“Salud a ti, lector desconocido, que descubrirás estas páginas”. Patético llamamiento que podría ser la primera frase de un mensaje confiado a una botella en el momento de un naufragio dramático.
El judaísmo parecía naufragar; Mordechai decía a Tema, su prometida, unos días antes de la sublevación del gheto de Varsovia donde ella había de morir: “De todas formas, todo está perdido; así que vive, vive a toda costa; podrás contar, tú que también sabes contar”.
Los primeros días de Treblinka, aquella necesidad de testimoniar había sido para muchos una razón de sobrevivir.
A partir de estas primeras impactantes paginas, Carmen Pinilla Díaz les irá contando paso a paso la verdadera dimensión del ghetto de Treblinka, para que la memoria de este genocidio no llegue a borrarse nunca de la conciencia de la humanidad.
He llegado a pensar que las historias que igual narra la Biblia sobre el sufrimiento del pueblo hebreo, no sucedieron entonces, sino que son parábolas de lo que pasaría muchos siglos después, porque es increíble de pensar que estos hermanos nuestros, teniendo en cuenta que todos somos hijos de Dios, tuvieran que pasar por la antesala del dolor en el yunque del herrero, hasta llegar a purificarse algún día y ser coherederos del Reino de uno de sus hijos, Jesús de Nazaret.
Cada detalle de las historias contadas aquí está garantizado por los testimonios escritos o verbales que el autor de ellas, Jean-François Steiner, recogió y confrontó
Leyendo estas impactantes historias nos preguntamos: “¿Por qué los judíos se dejaron conducir al matadero como borregos?, pregunta que igualmente se hacen la juventud judía del siglo XX.
También en Europa, muchos judíos de la joven generación, que no han conocido el nazismo, se preguntan, respuesta que no logran conocer.
Muchos de la generación actual se cuestionan igualmente por qué hay personas que hoy comulgan con el pensamiento de Hitler?, ¿acaso dudan de la existencia del Holocausto?
Conformación del ghetto de Treblinka
No consiguiendo que emigrasen todos los judíos de quienes querían desembarazar a su Imperio, los constructores del “Reich de mil años” resolvieron exterminarlos. La invasión de URSS en junio de 1941, dio al problema sus verdaderas dimensiones; en los territorios ocupados por la Wehrmacht, en Polonia, Ucrania, Bielorrusia y los Estados Bálticos, vivía una población judía de varios millones de hombres.
En consecuencia, el jefe de los SS, Heinrich Himmler dio la orden de “tratar” las nuevas tierras conquistadas por el Tercer Reich en su expansión hacia el Este.
La operación había de desarrollarse en dos fases: Primer tiempo.- Reagrupamiento de los judíos en determinado número de ghetos. Segundo tiempo- Liquidación progresiva de los ghetos así creados.
Según los “técnicos”, los judíos, la “raza inferior”, debían dejarse matar sin resistencia; la perfección del sistema nazi excluía la menor posibilidad de una rebelión. Así comenzó el tiempo del gheto, primera etapa de la “solución final”-.
La primera medida fue la creación de unidades especiales “progromistas”; se les dio un nombre rimbombante: los Ipatingas (los vigilantes), y sus miembros vistieron uniformes marciales; se les hizo seguir cursillos acelerados de antisemitismo; a jóvenes lituanos, cuyo antisemitismo era tal vez más antiguo que el propio pueblo judío, se les enseñaba por qué debía odiarse a los judíos.
La puesta en condiciones duró dos meses y se desarrolló sin un gesto de rebelión, y sin violencia, Los “técnicos” prepararon la “Operación gheto” con esmero: quinientas casas, es decir, diez mil aposentos para los sesenta mil judíos, a seis por pieza, habida cuenta de que en la confusión general las familias no podían agruparse por afinidad, la zozobra moral fue grande. Por último, siendo ello la gran originalidad de la operación, los “técnicos” decidieron, para el traslado, plantear a los judíos un “rompecabezas”.
El “rompecabezas” imaginado por los “técnicos” era sencillo: en marcha hacia el gheto, al llegar a determinado lugar, iban a formar la columna en dos: una de las filas iría al gheto, cuya situación aún la ignoraban los judíos, y la otra…??
La encrucijada había sido elegida en el punto donde el terreno empieza una larga pendiente, a fin de que los judíos, al ver escindirse a lo lejos la columna, tuviesen tiempo suficiente para plantearse el dilema: “¿A la izquierda?, ¿a la derecha?, ¿hacia el gheto?, ¿o…?, hacia lo desconocido.
