Autor: Álvaro Serrano Duarte
Antonio Vicente Rueda y María Mujica son los rostros de una fotografía en la cartera de los documentos personales del penúltimo de sus nueve hijos. Sudoroso y feliz, montado en su bicicleta de aluminio ultraliviano, que llevó a Europa, Gustavo se ha detenido en una curva de aquella espaciosa carretera de Los Pirineos desde donde se observa al fondo un pequeño y hermoso poblado.
Saca su cartera y extrae de ella la fotografía de sus padres. Le estampa un beso y la levanta en dirección a aquel grupo de casitas que se ve a lo lejos, diciendo:
— Así es como yo sueño ver algún día a La Fuente.
Estando en esas, el grupo de amigos que lo ha acompañado al viaje por Francia, todos practicantes del ciclismo recreativo, le preguntan por qué se ha detenido y él les responde:
— Ese pueblito que ustedes ven al fondo se llama Pau. Pertenece a la provincia de Aquitania. No tiene más de cien mil habitantes y sus principales industrias son la metalúrgica, la textil y la del calzado.
Fue la capitanía de los Reyes de Navarra desde 1515 y allí se encuentran un castillo del siglo XIII y un palacio del siglo XVIII, que lo hacen propicio para el turismo como otra actividad económica de sus pobladores. Además, por encontrarse muy cerca de los yacimientos de gas natural de Lacq es también epicentro tecnológico...
— Oye, Gustavo, pareces saber más de este pueblo que del tuyo...
— Ni crean, precisamente del mío también sé muchas cosas. Entre ellas, quise ver la similitud que tiene La Fuente con este pueblo europeo. Como al mío, a éste también lo bordea un río que se llama Pau.
— Es parecido, pero no veo razón para tanto entusiasmo...—dijo uno de sus compañeros—.
— En La Fuente se dice que por allá a comienzos del siglo XX pasó de visita un explorador francés que mencionó el gran parecido entre estos dos pueblos y por eso la gente le puso a la quebrada el nombre de “Pao”, en aplicación deforme de Pau, que en francés se pronuncia Pò. Además, el gentilicio de quienes nacimos en La Fuente es “Pagüeños”, otra manifestación de la probable deformación de la palabra, aunque verdaderamente debería ser Paoeños.
— Podrá parecerse en el nombre, un poco en las casas y las calles adoquinadas de aquí, a las de allá, que son empedradas. Pero en nada se parece el paisaje que aquí vemos al de tu pueblo: estas tierras están bien cultivadas; la cría de ganado se hace en armonía con las industrias, porque cada una está en un sector debidamente delimitado. Con un río limpio, carretera de acceso bien señalizada, amplia y con jardines a cada lado...en cambio, allá...
— Pero ustedes me sirven de testigos de que éste no es un sueño. Es algo tan real y palpable que hasta el olor a huerta es parecido al de La Fuente. Cuando yo era niño me tocaba ir a Loma Redonda por almácigos de tabaco para sembrar en la parcelita de mi papá.
— Ya se va a poner nostálgico... -interrumpió uno de sus amigos-.
— Sí, viendo estos hermosos paisajes de montañas cultivadas, con sistemas de irrigación adecuados, sin deteriorar el medio ambiente, logrando el mejor aprovechamiento de la naturaleza sin atentar contra ella, quién no se pone nostálgico recordando tantas dificultades que pasé de niño intentando arañar la tierra para sacarle algún fruto? Esta es una demostración de que lo que anhelo para mi pueblo, se puede hacer realidad...
— Sigamos y nos cuentas un poco más de tus sueños locos...
— Pueden parecer sueños locos, porque la ciudad nos absorbió y no podemos ver si no a través de sus servicios públicos, de su consumismo de tecnología y de su modo de vida.
Pero fácilmente olvidamos que esa agua que bebemos en la ciudad, esa electricidad que mueve nuestros aparatos electrodomésticos o fábricas, esos alimentos enlatados, los cigarrillos que se producen, la ropa que vestimos, el aire que respiramos, y todo lo demás que nos hace la vida cómoda, viene de la mano campesina que siembra bosques, cultiva verduras, cría animales, recoge frutas y sigue su instinto protector.
Es cierto que pasamos por momentos muy difíciles de locura colectiva. Hermanos acuchillándose, bombardeándose y disparándose indiscriminadamente, todos contra todos; pero es importante no olvidar que en esos campos hay una tierra agradecida que puede dar mucho más si se le trata bien.
Si la descuidamos, si seguimos haciéndonos los de la vista gorda ante los ríos de químicos contaminantes, la tala indiscriminada de árboles, permitiendo que aún se sigan aplicando procedimientos de cultivo medievales, pues, seguiremos cavando nuestra propia tumba.
— Oye, oye... ¿acaso estás delirando? -le preguntó otro de sus amigos-. ¿Cómo crees que puedes arreglar un problema sin que se te venga el mundo encima y te joda? Porque en Colombia el que se ponga en esas vainas de reivindicar a las clases menos favorecidas, o ande hablando de conseguir la paz, le dan matarile...
— Yo no me preocupo por proponer soluciones de paz, porque como usted mismo dice, eso es peligroso. Uno no sabe a quién le está pisando los callos. Lo que quiero hacer es simplemente darle a la gente que aún queda en mi pueblo la oportunidad que mis padres y mis hermanos no tuvimos de conocer nuevas técnicas de cultivo, tener conciencia de qué estábamos haciendo bien y en qué nos equivocamos, causándole daño al medio ambiente.
Eso se puede lograr sin hacer ostentaciones de estar combatiendo a los violentos. Además, cualquiera se vuelve violento con tantas dificultades para sobrevivir en un ambiente hostil.
