Carmen Rosa Pinilla Díaz
Pensionada, Historiadora - Bucaramanga, Colombia
LA ESPERANZA ES LO ÚLTIMO QUE SE PIERDE.-
* En tiempos de la Segunda Guerra, varios marineros de un buque inglés torpedeado, llevaban una semana vagando en un bote salvavidas en el Atlántico, cuando al anochecer del séptimo día vieron un convoy que pasaba como a tres millas de distancia.
Uno de los hombres dio un débil grito de alegría y la esperanza renació en el pecho de todos, porque “dentro de una hora estarían a salvo”. Uno de ellos comenzó a hacer señales con un reflector que sus manos heladas y temblonas por el hambre y el cansancio, apenas lograba sostener.
De pronto se detuvo y cambió una mirada significativa con sus silenciosos compañeros; todos habían tenido el mismo presentimiento. Si había un submarino por allí, la luz del reflector, que era visible a varias millas de distancia, de inmediato delataría el paso del convoy.
- ¿Un tantico arriesgado, verdad?-, con visible temor dijo el hombre; los demás asintieron con la cabeza.
Lentamente bajó el reflector, lo apagó y sacó su linterna eléctrica de bolsillo; los demás lo imitaron y pasaron largo rato haciendo desesperadas señales con sus pálidas lucecitas a través de la inmensidad de las aguas. No lograron respuesta alguna. Cuando vieron desaparecer en la distancia el convoy, hubo minutos de angustioso silencio. Luego el mismo marinero dejó escapar de sus labios resecos estas palabras:
- ¡Bueno! ¡Acomodémonos para pasar la noche, y que sea lo que Dios quiera!.
Nadie añadió palabra alguna, aunque todos se daban cuenta de que probablemente habían sacrificado la última esperanza. Cayeron las sombras, las horas fueron pasando. De pronto, uno de los marinos dio un grito; los hombres aprisionados en el fondo del bote alzaron débilmente la cabeza y vieron un resplandor que fulgía en la distancia: un navío de guerra ingles había visto los minúsculos rayos de luz de las linternas y acudía en su auxilio.
MURIÓ EN SU LEY
Cuando se escribía la historia de la presente guerra, las páginas dedicadas a los holandeses de Java brillaran con resplandores heroicos; los holandeses sabían a ciencia cierta que iban a morir, pero también sabían que antes de caer podían vender caras sus vidas, matando japoneses.
Un bombardeo de la dotación de una fortaleza volante relató el siguiente suceso:
“Cuando salimos de Java y aterrizamos en un aeropuerto de Australia, a eso de la medianoche oímos acercarse un avión; no tardó en chocar contra el suelo; corrimos al lugar del siniestro y nos encontramos con los desportillados restos de la nave; debajo se encontraba tendido y mal herido un piloto holandés como de 40 años. Cuando lo extrajimos, el hombre lloraba y pateaba, no por hallarse herido, sino porque se había quedado sin armas para combatir.
“Como andábamos escasos de pilotos y nos sobraba un bombardero de picada, le dijimos que podía utilizarlo; nunca había tripulado un avión de esa clase, pero el contento hizo que su cara se irradiara. A los 20 minutos de recibir instrucciones, manifestó que estaba listo para llenar los tanques de gasolina y tomar su carga de explosivos, porque se le estaba haciendo tarde para “una cita con los japoneses”. Voló en dirección al Norte dejando una estela muy leve en el cielo estrellado. Sé que no vivió, pero apostaría a que causó serios descalabros antes de caer. El hombre murió feliz. ¡Dios conceda paz a su alma!
DIO SU VIDA POR LOS DEMÁS
En el momento culminante, que igual fue el último de su existencia, Milorad Stosich tenía 25 años y era un sereno en el pequeño poblado de Kranj, en Eslovenia, bella región montañosa que se extiende al noroeste de Yugoeslavia. Stosich era uno de esos hombres que se esfuerzan en pasar inadvertidos. Si no escapó a la suspicaz mirada de los nazis fue por un hecho que evocó en él algo más grande que cuanto defendían los hombres del tercer Reich.
Kranj era uno de los centros de ocupación nazi; las montañas de tupidos bosques que dominan la ciudad estaban cuajadas de güerillas que obligaban a Hitler a mantener grandes fuerzas en el sector; una mañana un alemán apareció en la calle, muerto apuñaleado; los nazis se apoderaron de diez rehenes y anunciaron que los ahorcarían, si en el término de 24 horas no aparecía el culpable.
Una hora antes de expirar el plazo, Milorad se presentó en el cuartel general nazi y dijo que era él quien había matado al alemán; de inmediato fue ahorcado; de su cuello colgaron un cartel que decía: “Este cerdo esloveno ha delinquido contra el Reich”.
Vecinos del poblado que conocían el carácter en extremo apacible de Stosich, dudaron de su autoría, e hicieron secretas indagaciones y comprobaron su inocencia, así como el verdadero autor de la muerte que se quería castigar se encontraba peleando en las guerrillas. ¿Qué motivó a Stosich al sacrificio? Tal vez pensó, en su humildad, que los diez rehenes valían mas para la causa, que su insignificante persona.
Más adelante, los alemanes descubrieron que Milorad Stosich era inocente de la muerte que se atribuyó a sí mismo e intentaron atrapar a los rehenes salvados, pero todos se habón unido a las guerrillas.
(De la revista Selecciones)