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Los lobos también saben amar hasta la muerte

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El lobo rey enamoradoHace muchos años, hallándome en el sudoeste del país, un amigo, ganadero de Nuevo México, me invitó con insistencia a pasar unos días en su hacienda de Valle Currumpaw; sabía que yo era cazador de lobos y contaba conmigo para librarse de la manada que estaba haciendo estragos en sus hatos.

Gustoso acepté la invitación y me puse en camino; dos ayudantes me acompañaban –Billy Arden y Charley Winn-; llevábamos varias trampas para cazar lobos.

Al llegar a Currumpaw, supe que el guía de la manada de lobos grises que estaba haciendo de las suyas en los alrededores, era un animal gigantesco, al cual llamaba el “Lobo Rey”. Aunque casi nadie había logrado avistarlo, no había quien no hablara de él, pues su aullido y su rastro lo hacían inconfundible; la astucia y el vigor de Lobo Rey guardaban justa proporción con su corpulencia; con sagacidad casi diabólica guiaba a la manada. Hasta entonces inútiles habían sido las trampas y los venenos.

Resueltos a acabar con su enemigo, fuese lo que fuese, los ganaderos le pusieron precio a la cabeza del Lobo Rey: ¡mil quinientos dólares le entregarían al que se las presentara!; pero, ni el incentivo de tal recompensa, -jugosa por cierto-, pudo convertir en inanimado trofeo la soberbia y temible cabeza del animal. Parecía cosa de brujería el modo como él y los de su manada escapaban de la muerte.

El cuento no concluía aquí, pues extraordinarios en todo, esos lobos sobresalían por su voracidad no menos que lo exigentes que se mostraban al satisfacerla: ¡pasaban de dos mil las reses que habían devorado en cinco años!; y no contentos con escoger sus víctimas entre los añojos, de los cuales mataban casi uno por noche, se comían únicamente las partes más tiernas, como si las demás hubiesen sido bocados indignos de su raza.

A lo único a lo que Lobo Rey le tenía temor, era a las armas de fuego y por esta razón nunca hacía frente a un ser humano, ni permitía a su manada que saliera a merodear sino de noche; esto lo comprobé porque muchas veces le hice cacería diurna y jamás apareció.

Para un adversario así, las trampas que llevamos resultaban pequeñas, y mientras llegaban otras mayores, me propuse envenenarlo; a guisa de cebo cociné una mezcla de cebo y grasa de los riñones de una ternera recién muerta; empapé en la sangre caliente los guantes con los que preparé el cebo, para no impregnarlo de olor humano, y hasta tuve la precaución de cuidar de que no tuviera mi aliento; una vez fría la pasta, la corté´ en trozos con un cuchillo de hueso y en cada porción introduje, tapando con queso, una capsula de estricnina y cianuro, que no tenia olor alguno.

Puse el cebo en un saco de cuero crudo frotado previamente con sangre y marché a caballo, arrastrando el saco atado a una cuerda; en un circulo de dieciséis kilómetros fui dejando los trozos a distancia de 400 metros uno de otro, teniendo muchísimo cuidado de no tocarlos con las manos desenguantadas.

Impaciente por conocer el resultado, al día siguiente fui a recorrer el círculo; por las huellas que vi comprendí que los lobos habían venteado y seguido el cerco; en el sitio donde puse el primer trozo vi señales evidentes de que Lobo Rey había estado oliscando, pues el cebo había desaparecido. “¡Cayó!”, me dije a mí mismo; pero no encontré por los alrededores ninguna señal de que hubiera muerto; seguí mi recorrido; del segundo y tercer puesto, los trozos de carne habían desaparecido.

Al llegar al cuarto, caí en la cuenta de lo que había sucedido: Lobo Rey no había comido ninguno de los trozos, los había llevado entre los dientes hasta allí, donde se ensució sobre ellos para exteriorizar su absoluto desprecio por mis ardides e invenciones.

Lobo ReyEstaba visto: el animal era demasiado astuto para dejarse atrapar con veneno; entonces recurrí a las trampas pesadas de acero y de doble resorte; una semana me pasé trabajando con mis ayudantes para dejarlas colocadas convenientemente en las trochas y cañadas que conducen a los bebederos; después de armarlas y sujetarlas a los troncos, frotamos cada trampero con sangre.

En los lugares que nos parecieron más aparentes, enterramos varias trampas, distantes entre sí treinta centímetros y cubrimos los troncos, a los lados del sendero, con tierra y yerba que aplanamos con el cuerpo de un conejo; pero, una vez más, ¡Lobo Rey!, no se dejó engañar; cuando pocos días después repasé revista a mis trampas, pude leer en la tierra cruzada por sus huellas, el completo historial de las malicias del bendito animal: al llegar a la primera trampa, su fino instinto le había advertido que allí había algo sospechoso y escarbando con cautela, consiguió poner al descubierto trampa, cadena y sostén; siguió adelante repitiendo la misma operación en las otras trampas.

