Autor: Isidro Juan Palacios - Madrid, España
"¿Quién decis vosotros que soy?", preguntó a sus apóstoles. Al cabo de 2000 años el enigma sigue intacto y el mensaje no ha perdido su vigencia.
¿Estamos ante la imagen de un profeta apocalíptico y revolucionario divinizado por sus partidarios después de su trágica muerte?
¿Presenta su vida las señas de identidad inequívocas del "Hijo del Hombre" judío?
¿O nos encontramos frente a un Maestro de sabiduría y un iniciado que nos indicó el medio de alcanzar la inmortalidad?
En varios pasajes evangélicos Jesús se identifica a sí mismo como «el Hijo del Hombre» (Lc. 9; Mt. 8). Esta denominación ya aparece en la literatura apocalíptica del Antiguo Testamento (A.T.) asociada al Mesías. Sobre todo, se aplicaba al enviado de Dios que protagonizaba el «Final de los tiempos» y el advenimiento de una Edad de Oro: «Y vi a uno semejante a un Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo» (Daniel, 7).
Esta imagen celeste correspondía a un superhombre divinizado que, al irrumpir en la historia, rehabilitaría a los oprimidos, derribaría a los poderosos y establecería un reino justo. En consecuencia, se esperaba de dicha figura una acción revolucionaria respecto al orden establecido, aunque el término también designaba a un tipo de inmortal característico de esta cultura religiosa.
Dado el estricto monoteísmo judío, las personas que habían intentado encarnar dicho arquetipo no eran consideradas deidades. No obstante, a pesar de su naturaleza humana, tenían un rango superior al de los semidioses paganos. A diferencia de éstos, que eran mortales, se trataba de seres a quienes Dios había inmortalizado en vida y transportado directamente al Cielo, como hizo con los profetas Enoch y Elías.
En la tradición apocalíptica de la Biblia, que representan libros como el de Daniel o el de Isaías en el A.T., la expectativa del Mesías y del «Hijo del Hombre» era básicamente la misma.
Antes de acceder a la gloria final, este «Enviado» debía ser escarnecido, perseguido por los poderosos y difamado. Su imagen adquirió entonces un aspecto dramático, vinculado a los signos que distinguían su misión terrena y que lo identificaron con «el siervo que sufre».
Así aparece en los Evangelios canónicos, en los cuales se afirma que el «Hijo del Hombre» sería reprobado por los ancianos, los sacerdotes y los escribas, antes de morir y resucitar. Sin embargo, resulta llamativo que estos textos excluyeran el aspecto subversivo que tenía dicho arquetipo en lo político y en lo social al citar las escrituras del A.T. como prueba de que Jesús era el Mesías anunciado (Lc. 1, 68-79; 19, 11; y Mt. 1, 21).
En la tradición apocalíptica que sustentaba el esenismo, algunos grupos asimilaban esta imagen mesiánica del «Hijo del Hombre» al regreso del fundador de su comunidad, el «Maestro de la Verdad», que se enfrentaría al «Sacerdote Inicuo» en la batalla final entre la Luz y las Tinieblas.
En el caso de que, como piensan algunos autores, el cristianismo original tuviese una importante influencia esenia, es probable que dicho modelo sirviera de base a la doctrina posterior de la «Segunda Venida de Cristo», que en el Apocalipsis de san Juan surge como un caudillo celeste victorioso –«fiel y veraz»–, en el contexto de una batalla final similar a la que anunciaban los textos esenios.
Sin duda, el hecho de que Jesús se refiera a sí mismo como el «Hijo del Hombre» es un rasgo coherente con su condición de profeta apocalíptico. En este sentido, lo que hace es expresar que su ministerio público implicaba también el cumplimiento de esta promesa de Yavhé a los grandes profetas de Israel.
En todo caso, el concepto se refiere a alguien que alcanzó una dimensión sobrehumana y quedó estrechamente relacionado con otras figuras arquetípicas, como las del «Nuevo Adán» y el «Hombre Nuevo», que designan precisamente a un ser humano liberado de la muerte.
En el mito bíblico ésta es la consecuencia nefasta de la transgresión cometida por la pareja original en el Edén al comer el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia. Del primer Adán había surgido la humanidad mortal, pero el segundo (Cristo) habría conseguido liberarnos de esa condena.
Más problemática resulta su consideración como «Hijo de Dios», aunque tampoco este concepto era nuevo en el judaísmo. Por ejemplo, lo encontramos en el Libro de Job referido a Satanás, de quien se nos dice que se encontraba «entre los hijos de Dios» que se presentaron ante Yavhé.
