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La Entrada de Jesús a Jerusalem, según un novelista

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Juan José Benítez es un periodista español, conocido por sus trabajos en y su saga y/o serie de novelas Caballo de Troya.

 

Autor: Juan José Benítez

Todo estaba previsto y todo tenía que desarrollarse con matemática precisión; iba a ser una de las aventuras más importantes de la humanidad, pero tenía que mantenerse en el más estricto secreto: se trataba de realizar un viaje a través del tiempo, aterrizar en un punto geográfico e histórico clave en los anales de la civilización occidental (el año 30 de nuestra Era, durante los últimos días de la vida de Jesucristo, en la Palestina del Evangelio) y regresar después al siglo XX.

El protagonista del relato, un militar estadounidense meticulosamente adiestrado, cumplió su misión: vio al Maestro, habló con Él, convivió con los Apóstoles,  fue testigo profundamente conmovido e indignado de los últimos once días de la vida  de Jesús de Nazaret,  tomó notas…, y volvió para contarlo.

Entrada de Jesús a JerusalemEntretejiendo sabiamente imaginación, ciencia, tecnología, historia y documentos que se guardan celosamente en los archivos de la Nasa, pero a los que Benítez tuvo acceso, el autor ha creado una de sus mejores obras: el mejor libro que se ha escrito sobre la vida de un personaje que le ha dado la vuelta al mundo millones de veces y que hoy, aún después de su muerte, ocurrida en el año 33 de la Era Cristiana, sigue vivo en el corazón de los humanos.  

ENTRADA TRIUNFAL DE JESÚS A JERUSALÉN:

Hacia la hora sexta (las doce del medio día) tras un frugal almuerzo, Jesús pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran hasta el poblado de Betfagé:

— “Cuando lleguéis al cruce de los caminos–les dijo- encontraréis atada a lacría de un asno, soltad el pollino y traedlo;

— ...pero, Señor –argumentó Pedro y con razón- ¿y qué debemos decirle al propietario?

— “Si alguien ospregunta por qué lo hacéis, decid simplemente: “el Maestro tienenecesidad de él”.

Pedro, acostumbrado a estas situaciones desconcertantes de su Maestro, se encogió de hombros y salió hacia Betfagé; en la mirada de Juan se adivinaba la sorpresa y un cierto temor, ¿qué estaba tramando el Maestro?; yo tuve el valor de preguntarle por qué había elegido aquella forma de entrada en la ciudad santa.

El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras, me respondió escuetamente:

— “Así convenía, para que secumplieran las profecías…”.

Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11), como en Zacarías (9,9) se dice que el Mesías liberador de Jerusalén vendría desde el Monte de los Olivos, montado en un jumentillo. Zacarías, concretamente, dice:

— “Alegraos grandemente, oh hija de Sión, ¡gritad, oh hija de Jerusalén!, mirad, vuestro rey ha venido a vosotros; es justo y trae la salvación, viene como el más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno”.

Para entonces, David Zebedeo–uno de los más activos seguidores de Cristo, había tenido la genial intuición de lanzarse al camino de Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la inminente llegada de Jesús de Nazaret.

Aquella iniciativa –como quedó demostrado poco después- iba a contribuir decisivamente  a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la Ciudad Santa, porque además de los hebreos, otros miles de habitantes que habían llegado a la celebración de la Pascua, tuvieron cumplida noticia de la presencia de aquel galileo hacedor de maravillas y con los suficientes arrestos como para plantar cara a  cara a los sumos sacerdotes.

No fue preciso esperar mucho tiempo, a eso de la una de la tarde Pedro llegó a Betfagé y allí estaban los animales: un asno y su cría. En el profundo afecto y la fe de los habitantes de Betania y Betfagé, que se distinguían del resto de las poblaciones de Israel, no fue difícil convencer al dueño para que prestara el pollino: cuando Pedro se disponía a soltar al jumento, se presentó el propietario; al preguntarle por qué hacía aquello, el discípulo le explicó para quien era y el hebreo, sin más respondió:

— “Si vuestro maestro es Jesús de Galilea, llevádselo”; así era el profundo afecto de sus habitantes por el Cristo.

