Autor: Norberto Serrano Gómez
No entendemos la razón por la cual, muchos matrimonios de ahora se desbaratan casi al terminar la luna de miel; por que él se fue con otra, o que desayuna a la mujer a patadas; que es borracho, pendenciero o jugador, como cualquier galán de película mejicana.
Cuando el que se queja es el varón, porque la mujer lo tiene al borde del manicomio con los celos, o porque se está volviendo más fría que un sapo tunjano, en fin, los pretextos son incontables.
El fracaso de los actuales matrimonios radica en el hecho de que los contrayentes, fuera de no tener ni la más mínima noción de la responsabilidad, confunden el amor con los amores, es decir, pretenden que en el matrimonio las cosas van a funcionar como cuando eran novios: mucho besuqueo, salidas a cine, idas a discotecas a practicar para el casorio y un largo etc, que todo el mundo conoce.
Por eso, cuando se encuentran de narices con las cosas de la vida, con sus obligaciones y dificultades, cuando la muchacha no sabe qué hacer cuando se va la empleada del servicio, ni tiene capacidades para pegar un botón, ni planchar una camisa, porque ni siquiera sabe cómo se enchufa la plancha, y por si fuera poco, el jovencito aspira a que en la casa le tengan todo hecho como cuando vivía en el hotel mama, viene la irremediable desilusión y la estampida.
Por otra parte, la luna de miel que creían eterna, concluye cuando la señora comienza a devolver todo lo que se come; entonces los fogonazos del comienzo se van apagando y empieza el aburrimiento; es cuando el marido se da cuenta que la vecina tiene las piernas más bonitas que la propia mujer, lo cual lo induce a revolotearle hasta terminar en la Notaría, en un matrimonio civil, dejando a la inicial compañera “maldiciendo un hombre y arrastrando un niño”.
Esos matrimonios a la antigua, con esposa durable y rezandera y esposo de alta fidelidad, se van volviendo artículos de museo. En ellos el amor era cuestión de abnegación, de saber cargar la maleta sin quejarse, en las duras y en las maduras, sin tirar la toalla, tener hijos a lo que diera el tejo y poner todos los medios para que los dos cónyuges se arrugaran juntos y se murieran de viejos, el uno después del otro.
La incapacidad para el sacrificio, el confundir el amor con las ganas de acostarse, la incapacidad para aprender las diversas obligaciones, tanto de la mujer, como del hombre, es lo que hoy vuelve añicos el matrimonio.
La felicidad conyugal de los matrimonios de otros tiempos es algo que ya no se consigue, porque se escribía con C: CARIÑO, COCINA y CATRE; hoy la gente se casa y se descasa con la facilidad con que se comen un huevo crudo; ya no hay petición de mano, como en los tiempos románticos, con serenata a bordo; hoy, una propuesta matrimonial es a la moderna:
— Casémonos, mija y verá lo felices que seremos, cuando nos divorciemos...