También lo vemos en el famoso pasaje en el cual se refiere que unos «hijos de Dios» se enamoraron de las mujeres y se unieron a ellas para procrear una raza de héroes y gigantes antediluvianos (Génesis, 6).
Según el Talmud, algunos de ellos, como Og, consiguieron sobrevivir al Diluvio y en el apócrifo Libro de Enochéstos entregan los secretos de las ciencias, las técnicas, las artes y la magia a las mujeres.
Finalmente, judíos helenizantes del siglo I d.C., como Filón de Alejandría, identificarían a estos promiscuos «hijos de Dios» con los demonios, doctrina que asumirían también los primeros autores cristianos.
Tal idea todavía era defendida en los siglos II y III d.C por pensadores como Orígenes y Lactancio, para quienes Jesús y Satán eran «los hermanos rivales» que simbolizaban la dialéctica del mundo, siguiendo el modelo dualista de Osiris y Seth en el antiguo Egipto o de Ormuz y Arimán en la religión persa, aunque dicha doctrina sería condenada como errónea por la Iglesia.
De todos modos, aunque no estamos ante un concepto extraño a la cultura judía, en su versión cristiana –asimilado al «Unigénito» o «Primogénito» del Padre a través de la unión entre Dios y una virgen humana–, resultaba escandaloso y blasfemo para el culto oficial de su época.
En el pasaje en el cual Pedro le reconoce como tal, tenemos dos versiones de la respuesta de Jesús. Tanto en Marcos –considerado el Evangelio canónico más antiguo– como en Lucas –que los expertos creen más próximo que Mateo a la fuente original perdida, supuestamente redactada en arameo–, él mismo asume esta identidad revelada, pero pide a sus discípulos que la mantengan en secreto.
Entre los cristianos del siglo II d.C., muchos sostuvieron que dicha filiación divina debía entenderse sólo en un sentido espiritual. Así, por ejemplo, para las corrientes del siglo II d.C. que rechazaban la idea de que había nacido de una madre virgen, como el docetismo y el ebionismo, Jesús sólo habría sido «Hijo de Dios» por adopción.
Desde una perspectiva histórica, por tanto, puede pensarse que, probablemente, el «hijo de Dios» judío derivó en el «Primogénito» y en el «Unigénito» más tarde, entre las comunidades cristianas más helenizantes y familiarizadas con los mitos paganos, en los cuales la unión entre un dios y una mortal era una imagen muy familiar.
Más aún: si el «Primogénito» pudo ser adoptado por Lactancio en su libro Divinae institutionis como una forma de afirmar su legitimidad dinástica frente a Satán –aspirante ilegítimo–, el concepto de «Unigénito» debió surgir como una fórmula más tardía que rechazaba la doctrina dualista de los «hermanos rivales», implícita en la idea de primogenitura.
En definitiva, si bien nada impide que la filiación divina fuese una convicción original del propio Jesús o bien de sus discípulos, resulta muy improbable que dicha atribución supusiera la creencia en la unión efectiva de Dios con una mujer.
Semejante idea no tenía cabida en el judaísmo, ni siquiera en su versión atenuada, como procreación milagrosa sin sexo, inspirada en una de las versiones del mito de Osiris, tradición de donde seguramente la tomó el cristianismo posterior.
El concepto que hace de Jesús un «hijo adoptivo» de Dios no sólo parece el más adecuado al contexto judío original, sino también el más coherente con las fuentes disponibles, puesto que Jesús exhorta a «hacerse como él», convirtiéndose «en hijos de vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt. 5, 45) y afirma que los pacificadores «serán hijos de Dios» (Mt. 5, 9).
Desde este punto de vista, el término designaría un grado superior de excelencia espiritual análogo al del «Hijo del Hombre», por el cual un individuo podía adquirir –siempre por gracia de Dios– la inmortalidad, algo que también se sugiere en el episodio en el cual Jesús otorga a tres apóstoles la potestad de «no gustar la muerte» hasta su «Segunda Venida».
Por tanto, no estaríamos necesariamente ante el reconocimiento de una filiación divina exclusiva de su persona, sino ante el objetivo último de una iniciación que, en su culminación, implicaba la voluntad de transformarse en un «hijo de Dios».
Más allá de la institución eucarística, la última cena nos habla de la fusión mística.
En la última cena, que se corresponde con el modelo de ágape ritual que practicaban los esenios, Jesús también afirma su identidad divina al expresar la aspiración de que sus discípulos sean uno, «como yo y el Padre somos uno».