Lo desconocido tuvo un nombre algunos días antes del traslado al ghetto. Aquel día, dieciséis miembros del Judenratfueron conducidos y por primera vez supieron los judíos su destinación: Ponar.
Era el nombre de un paraje a siete kilómetros de Vilna en la linde del bosque. Entonces se recordó que unos campesinos dijeron haber oídos descargas allí. De momento se creyó que era un campo de tiro.
Como si el azar estuviera al servicio de los “técnicos”, el misterio se hizo aún más impenetrable de una manera totalmente fortuita: la hija de uno de los dieciséis deportados del Judenrat, tras haber esperado todo el día el regreso de su padre, rompió a sollozar a la salida del edificio del Judenrat. Un soldado de la Wehrmacht se le acercó y ella le dijo: Ponar.
El soldado, conmovido, prometió ir a ver a Barstein en Ponar y regresar el día siguiente. La noticia del incidente cundió rápidamente en el barrio judío, y el día siguiente, cuando el soldado volvió, la plaza estaba llena.
El soldado estaba apurado. Contó que no había podido entrar en Ponar, que ni siquiera los oficiales superiores podían hacerlo. En ese momento, Ponar, se convirtió en un misterio henchido de espanto.
Cuando todos vieron ante sí dividirse la multitud en dos filas, cada uno se pregunto cuál sería la buena dirección y, apoyándose en un vago razonamiento que implica más intuición que lógica, escogió.
Los que habían escogido la izquierda ganaron, los otros perdieron. Los que ganaron se dijeron: “Tenían razón”, y pensaron que les bastaría reflexionar bien sucesivamente para llegar al final. Su vida se tornó entonces en, “roja o negra”. Pero un juego cuya trágica realidad rehusaban reconocer, pues la vida no es soportable ante la certeza de la muerte.
COMIENZA EL GENOCIDIO
El trueno despierta la mañana
Unos días después de su instalación en el gheto, el doctor Ginsberg fue despertado una madrugada por unos golpecitos furtivos en la puerta de la habitación que ocupaba con su familia.
El día apenas despuntaba y toda la casa dormía aún. Inquieto titubeaba en ir a abrir, cuando oyó una voz de mujer que le llamaba por su nombre. La voz era suplicante:
- “¡Doctor, por favor, abra!, soy yo, Pessia Aranovich, me he evadido de Ponar”.- Al abrir la puerta, vio a una mujer vestida de campesina lituana, que llevaba un ramo de flores en las manos. Iba a cerrar la puerta a la desconocida cuando observó su rostro desencajado por el miedo.
- “¿Quién es usted, qué quiere?”-, le preguntó con hostilidad. Conocía muy bien a Pessia Aranovich; la había visto crecer y casarse. Era una mujer joven, muy guapa que reía constantemente. Aquella campesina sucia que parecía una loca no podía ser Pessia.
- “Estoy herida”- dijo ella.- Entonces la dejó entrar e hizo que se sentase; luego fue por un poco de agua y alcohol que había logrado llevarse al gheto.
- “¿De dónde ha sacado usted el nombre de Pessia?”-, le preguntó.
- “Pero doctor, si yo soy Pessia Aranovich; me he evadido de Ponar y una campesina me ha dado esta ropa y este ramo de flores para disfrazarme y poder llegar donde usted.
Los Ipatingas tomándome por una campesina de los alrededores me han dejado entrar en el gheto y alguien me ha dicho que usted vivía aquí. ¡He venido para curarme y para decirle a usted que Ponar no es un campo de trabajo, como nos lo hicieron creer cuando nos llevaron allí; doctor, Ponar es un horrible cementerio, ¡allí matan a todos los judíos!”
- “¿Todos los judíos?, vamos, no es posible. ¿Por qué habrían de matar a todos los judíos?”- le dijo dulcemente el doctor Ginsberg, tratando de hacerla reflexionar. Ella hizo un gesto con la mano y su rostro cobró una expresión infantil. Muy extrañado y profundamente conmocionado, la reconoció. – “Cuéntame lo que has visto”-, le pidió notando que ella necesitaba hablar.
- “Cuando vimos el gentío separarse en dos lados, todo el mundo se preguntaba: “¿Qué pasa, qué significa esto?” Mi marido me ha dicho que, esta noche algunos no dormirán en sus camas.
De momento no he comprendido; entonces ha añadido que era el momento de no equivocarse; quería que yo echase hacia la izquierda con nuestra hija y él hacia la derecha. Yo no he querido, le he dicho que si debíamos ser deportados, valía más serlo juntos.
