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En la escoria también se puede encontrar oro

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Esta es una linda historia de algo casi increíble que sucedió en Alaska en los días de la fiebre del oro; en el presente relato se manifiesta claramente la verdad que encierran las palabras de Jesús: “Haz el bien sin mirar a quien”; historias como éstas se conocen a diario en el camino de nuestra propia existencia.

Quiera Dios que alguno de los amables lectores conozca igual o parecido, sería bueno compartirlo con los demás.

En el invierno de 1900, cuando Nome, en Alaska, era un punto imantado del revuelto mapa mundial del oro, con el fin de abrir un pequeño hotel, llegó a aquella ciudad fronteriza la criatura más adorable que han visto mis ojos.

Alta, esbelta, con deliciosos hoyuelos, y el mentón despreciativamente retador. Tenía el valor de la ignorancia y como nada malo le había sucedido hasta el momento, confiaba en cualquiera y no le tenía miedo a nadie.

A los diez días siguientes del descubrimiento del oro, la población de Nome pasó de tres mil a diez mil habitantes, como el despertar de la primavera. El espectáculo resultaba excitante; en las aceras se confundían hombres de todas partes del mundo, mientras los carros se atestaban en el embarrado cauce de la única destapada calle. Los salones y las casas de juego rebosaban gentío; de las abiertas puertas de los salones de baile se escapaba música alegre y chillona y coros de risas estrepitosas.

No forma parte de la historia pero sirve para ilustrar lo que nos sorprenden las personasComo las habitaciones limpias estaban muy solicitadas, el hotel de mi heroína empezó a ganar dinero desde su apertura. Aunque ella lo administraba personalmente, vivía en una pequeña cabaña en compañía de una negra corpulenta y belicosa a cuyo cargo estaba la cocina y los menesteres caseros.

En aquel invierno, Noma se vio favorecida por la llegada de una banda compuesta de los ocho indeseables más extraordinarios que se hayan aventurado jamás por tierras del Norte. No sin motivo aquellos hombres jugadores, ladrones y pistoleros habían adoptado el nombre de “Los Troneras”.

Cierta noche la muchacha oyó que alguien se quejaba en la puerta de su choza. Fue a abrir; era un hombre que débilmente le dijo:

-¡Hola preciosa!, estoy herido..”.

Como se le doblaban las rodillas, tuvo que ayudarlo a entrar. Se disponía a salir en busca de asistencia facultativa cuando él le advirtió:

- “Nada de médicos”.-

- ¡Pero, hombre, está usted herido!

- “Guardemos el secreto, ¿quieres?

El hombre tenía una herida en el hombro; siguiendo las indicaciones que él le hacía, le extrajo de ella los trozos de tela, le lavó la herida con whisky y la taponó con tiras que sacó de un pañuelo limpio.

Cuando el hombre pudo tenerse en pie, se excusó diciéndole:

- “Siento haber tenido que molestarle, pero no podía dar un paso más”.

- “Voy a ayudarlo a llegar a su casa-, ofreció ella.-

Él negó con la cabeza:

- “No puedes permitirte el lujo de que te vean con uno de nosotros; pero me gustaría volver a que me cambies el vendaje, si no te importa”.

- ¡Vaya si me importa!, son ustedes una partida de malhechores”

- Bueno, bueno, sin insultar, me lo cambiaré yo mismo.

- ¿Con esas manos?- replicó la muchacha-, hay que tener las manos limpias, no solo de mugre, sino de sangre. Vuelva usted, ¡que le hemos de hacer!.

A partir de entonces empezaron a aparecer en la puerta de la choza regalos dejados allí por alguien que no se daba conocer, pero que la muchacha intuía de dónde procedían; eran cosas de las que no se vendían en las tiendas del poblado. Cuando el paciente volvió, la improvisada e inexperta cirujana lo reconvino por esto.

- “No te preocupes-, dijo él entonces-, te hemos adoptado.

- Yo no quiero que me adopte una cuadrilla de sinvergüenzas maleantes, -repuso la muchacha con visibles muestras de desagrado.

- “Todas estas cosas son robadas y probablemente me traerán disgustos”.

- Escucha, amiga-, replicó él-, las naranjas no saben quién se las come; si algo ha de librarte de molestias, será tenemos de protectores.

Desde ese momento, ella quedó convertida en la hija adoptiva de aquellos bribones que la llamaban “la hija de los vagabundos”. Un incidente novelesco probó bien pronto que tomaban muy en serio su papel de protectores: una noche, cierto cliente del hotel le confió a la chica un saco repleto de pepas de oro tan voluminoso y pesado que ella vaciló en aceptar tamaña responsabilidad.

Adujo que la caja de caudales no era muy segura, que era necesario abrirla repetidamente para dar cambios; pero a aquella hora avanzada no había lugar más apropiado y el cliente insistió en dejarle el valioso depósito.

A poco, entraron en el hotel dos de los Troneros, a los que ella solo conocía de vista. Tomaron asiento y examinaron cuidadosamente el lugar. Entrando en sospechas les pidió que se fueran, pero se negaron aduciendo que tenían una cita con una pareja de mozos; con disimulo, la muchacha se inclinó hacia atrás contra la caja de caudales, cerró la portezuela y, silenciosamente, dio vuelta a la combinación.