Posteriormente, este episodio evangélico aportó la base doctrinal del misterio trinitario y del sacramento eucarístico, por el cual, al ingerir simbólicamente el cuerpo de Cristo, el creyente expresa su propia voluntad de fusión con la divinidad, manifestada en Jesuscristo.
Sin embargo, sin descalificar esta interpretación teológica y ceremonial –imprescindible para fundar un culto centrado en su persona–, cabe destacar el significado místico profundo de sus palabras. «Ser uno con Dios» puede considerarse la meta común de toda Gnosis.
No sólo estamos ante el mismo objetivo que buscaba el iniciado en los misterios egipcios de Osiris e Isis o en los cultos de la salvación de la helenística que seguían su modelo –Mitra, Atis, Dionisos, Cibeles, Orfeo, etc–, sino también ante la meta de la mística oriental.
Expiación y sacrificio
Del sacrificio expiatorio a la vida eterna
La idea de que el «Hijo del Hombre» -como «siervo que sufre»- expiaría los pecados de Israel, es también un concepto que se remonta a los apocalipsis judíos. Pero no cabe duda de que, con el cristianismo, adquiere un significado teológico central. En el Evangelio de san Juan este aspecto de la misión de Jesús destaca de forma especial.
No sólo porque le distingue como el «Cordero de Dios», sino porque incluso sitúa el episodio de la crucifixión en el mismo momento en el cual los corderos pascuales eran sacrificados en el Templo, con lo cual destaca aún más este simbolismo.
Jesús no sólo es ejecutado el mismo día como víctima propiciatoria emblemática –por lo cual en el Apocalipsis de san Juan se le denomina «el cordero degollado desde la fundación del mundo»–, sino que se responsabiliza de su muerte a los mismos sacerdotes (etimológicamente, «los que sacrifican») que oficiaban dicho rito. No es, por tanto, casual que el cristianismo aboliera los sacrificios.
Es el propio Jesús quien, aparte de convertirlos en inviables al ocupar el lugar del cordero pascual en el ara, los había condenado en vida, según recogieron varias fuentes, entre las cuales destaca san Clemente de Alejandría, quien atribuye a Pedro la oposición a los mismos, y el Evangelio ebionita citado por san Epifanio, en el cual Jesús afirma: «He venido a abolir los sacrificios».
Y así fue. Desde que es Cristo quien asume voluntariamente el destino del cordero, no es posible celebrar ninguna liturgia sangrienta, fuera del simbolismo eucarístico que evoca ese acto tremendo por el cual la divinidad libera a los animales –víctimas propiciatorias que, al menos desde Abraham, habían sustituido a los seres humanos en el ara–, revirtiendo dramáticamente la situación al convertirse a sí propia en la víctima expiatoria.
Desde esta perspectiva, es posible entender la mencionada exclusión en los Evangelios canónicos de las referencias judías al carácter político del Mesías prometido como un «Hijo del Hombre» que llegaría sobre las nubes. Jesús no se identificó nunca con ese rey mesiánico en su aspecto de guerrero victorioso, sino sólo con su destino humano, como «siervo que sufre» y como «Cordero de Dios».
Más aún, insistió siempre en este carácter espiritual, advirtiendo contra cualquier tentación de asociar dicha figura al poder terrenal: «No ha de ser así entre vosotros (imponerse al subordinado o al más débil), sino que el que quiera llegar a ser grande, será vuestro servidor, y quien quiera ser el primero será el último» (Mc. 10, 42-44).
Jesús lava los pies a sus discípulos
("El Hijo del Hombre vino a servir, no a ser servido")
Desde esta perspectiva, parece evidente que Jesús no sólo proclamó la necesidad de interiorizar el espíritu de la Ley, denunciando la sacralización de su enunciado literal como un fraude propio de escribas, saduceos y fariseos, sino que también hizo lo propio con los arquetipos del Mesías, el «Hijo del Hombre» y el «Hijo de Dios», proyectándolos a una nueva dimensión con la imagen sobrecogedora del «Cordero» que recoge Juan, el más místico de los Evangelios canónicos y el más sospechoso de «contaminación» gnóstica para los primeros heresiólogos cristianos.
Estos no son los signos propios del rey mesiánico que esperaban los judíos –ni tampoco los del guerrero celeste victorioso de la «Segunda Venida» que aguardan los cristianos–, sino las señas de identidad inequívocas de un gran iniciado.