificaba en mucho el horizonte que dos horribles torres que estéticamente en nada embellecen a la ciudad, las cuales mas bien parecen dos cajas de fósforos verticalmente colocadas.
Pues mis árboles ya no podré verlos más, porque una nueva mole de cemento armado que han levantado de un día para otro, me lo impide.
Al paso que vamos, dentro de poco ya no quedarán árboles, su enemigo el progreso los elimina sin misericordia, entre tanto la ciudad se hace más caliente, el calor ya casi llega al límite de lo que el organismo humano puede soportar.
No puedo imaginar cómo un ser humano a sabiendas de que los árboles son pulmones que nos brindan sombra amiga, purifican el ambiente con su producción de oxigeno, los talan sin reato alguno.
Cada vez que miro los dos troncos secos que quedaron de dos palos de mango que además de la sombra que brindaban especialmente a los moradores de un edificio vecino, daban exuberantes frutas con los cuales tanto niños como adultos paleaban el hambre.
Me pregunto si estos seres humanos lo hicieron –talarlos– porque ignoran lo útiles que son los árboles o porque consideran que es mejor para ellos mostrar la fachada de su edifico, aunque los asfixie la canícula.
A todos estos arboricidas, habría que dictarles clases de botánica para que comprendan que estos, como lo dice el maestro Jorge Villamil en su hermosa canción, “Los guaduales”, también tienen alma y si esto no les conmueve, hacerles aprender de memoria y recitar mil veces, la ”Pequeña Elegía” que el malogrado poeta nuestro, Raúl Gómez Jattin le dedicó a los árboles.
Voy a trascribirlo para que si llegan a leer esta columna, se lo aprendan y siempre que vayan a sacrificar un árbol al descargar el primer golpe de hacha, la conciencia les haga detener sus manos y más bien le liberen de parásitos y plagas.
Aquí va el poema:
Ya para qué seguir siendo árbol
si el verano de dos años
me arrancó las hojas y las flores.
Ya para qué seguir siendo árbol
si el viento no canta en mi follaje
si mis pájaros migraron a otros lugares.
Ya para qué seguir siendo árbol
sin habitantes
a no ser esos ahorcados que penden
de mis ramas
como frutas podridas en Otoño.