Lázaro me confesó que estaba convencido de que el milagro de su resurrección, uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida pública, había tenido lugar en Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyeran, si no más bien porque ya creían. La teoría no era mala, porque ciudades y pueblos mucho más importantes –caso de Nazaret, Cafarnaun,  la misma Jerusalén, etc-, habían rechazado a Jesús.

Al ver el asnillo –de pelo pardo, apenas de un metro de alzada, casi todos presentes nos hicimos la misma pregunta: ¿para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno?. Jesús  siempre había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas; poco después, al verlo desfilar entre la muchedumbre que se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén, a lomos del jumentillo, empecé a sospechar cuáles podían ser las principales razones que habían impulsado a Jesús a buscar  el concurso de aquel pequeño animal.

El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén; los gemelos, en un gesto que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el ronzal, mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacía las veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándolo a avanzar.

La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su figura, cabalgando de semejante modo sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad ridículo, mitad cómico.

Poco a poco me fui dando cuenta que aquel, precisamente, era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro.  La tradición –tanto oriental, como romana- fijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos cordeles o en engalanados carruajes.

Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante estatura (1.90), a lomos de un burrito?; indudablemente, una de las razones para entrar así en la Ciudad Santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente temporal, y Jesús iba a lograrlo…

Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús como sus discípulas, quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así, imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo.

Así que encajaron el hecho con resignación. El propio Jesús, con sus constantes bromas (vivía de muy buen humor) contribuyó, -y no poco-  a descargar los recelos de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al observar cómo el Nazareno se burlaba de su propia sombra.

Aquel ambiente festivo fue intensificándose a medida que nos alejábamos de Betania. Una muchedumbre que no podía calcular se  había ido agrupando a ambos lados del camino, saludando, vitoreando y reconociendo al Cristo, como el “profeta de Galilea”.

Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente, tanto Pedro, como Simón, el Zelotes, Judas Iscariote e incluso el propio Andrés, estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del grupo, fue disipándose conforme avanzábamos.

Cientos –quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían haberse vuelto repentinamente locos; muchos hombres se despojaban de sus ropones y los extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del jumentillo.

Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían sin cesar:

— “Bendito el que viene en el nombre del Divino, bendito el reino que viene del cielo…”.

Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla razón de que esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología de la palabra judía.(1)

Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar, fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos hebreos cortaron ramas de olivo, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas de los cinamomos y quemando las ramas de este árbol, de forma que un fragante aroma se extendió por el ambiente.

Domingo de RamosSinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podría esperar un recibimiento como aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden del captura del Sanedrín?. Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba muy alegre.

Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino habitual, Jesús y los doce, como igual las mujeres que lo acompañaban, giraron a la derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. A los pocos metros, Jesús saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo  a pie el ascenso hacia la cumbre de la montaña de las aceitunas.

Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo; Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo, se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y callejuelas  blanco-cenicientas.

Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, el semblante de Jesús cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor, había pasado a una extrema gravedad; los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no entendían las razones del rabí. El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del Olivete, comenzaba a llorar.

Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron mansamente por sus mejillas, mientras contemplaba la ciudad. Con los brazos sueltos a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y con voz entrecortada, exclamó:

— ¡Oh Jerusalén, si tan sólo hubieras sabido, al menos en este tu día, las cosas pertenecientes a tu paz y que hubieras podido tener tan libremente…, pero ahora, estas glorias están a punto de ser escondidas de tus ojos…, tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al Evangelio de salvación…; pronto vendrán las días en que tus enemigos harán una trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes.., te destruirán completamente, hasta el  punto que no quedará de ti piedra sobre piedra..,  y todo esto acontecerá porque no conociste el tiempo de tu divina visita…; estás a punto de rechazar el regalo de Dios y todos los hombres te rechazarán.