Ya empezaba a respirar más tranquila, cuando la puerta se abrió violentamente, dando paso a dos hombres enmascarados. De un alto, los Troneras cayeron sobre ellos, los echaron fuera y en las tinieblas de la calle les dieron su buena merienda. Cuando terminaron, uno de ellos asomó la cabeza por la puerta y gritó chancero:

- Ya puedes descansar, hija, la función se acabó.

- ¿Acaso sabían quiénes eran?

- Sí, eran los que estábamos esperando.

- ¡Dios mío!, y yo que pensaba que los ladrones eran ustedes.

El Tronera hizo una mueca sonriente y se fue; desde entonces nadie se atrevió nunca más a molestarla.

Pero la hazaña más notable de los Troneras ocurrió en la época de mi regreso a Nome, después de una explotación relámpago de un minúsculo yacimiento de oro que quedaba tierra adentro.

La epidemia de tifoidea que azotaba al pueblo, atacó a la muchacha. Como la cocinera negra no sabía cómo cuidarla, ni había hospital ni modo de conseguir una enfermera, ellos se encargaron de todo. Formando tres relevos, de dos hombres cada uno, y bajo la dirección de Hulda, el ama de llaves de la pandilla, permanecieron de continuo cerca del lecho de la enferma, turnándose cada ocho horas.

Ninguna mujer, por bondadosa que fuera, habría aventajado a aquellos hombres en el cariño, la solicitud, la paciencia y el esmero con que atendieron a “nuestra enfermita”, como la llamaban, durante las largas semanas en que yacía postrada por la fiebre.

Tan ocupados anduvieron en ello, y a tal grado les preocupaba el estado de la muchacha, que, no quedándoles ánimo ni tiempo para ninguna otra tarea, descuidaron las non sanctas que les eran habituales.

Puede que admiraran en su protegida aquéllas virtudes que les habían enseñado a respetar en la infancia; puede, también, que el comportarse como gente honrada , por lo inusitado que fuera para ellos, les halagase con el mismo picante gusto de novedad que halla en un desliz la persona que lleva una vida ordenada. Sea lo que fuere, el caso es que los Troneras resultaron, en tal ocasión, émulos de la hermanitas de la caridad.

Pero la chica quedó convertida en una sombra: apenas si tenía alientos para moverse, y además, estaba casi ciega. El médico dijo que recobraría la visión si lograba reponer las fuerzas, e indicó para esto, que le diesen mucha leche fresca; no era muy fácil hacerlo. En toda la población sólo había una vaca, cuyo dueño se negaba a vender la leche, de modo que la única solución era robarse el animal.

Esto no ofrecía mayor dificultad para gente como los Troneras; pero sí lo era hallarle escondite seguro y, a un mismo tiempo, lo bastante cercano de aquel pueblo cuyos alrededores estaban cubiertos de nieve; entonces, salieron del apuro metiéndola en la sala de su propia casa.

Hecho esto, aún restaba otro problema, ordeñarla, y ninguno de ellos tenía la menor idea de cómo hacerlo; al primero que lo intentó, situándose detrás del animal, éste lo lanzó de una coz a la cocina.

A eso de la medianoche se presentó Hulda que venía de una fiesta; al ver la vaca en la sala, los interrogó; en cuanto se lo explicaron, se arremangó prestamente su lujosa falda y poniéndose en cuclillas junto a la vaca, apoyó la cabeza en el cuerpo del animal, que se dejó ordeñar sin oponer resistencia.

Aunque parezca increíble, los Tronera lograron tener oculto el semoviente en su casa hasta que cesaron los clamores y las protestas que originó su desaparición. Para amortiguar los mugidos montaron una guardia provista de edredones; como pienso, utilizaron heno igualmente robado, cereales aderezados y vegetales en conserva; cuando observaron que le gustaba el maíz lo hurtaron para dárselo.

Y no hubo día en que faltara leche fresca en casa de la convaleciente. ¿Cómo se las arreglaron para evitar que todo ello se descubriera?: la respuesta es tan inexplicable, como las razones de su asiduo interés por la muchacha. Ninguno estaba enamorado de ella, ni le hicieron la más mínima insinuación en tal sentido.

Cuando empezó la primavera, los Tronera fueron ausentándose de uno tras uno y en forma por demás misteriosa y enigmática dejaron la vaca en un lugar cercano para que pudiera volver donde su dueño.

Ni la muchacha ni yo volvimos a saber nada de ellos. Lo probable será que alguno o todos hayan terminado mal, como mal fue el comienzo de su pasada historia; o pueden que se enmendaran, ojalá que así fuese, me encantaría saberlo, como igual encontrarme con ellos para agradecerles por lo buenos y caballerosos que fueron con aquella joven desamparada; en estos deseos me acompaña mi esposa, porque yo terminé casándome con la “hija de los Troneras”.

(Rex Beach, Revista Selecciones)

 

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