Mi plan, o sueño personal con la gente de mi pueblo, es poder crear una granja escuela que provea de conocimientos técnicos en el mejor aprovechamiento de los recursos naturales.
Que esos niños y jóvenes, capaces de seguir la tarea de sus padres, no vean las ciudades como el paraíso anhelado. Porque esos muchachos vienen del campo creyendo encontrar mejores oportunidades y terminan peor de lo estaban en sus parcelas-.
Gustavo y sus amigos se alojaron en un pequeño y acogedor hotel de Pau. En la soledad de su habitación, recordó que su viaje a Francia era el cumplimiento de un deseo que algún día, quince años atrás, había tenido.
Con razón el profesor de economía política en la Universidad Autónoma le insistía: “Los deseos siempre se cumplen. No son deseos los que hay que tener, sino tener cuidado con lo que se desea”.
Había comprobado el lado bueno de sus anhelos: ir a Francia, estudiar en la universidad, tener un negocio mayorista mayorista de distribución de productos populares, casarse con Flor María Carreño y tener a sus hijos Sara y Gustavo Adolfo.
Luego de bañarse, se vistió para encontrarse con sus amigos en el pequeño bar del hotel. El propósito no era embriagarse, sino compartir en medio de parroquianos y turistas de distintas partes del mundo, lo más parecido a una torre de babel.
— ¿Gustavo: cuál es tu siguiente deseo en la vida? -le preguntó uno de sus amigos-.
— Más bien les cuento una historia sobre los deseos que conocí de boca del sacerdote Luis Solano en el Colegio Salesiano de Barranquilla, cuando estudiaba bachillerato... es tan estremecedora, que parece ficción:
Resulta que, según nos contó el cura, en Germiston, una ciudad de la República Sudafricana, un hombre era propietario de una estancia llamada “Power Diamond”, dedicada a la agricultura y la ganadería.
Era un hombre con una posición económica elevada, que gozaba del aprecio de todos los que le conocían. Pero en el fondo de su alma había un sueño por realizar: ser el hombre más rico del planeta.
Había conocido historias de amigos suyos o labriegos que habían trabajado para él, que se habían ido en busca de minas de oro o de diamantes en otros lugares de Sudáfrica, considerada la región minera más importante del mundo. Poco tiempo después tenía noticias de que habían salido de su pobreza por el hallazgo de alguna veta.
Guiado por su ambición desmedida, concibió la idea de vender todo lo que tenía para partir a Durban el principal centro de tierras ricas en diamantes. Por recomendaciones de mineros expertos, adquirió una pequeña parcela y todo su dinero lo invirtió en la adquisición del terreno. Seis meses después, al quedar insolvente tuvo que hipotecar la propiedad para obtener préstamos bancarios destinados a la compra de maquinaria.
El tiempo iba pasando y por ninguna parte aparecían los diamantes. Vencidos los créditos, no pudo pagarle a sus trabajadores y se vio precisado a entregar tierra y máquinas para saldar las deudas.
Por las calles de Durban vieron pasar a aquel hombre que un año antes había llegado lleno de ilusiones, ahora convertido en un ser irreconocible, viviendo a la intemperie, hambriento y vistiendo harapos, sin amigos ni familia. Era tan terrible su estado, que muchos le creyeron loco.
Una noche, mientras buscaba algunos periódicos viejos para “preparar” su cama, detuvo sus ojos en un titular: “Hallada en Germinston la mina de diamantes más grande del mundo”.
Como quien mira los resultados de la lotería que no ha ganado, para consolarse al saber cuán cerca estuvo de lograrlo, continuó leyendo la arrugada página del diario ...“el importante descubrimiento ocurrió en la Hacienda Power Diamond...”.
A medida que sus ojos recorrían el escrito, se abrían de tal forma que parecían salirse de sus órbitas. Un temblor incontrolable lo invadió. De repente, un terrible y atronador grito se escuchó en aquel vecindario. Todos los habitantes del barrio corrieron a ver la razón de tan espantoso alarido.
En mitad de la acera, hallaron tirado boca arriba al indigente, muerto y aprisionando contra su pecho el ajado papel...
La conversación de Gustavo y sus amigos llegó a su fin cuando uno de ellos se percató de la hora y decidieron ir a sus respectivos cuartos a dormir. Al día siguiente partirían temprano al aeropuerto Charles De Gaulle, de París, para tomar un avión de regreso a Colombia. Era el final de un hermoso y desintoxicante paseo por algunos países del viejo Continente.
Mirando a través de la ventanilla el inmenso Océano Atlántico, Gustavo comienza a elaborar, mentalmente, el plan que seguirá apenas llegue a Barranquilla. Ya se acercan las fiestas tradicionales del ocho de diciembre en su pueblo y seguramente sus compañeros del Comité de Amigos de La Fuente, radicados en la capital del Atlántico, habrán terminado de recoger las donaciones que todos los paisanos han hecho para llevar mercados a las personas más necesitadas.
Como en años anteriores, Gustavo está seguro de que serán grandes cantidades de alimentos, juguetes y útiles escolares. Él, además de hacer su propio aporte, se ha comprometido con el transporte de aquellas mercaderías.
Aprovechará también para enviar los materiales que faltan para culminar la restauración de la vieja casona que adquirió recientemente en La Fuente para reafirmar aún más su sentido de pertenencia con el lugar que le vio nacer, ya que a pesar de llevar muchos años lejos de su patria chica, la añoranza es tan vívida como si hubiera sido ayer que partió en busca de mejores horizontes.
" ..."