“Esperemos que los que se equivoquen no arriesguen la deportación”, él me respondió. Yo no sabía qué quería decir, pero empecé a sentir miedo. Hemos buscado un indicio que nos señalase la buena dirección.
Seguíamos avanzando y la encrucijada se acercaba. La multitud se había vuelto silenciosa, cada uno sentía que su porvenir iba a decidirse en aquella encrucijada. Insensiblemente nos íbamos apartando hacia la izquierda.
Percibíamos ya algunos alemanes y milicianos que se allí se encontraban, inmóviles, con rostros impenetrables. El primer soldado, que formaba el filo de aquel tajamar, era un auténtico alemán, alto, rubio, muy guapo. Nos miraba amistosamente con una leve sonrisa, con expresión distante. Su mirada no se fijaba en nadie en particular”-.
La voz de la joven se estaba apagando, ya no sentía miedo; contaba algo que había ocurrido en otro mundo, en otra vida. La señora Ginsberg se había levantado y fue a la cocina a prepararle un té, que la muchacha ni siquiera tocó.
- “..Aquel alemán me fascinaba, tan guapo, tan distante, tan diferente a nosotros. Lo miraba intensamente tratando de descifrar en su cara qué ruta era la mejor. Mi marido me murmuró algo que no comprendí, lo repitió con voz sorda y apremiante: ¡a la derecha, pronto!, y me sentí empujada antes de haber comprendido.
Cuando caí en la cuenta, el alemán ya estaba detrás de nosotros. Mi marido me explicó que cuando le había visto sonreír con conmiseración mirando a la oleada que pasaba hacia la izquierda, comprendió que debía irse a la derecha.
La calleja iba estrechándose y nosotros caminábamos más de prisa. Comenzamos a oír gritos detrás de nosotros; alguien dijo: “Nos llevan a la prisión de Lukichki”; todos lo habíamos notado y nadie respondió.
El semblante de mi marido estaba ensombrecido. “Con tal que no me haya equivocado”, dijo. Al llegar ante la prisión acortamos el paso, indecisos, jadeantes. “Entonces, ya está, pensé, nos hemos equivocado” ¿Qué pasará ahora?
Una voz murmuró: “Escapémonos, pero otros respondieron, “¿para ir a dónde?”. La columna reanudó su paso normal. Mi marido me apretó el brazo y me miró sonriendo. “Estamos demasiado nerviosos, nada pasará”, me dijo”.
- “Finalmente llegamos a donde creíamos que era el ghetto. Estaba tan agotada que todo me daba igual. Mi pequeña hija se había dormido en mis brazos.
Mi marido me llevó hacia una casa. Entramos en una habitación, pero ya estaba ocupada, de todas maneras ya no teníamos fuerzas para andar. La ventana estaba rota y no había mueble alguno, ni siquiera una silla, me senté en el suelo y me quedé dormida.
En plena noche me despertó unos cuchicheos; mi marido estaba ante la ventana con un grupo de hombres, y aunque hablaban en voz baja, discutían animadamente.,
- “Hay que huir”- decía uno
- “¿Y las mujeres?- respondía una voz
- “Los hombres forzarán la barrera y las mujeres nos seguirán.
- “Y nos matarán a todos.
- “De cualquier modo lo harán; han rodeado el ghetto, se los llevaron a todos.
- “Pero, ¿tenéis pruebas de que maten a los judíos en Ponar?
- “¿Por qué entonces se los llevan para el bosque?
El que quería revelarse tenía la voz de bajo profundo y hablaba yiddish con acento de Ucrania; solamente le veía la figura baja, maciza, me inspiraba confianza. La discusión derivaba en charlatanería; no había duda de que los hombres no querían rebelarse.
- “No podemos, no sabemos nada. Tal vez nos lleven a trabajar en una fábrica secreta, o bien a cavar zanjas. No pueden ser idiotas hasta el punto de matar a hombres que les pueden ser útiles.
- “Los fascistas son nuestros enemigos”-, dijo el ucraniano con convicción.
- “El mundo entero es nuestro enemigo. Hitler es tal vez más peligroso que los otros, pero perderá la guerra un día u otro. Quiero vivir hasta entonces para verlo.
- “¿Cómo un esclavo?”.- El ucraniano hizo esta pregunta con tono deliberadamente hiriente. Su interlocutor respondió con gran dulzura y con profunda tristeza: - “Incluso como un esclavo, lo que cuenta es vivir. Dejemos el heroísmo a los demás; debemos vivir para contar lo que el hombre es capaz de hacer al hombre. Acaso sea lo que Dios ha decidido para nosotros”.
