Autor: Aníbal Tobón Bermúdez
En el día de ayer, miércoles 18 de marzo de 2009, Meira Delmar entró en los fértiles e inasibles territorios del recuerdo. Su fallecimiento precipitó un alud de evocaciones en mi memoria, desde el día en que la conocí hasta la última conversación que sostuvimos, apenas hace unos días.
La conocí en la Biblioteca Departamental, sita a pocas cuadras de mi casa familiar en el barrio Centro de Barranquilla, de la cual fue directora por más de 30 años. Yo tendría unos 13 años y todavía el placer de la escritura no me había poseído, pero era ya un lector apasionado que moraba entre El Tesoro de la Juventud y Julio Verne.
Un dia entraba a la sala de lectura cuando ella salía en compañía de Aureliano Gómez Olaciregui, amigo de mi madre y quien al verme me saludó y me presentó a Meira. Recuerdo su mano delicada pero firme cuando estrechó la mía, rememoro hasta esa sonrisa tierna y tímida que me dedicó y que no cambiaría con el devenir del tiempo.
La vi esporádicamente durante algunos años, hasta que mi sed de mundo me llevó durante varios años a vivir en otros países. Al regresar a Barranquilla a mediados de los años 70 pude conocerla un poco más y mejor.
Era una dama, en todo cuanto esto significa, en cada uno de los momentos de su vida. Una de esas personas que el país necesita con urgencia para recuperar no sólo la dignidad y la poesía, sino también la inocencia, la tolerancia y, por ende, la paz.
Amigable, sin afectaciones depositaba una solidaria ternura en su trato para con los demás, y siempre tenía esa suave sonrisa, que le bailaba casi por toda la cara como un vuelo de mariposa a flor de piel.
Sus ojos de agua mansa dejaban escapar constantes una reposada mirada de comprensión que abarcaba éste y otros universos; porque a veces se le iba la mirada tras un recuerdo, una ensoñación, o una idea y discretamente se apartaba del mundo por unos instantes. Y regresaba a la tierra con un “perdona” que llenaba el ambiente de un amor sin fronteras.
De joven la leí muy poco porque estaba poseído por una sed poética de terremotos literarios, de versos incendiarios y de palabras de protesta. Sin embargo, al ausentarme nuevamente del país por 20 años, fue en el extranjero, donde comencé a apreciar su poesía, que sin estridencias ni fuegos fatuos invadía esas zonas del espíritu donde el sueño, la quimera y el arte van hilvanando una historia, un canto o una remembranza.
En su nombre y en su poesía el mar siempre está presente, a veces como marea matutina con la alegría que producen en la ola los rayos de un sol cotidiano, otras como una pleamar de recuerdos inundando de luna el anochecer de una playa solitaria. También ese mar interior, que a veces se nos escapa a través de alguna lágrima salada, que rueda para conocer a una sonrisa recién nacida.
La suya era poesía casi bordada con una estética de la elegancia, en que no hay sobresaltos ni temores y donde la muerte misma es solo “un callado viaje”. También habita en su poesía un dejo melancólico que se cuela por los rincones de las palabras. Sentimientos heredados quizás de la cultura árabe que nutría su sangre y su memoria, y sazonados con un punto de esa pimienta caribeña que también formaba parte de su universo interior.
En los cinco últimos años la frecuenté un poco más. Asistí con ella, casi siempre acompañada de la poetisa Margarita Galindo, a varios recitales donde compartimos la palabra. La tuve de invitada en mis Revistas Orales de la Universidad del Norte y de Astrolabios; viajamos a Usiacurí a visitar la casa museo del poeta Julio Flórez y tuve el privilegio de ser llamado “mi caballero andante” cuando en los últimos años, le ofrecía mi brazo para caminar cuando ya la edad le traicionaba el paso y la vista.
Siento que con Meira perdimos alguien imprescindible, como en el poema de Bertolt Brecht. Siento que su silenciosa partida se aúna a las pérdidas irreparables que ha sufrido Barranquilla en los últimos tiempos.
Perdimos la paz y la bacanería que nos caracterizaba, canjeadas por la violencia y la traquetería, en una ciudad con miedo y rejas por doquier. Desechamos la solidaridad colectiva del barranquillero a cambio de las monedas falsas de la viveza individual.
Hasta una parte del viejo muelle de Puerto Colombia, monumento nacional corroído por la desidia, fue arrastrado por el mar hace sólo algunos días. Pérdidas tras pérdidas.
Hay que resucitar a Meira. Y si no lo podemos hacer físicamente tenemos que amplificar su ejemplo y su poesía. Que las nuevas generaciones aprendan de ella el canto de la belleza frente a los aullidos del salvajismo; que crezca su recuerdo y nos inunde su humilde sabiduría; que se reparta su sonrisa en nuestros labios acostumbrados a las muecas; que sus poemas se multipliquen como los panes y los peces de nuestros ensueños, de nuestras necesidades y esperanzas.
Hoy, sólo hay espacio para un dolor sereno que mañana debemos trasmutar en un recuerdo vivificante. Meira por siempre del mar.
Aníbal Tobón desde el Mar de Salgar