Autor: Israel Díaz Rodríguez
Tengo razones muy poderosas para sentir admiración y cariño por los maestros de escuela, cuando hablo del maestro de escuela, no excluyo a los hoy llamados profesores, pero a quienes en particular me voy a referir es a ese ejemplar humano, apóstol de la enseñanza que en el pasado era único en el recinto escolar dictándole clases a un grupo de alumnos de diferentes niveles, edades, aplicación y carácter.
Ese ejemplar humano que de ocho de la mañana a dos de la tarde y luego de dos a cinco, sin un minuto de descanso, dictaba clases él solo, de aritmética, castellano, geografía, historia a parte de intercalar entre una clase y la siguiente, normas, modales y principios para ir forjando al ciudadano del futuro, para formar hombres de bien para la patria.
Era una labor ardua, pesada, dura por cuanto solito, sin más ayuda que un tablero de madera colgado de una pared, una barra de tiza y un borrador, daba comienzo religiosamente a sus clases con la misma paciencia dedicación y empeño siempre pensando en que el alumno, en primer lugar, le prestara atención, entendiera lo que él explicaba y lo pudiera después, no solo memorizar, sino discernir, y sobre todo aprender para mas nunca olvidar.
Admiraba yo, a mi maestro de primaria quien durante las sesiones de clases, no se alteraba nunca y con una paciencia franciscana, se dedicaba a explicarle particularmente a aquel alumno que sabía él que no le había entendido, entonces terminada la clase del grupo, le llamaba aparte, después de hacerle algunas recomendaciones, se dedicaba a hacerle entender lo que aquel no había entendido, se valía para ello de múltiples ejemplos y no daba por terminada la jornada con aquel alumno, hasta que no constatara que en realidad había comprendido.
Ese maestro de primaria se llamaba Calixto Díaz Palencia–mi padre- a quien yo quería y admiraba tanto, ese mismo que en la casa era un padre severo pero afable, que al igual que en el recinto escolar, estaba atento a corregirnos el empleo de palabras mal pronunciadas y redoblaba ese cuidado de manera rigurosa, cuando se trataba de la escritura, con celo máximo revisaba lo escrito buscando las faltas de ortografía, en eso era implacable, al encontrar una falta de ortografía, sin buscar en ningún diccionario la manera correcta como debía escribirse la palabra, apelaba a sus profundos conocimientos y con papel y lápiz a la mano, escribía una decena de palabras homónimas y sobre ellas explicaba el por qué debían escribirse, según el significado con su respectiva letra.
Conocedor como muy pocos de raíces griegas y latinas, daba gusto escucharle como analizaba las palabras y así encontrarles su significado. Calixto Díaz Palencia, mi padre, mi maestro, que orgulloso me siento de haber sido tu hijo, te acompañé, porque tú me llevabas donde quiera que ibas y si era en el campo, me explicabas muchos de los fenómenos de la Naturaleza, en la escuela me instruías, en la casa me formabas.
Viejo querido cuanto te lloré el día que te nos fuiste para siempre físicamente, porque espiritualmente siempre te hemos llevado en el corazón y muchas veces en mi silencio, evoco tu espíritu para que me des fuerzas suficientes que fortalezcan mis propósitos e intenciones.