- “¿Y dónde estarán los testigos si nos matan a todos?”
- “Otros contarán cómo hemos muerto; huya usted si quiere, parece fuerte, lo conseguirá”,- y se alejó.
“A la mañana siguiente, nos despertamos temprano. Hablé con el ucraniano; me contó que era oficial del Ejército Rojo y que se había quedado en Vilna cuando la retirada, para organizar una guerrilla.
Era muy feo, pero parecía estar dotado de una fuerza extraordinaria. Cuando le pregunté qué hacia entre nosotros, me contestó que había decidido quedarse con el pueblo para intentar organizarlo.
“En las horas de la tarde una manzana de casas fue rodeada y a todos los que estaban dentro se los llevaron; por nosotros vinieron el día siguiente; salimos a pie hasta Ponar. El soldado ruso estaba detrás de mí. Le oía cómo estaba tratando de convencer a sus vecinos.
- “Ahora o nunca”-, decía.- Parece ser que sólo matan a los viejos o impedidos”-, “Si intentamos huir, con seguridad nos matarán, en tanto que ahí todavía tenemos una posibilidad”-, le respondió alguien.
- “Era vergonzoso, pero todos pensábamos como él. El soldado ruso tenía razón, pero no comprendía”.- El doctor Ginsberg se inclinó hacia adelante y, con voz muy dulce le preguntó:
- “¿Qué es lo que no comprendía?”
Pessia pareció despertar de un sueño. Miró al doctor
- “Pues eso, esas ganas de vivir. No teníamos miedo de morir, pero queríamos vivir. “¿Usted comprende, doctor?
El doctor, aún incrédulo, le contesto “Sí”, por no empezar una discusión sobre aquel tema para que ella continuara su relato.
- “Cuéntame, Pessia, continúa-, le dijo con suavidad.
- “Nuestra columna avanzaba lentamente y la voz del soldado se hacía más apremiante. Me volví hacia él y vi que llevaba la frente vendada. Debieron golpearle durante la redada.
- “! No hay muchos guardias, matémoslos y apoderémonos de sus armas!”
- “¿A dónde iremos?
- “Al bosque”
- “¿Y cómo viviremos con nuestras mujeres y los niños?
- “ No tenemos derecho a morir de esa manera”,- nadie le contestó.-
Entonces, con rabia nos gritó: “¡Rebelaos!.- Me volví otra vez. Sus vecinos murmuraban el Chema Israel (canto de difuntos). Él tenía la cara contraída y sus ojillos parecían arder.
Me disponía a decirle que esperásemos un poco más cuando de pronto, lanzando un alarido, saltó de costado y empujando a los que lo separaban del guardia más próximo se le echó encima arrebatándole el fusil.
Al grito que lanzó la columna se detuvo, pero nadie comprendía lo que pasaba. Los guardias se alejaron de nosotros y se echaron los fusiles a la cara. El soldado se alejaba lentamente, a reculones, sirviéndose del guardia como de escudo.
Blandía su fusil con la mano derecha y nos gritaba que nos arrojásemos sobre los otros guardias, que no nos dejásemos conducir hacia la muerte como un rebaño, pero todos los hombres bajaban la cabeza y seguían murmurando el Chema Israel.
Los guardias no sabían qué hacer; entonces un SS se adelantó, se echó pausadamente el fusil a la cara, apuntó lentamente y tiró el gatillo. El guardia que el soldado tenia sujeto lanzó un grito y tropezó.
El soldado le sostuvo, el SS tiró una segunda bala y luego una tercera. El soldado ruso no se atrevía a disparar, pues nosotros estábamos detrás del SS; nos gritó nos tumbásemos, pero nadie se movió.
- “Por qué ha hecho eso? –, murmuró mi marido-. Es inútil, de todos modos morirá y nosotros también. Entonces, ¿por qué?.-
La voz del soldado era más débil. Las balas del SS debían de haberle alcanzado a través del cuerpo del miliciano. El SS avanzó, fusil en ristre, pronto a disparar. Luego, todo pasó muy rápidamente.
El soldado soltó su escudo humano, se echó atrás y se lanzó a correr. El SS se paró, apuntó con una calma impresionante; al primer tiro el soldado vaciló, al segundo cayó. Iba a incorporarse cuando recibió la tercera bala, su cuerpo tuvo un sobresalto y se desplomó inmóvil.
El SS ordenó a dos judíos que fuesen a buscar el cadáver, lo ataran de los pies y lo arrastraran todo el camino.