Obviamente,  ninguno de los que escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico fin que acababa de profetizar el rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el general romano Tito Flavio Vespasiano, primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo Tito remataría con la destrucción total del Templo y de buena parte de Jerusalén, en medio de un baño de sangre.

Más de ochenta mil hombres, integrantes de las legiones 5ª, 12ª y 15ª, reforzadas por la caballería, llegarían poco antes de la luna llena de la primavera del año 70 ante la muralla de la ciudad santa.

En agosto de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias en el recinto sagrado de los judíos. En septiembre,  tal y como lo había advertido Jesús, no quedaba piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad “ombligo del mundo”.

Según los cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían reunido en Jerusalén –con el fin de celebrar la tradicional Pascua –alrededor de seiscientos  mil judíos.

Entrada a JerusalemPues bien, el historiador Flavio Josefo afirma que, durante el sitio, el número de prisioneros –sin contar a los crucificados y a los que lograron huir- se elevó a 197.000, y añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de las puertas de la ciudad pasaron 115.000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos y dispersados.  Las lágrimas y los lamentos del Nazareno, estaban más que justificados.

El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús, por su inocencia y generosidad, se aproximó hasta el Maestro, y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de los usados habitualmente para quitar el sudor del rostro. Cristo, sin pronunciar una sólo palabra más, se enjugó las lágrimas y volvió a montar en el jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad. 

La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus vítores. Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de afecto, avanzando cada vez con mayores dificultades.

El gentío que salía a raudales por las murallas de Jerusalén no se contentaba  solo con aclamarle a ambas orillas del camino; muchos de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo, obligando a los discípulos a abrirse paso entre empujones y gritos, ¡Era el delirio!.

El bullicio había conmovido de tal forma  a los hebreos que, al poco cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas –alertados por el tumulto y que, según los indicios, salía precipitadamente con la idea de prender al rabí- hizo su aparición entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y mazos, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los sacerdotes.

Pero el entusiasmo y el clamor de aquellos miles de judíos eran tales, que debieron pensarlo con más calma y prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva  que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda –único jardín permitido en la ciudad santa- arrancaron decenas de flores, arrojándolas al  paso de Cristo.

Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido saliendo al encuentro del Maestro  y algunos de ellos –los más audaces- se abrieron camino a codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno.

Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús: “¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más decoro!. Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó:

— “Es conveniente  que estos niños acojan al Hijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil hacerlos callar…, si así lo hiciera, en su lugar, podrían hablar las piedras del camino”.

Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se perdieron entre la manifestación, para dar  cuenta a sus colegas de lo que estaba sucediendo en las calles de Jerusalén. José de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la mañana siguiente a Andrés y al resto de los apóstoles, cómo los fariseos irrumpieron con los rostros desencajados en la “sala de la piedras talladas”, lugar de sesiones del Sanedrín, exclamando:

— ”¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil!, hemos sido confundidos por ese galileo, la gente se ha vuelto loca por él.., si no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá”.

Jesús BendiciendoLa triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y empinadas callejuelas de la ciudad. Las gentes se asomaban a las ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos, que veían en realidad al Nazareno por primera vez, preguntaban, “¿quién es ese hombre?”. La propia multitud y los discípulos se encargaban de responder a voz en grito: ”!Este es el profeta de Galilea, Jesús de Nazaret!”.

A eso de las cuatro de la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo. Una vez allí, al sur del gran recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento, pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño.

Atraídos por el incesante griterío de los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se asomaron por entre los altos arcos del acueducto que unía el vértice sur occidental del templo con la zona alta de la ciudad, contemplando  atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que Jesús hablase y que fuese proclamado rey. En el ánimo general, incluyendo a los más íntimos del Nazareno, flotaba la creencia de que aquel era el libertador esperado.

Pero no eran esas, ni mucho menos, las intenciones del Galileo; muy al contrario, haciendo caso omiso de las sugerencias de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la multitud, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.

Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron a Jesús hasta el interior del recinto; poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso hasta la gran explanada que rodea el Santuario, fue olvidando al Nazareno y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior.

 

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