Autor: Gustavo Álvarez Gardeazábal
No hay que tenerle miedo a que las leyes del país que va a surgir de la paz la redacten los que hicieron la guerra o los que consideren que así no debía haberse hecho la paz.
Por estos días, cuando se conmemoran los 25 años de la entrega de armas y la firma de la paz con el M-19, vale la pena recordar que ella se logró porque a través de un mecanismo ‘espúreo’, la séptima papeleta, se consiguió convocar una Asamblea Nacional Constituyente.
Salvando con imaginación los matojos que los santanderistas leguleyos pretendieron montarle a esa convocatoria. Esquivando los obstáculos que le metieron al conteo de votos en las urnas de la séptima papeleta, se dio un golpe de opinión que, no jurídico, y aprovechando la segunda elección popular de alcaldes, se llegó al objetivo.
Si eso se pudo en 1990, ahora, cuando la Constitución vigente permite que el Congreso por medio de una ley ordinaria y curiosamente autónoma convoque a una asamblea constituyente, el asunto es mucho mas fácil.
Todo proceso de paz ha terminado con una Constituyente. Núñez, que era más jodido que todos y le tenía pavor y fastidio a los leguleyos santafereños, convocó la de 1886 en Santa Marta para tenerla lejos de las influencias de la burocracia y de los poderosos.
Convocarla en Cartagena como punto final de las negociaciones de La Habana debe ser lo lógico. Que a ella acuda cualquier colombiano, guerrillero o uribista, militar o religioso lo permitirá la misma ley que la convoque al no poner restricciones al pasado de los constituyentes.
No hay que tenerle miedo a que las leyes del país que va a surgir de la paz la redacten los que hicieron la guerra o los que consideren que así no debía haberse hecho la paz. Hay que hacerlas entre todos y con la cara al sol sin encandelillarnos.