“Reanudamos la marcha, los hombres seguían diciendo su plegaria a los muertos; mi hijita rompió a llorar, y entre sollozos me preguntó:
- “¿Dónde estamos, mamá?, tengo miedo, mucho miedo”- Yo le contesté acunándola:
-“No tengas miedo, cariño mío, aquí hay un camino que lleva al Paraíso, duerme hija mía, ¡Es tan bonito el Paraíso!”.
El doctor escuchaba apasionado, pero aquella historia contada en aquel tono de sueño le parecía casi irreal. Su incredulidad subió de punto cuando Pessia comenzó el relato de Ponar.
- “Íbamos como un cortejo fúnebre, con aquellos dos hombres tirando del cadáver delante de nosotros, y todos los demás que cantaban El Maleh Rachamin. La carretera era polvorienta y nuestros pasos levantaban una nube de polvo a algunos centímetros del suelo. Cuando a lo lejos apareció el bosque, los hombres cantaron más fuerte.
El sordo murmullo se transformó en un zumbido indistinto del que destacaban a veces una voz más fuerte y más bonita, toda henchida de amor suplicante: “¡Gloria a Nuestro Señor, gloria a la Eternidad, bendito sea su Nombre!” La voz subía, clara y ardiente, y luego bajaba disolviéndose en el fondo sonoro.
“No vi llegar el bosque. De pronto, gritos, golpes, alambradas y un hedor terrible. Nos detuvimos, no sabía lo que iba a ocurrir y, con los ojos cerrados, estrechaba mi hijita entre los brazos. Volví a abrirlos cuando mi marido me dijo adiós. Estaba muy calmado y me miraba intensamente:
- “Perdón- añadió., me he equivocado"-
Los hombres avanzaban de cinco en cinco, andaban cincuenta metros, se paraban y se agachaban. Se oía una descarga y se les veía desaparecer. Después ya no quedó nadie delante de mí y avancé a la vez. No tenía miedo, ya no vivía.
De pronto, a mis pies, vi una gran fosa llena de cadáveres; no oía las detonaciones, pero sentí dolor en un brazo. Me dejé caer adelante diciéndome: “Ya está, me han matado”, y perdí el conocimiento.
El doctor Ginsberg inspeccionó a la joven, estaba muy mal; pensó que estaba delirando, o que se había vuelto loca. No podría creer aquella historia de espanto y dolor, que parecía salir de un espíritu torturado y no de una mente lúcida.
- “Cálmate, Pessia- le dijo-, tienes fiebre y has tenido una pesadilla”, pero la joven nada respondió. De pronto, abriendo de nuevo los ojos, dijo:
- “Abrí los ojos, todo estaba oscuro, hacia mucho frio; intenté volverme, pero no podía”.
El doctor le solicitó a su esposa que trajese agua hervida y quiso deshacer el vendaje somero que rodeaba el brazo de la muchacha; estaba tan tensa que no le pudo apartar el brazo del cuerpo.
- “Mi hijita había muerto asfixiada; no sé cómo aparté todos los cadáveres que me cubrían; recuerdo que me arrastré, había alambradas, logré deslizarme por debajo de ellas. Tenía tanto miedo que seguí a rastras largo tiempo; luego me incorporé y como pude eché a correr.
Encontré a una campesina, me dio esta ropa y este ramo, me envolvió el brazo con un trapo y me dijo que me volviera al ghetto haciéndome pasar por una campesina que venía a vender flores. Al llegar, pregunté por usted y nadie lo sabía. No recuerdo cómo llegué aquí”.
El rostro de Pessia se apaciguó y su cuerpo se relajó. El doctor Ginsberg tuvo justo el tiempo de retenerla; la tendió en el suelo sobre una manta, y dijo a su esposa: “La pobre debe haber sido golpeada, arde en fiebre. Pero, ¿de dónde habrá sacado esa historia?
- “Todo lo que vivimos es demasiado para una joven como ella”-, respondió su esposa.-
El doctor procedió a deshacer el vendaje que cubría su brazo, vio la herida de un color rojo macilento.
- “Está muy mal herida”-, dijo. La mujer se acercó con una cacerola de agua hervida; él apoyó el brazo de Pessia sobre su rodilla; a la altura del bíceps había un feo agujero negruzco.
- “Diríase que es una bala lo que ha hecho esto”-; empapó un pañuelo en el agua y se inclinó para limpiar la herida; algo se novia en el fondo, se inclinó y alzando la cabeza con angustia dijo aterrado:
- “¡Dios mío!, ¡Hormigas rojas del bosque!.”
(Espere otra edición de estas impactantes historias)