Con otro cazador de experiencia en lobos, estudiamos sus pasos, observando que cuando descubría una trampa, se apartaba de la trocha siempre hacia el lado donde soplaba el viento y esta observación nos sugirió otra treta: armamos una trampa en medio de la trocha y tres más a cada lado, de suerte que formara una H; “bien”, me dije frotándome las manos, “ahora sí que no tiene escapatoria, pues cuando quiera evitar la trampa que forma el trozo horizontal de la H, seguro que caerá en una de las laterales”.

Pero el maldito animal era demasiado listo: cuando halló la trampa en su camino, advertido del peligro por la increíble sutileza de su olfato, se detuvo, y en lugar de apartarse a un lado, retrocedió, poniendo con sumo cuidado las patas precisamente en las mismas huellas que había ido dejando, hasta hallarse de nuevo en terreno seguro.

Una vez a salvo, describió un amplio círculo alrededor de la H y se alejó triunfante, dejando su huella de vencedor más adelante, apresando a otra ternera.

Todos los recursos los habíamos agotado ya; y era casi seguro que LoboRey hubiera continuado haciendo de las suyas sin que nadie le pudiera poner la mano encima, -o mejor dicho, las armas-, si el animal no hubiera cometido un error: tomar por compañera a una hembra joven e incauta.

Algunos mexicanos, que al resplandor de las fogatas de su campamento, tuvieron ocasión de echarle un ojo encima a la manada, me contaron que la consorte del Lobo era de una blancura de nieve y por eso le dieron el nombre de “Blanca”.

Blanca, la LobaAl fin creí haber encontrado el punto vulnerable en la armadura del veterano guerrero y comencé a trazar mis planes estratégicos para capturarlo o mejor dicho, acabar con él: matamos una ternera, y cerca del cuerpo y al descubierto pusimos dos trampas y más adelante, la cabeza de la res.

A ésta aseguramos dos trampas a las que previamente habíamos quitado todo vestigio de olor, y las enterramos. Para allanar la tierra, empleamos la piel de un coyote y con una zarpa de éste, estampamos huellas sobre las trampas.

Al otro día y muy temprano, comprobé, satisfecho, que la cabeza no estaba allí; las huellas revelaban que Lobo Rey, atraído por el olor incitante de la carne fresca, había rondado a prudente distancia. Los compañeros, a excepción de uno, habían permanecido también alejados.

El imprudente, un lobo de tamaño mediano, al acercarse a examinar la cabeza, había metido la pata en una trampa, y había echado a correr arrastrando cabeza y todo.

Como a unos 800 metros de allí, encontramos ese lobo: era una hembra..¡Blanca!, la compañera de Lobo Rey. No recuerdo haber visto un ejemplar más hermoso, su pelaje era casi del color de la nieve, razón tenían los campesinos mexicanos.

Lobo Rey había permanecido a su lado; sólo cuando advirtió que hombres armados se acercaban, se decidió a abandonarla; subiendo a una colina, con lastimeros aullidos la llamó desde allí; pero los cuernos de la cabeza de la ternera tropezaban con los peñascos y no la dejaban avanzar; viéndose perdida, se preparó a luchar, no sin haber lanzado antes una aullido largo y agudo que el eco prolongó por el desfiladero.

De lejos, muy lejos, baja y profunda, llegó la respuesta de Lobo Rey. Fue aquella la postrera llamada de su compañera: rápidamente la rodeamos y una bala acabó con ella. Regresé a la hacienda, con su cadáver atravesado sobre mi silla.

Todo el día estuvimos oyendo los “ayees” de Lobo Rey; en sus aullidos ya no vibraba, como antes, un acento de reto; ahora había en ellos una nota triste y quejumbrosa. Al anochecer, los aullidos resonaron más cerca y pude precisar que rondaba el lugar en donde habíamos atrapado a Blanca.

Daba compasión oír sus lamentos cuando llegó al sitio donde murió su compañera; hasta los impasibles vaqueros decían que no habían oído nunca a un lobo “quejarse en esa forma”. Esa noche, Lobo siguió el rastro de nuestros caballos hasta casi la misma casa; en la mañana encontramos a nuestro mastín hecho trizas.

Antes que abandonara sus pesquisas para encontrar su compañera, me dediqué a la caza del inteligente animal; con mis ayudantes armamos trampas en grupos de a cuatro, en todos los senderos que conducían a la hacienda; afianzándolas todas en troncos, las enterramos junto con los maderos; con una de las garras de Blanca, simulé huellas sobre todas.

Fue en la tarde del tercer día cuando pude distinguir un bulto gris en una trocha del desfiladero; Lobo Rey, el azote de Currumpaw, yacía allí, aherrojado e impotente; buscando a su compañera, por fin había caído en la trampa.

Final del Lobo ReyCuando el heroico veterano me vio, se apresuró valientemente a presentar batalla; echando fuego por los ojos nos tiraba furiosas dentelladas a mí y a mi caballo; pero las trampas lo tenían muy bien sujeto, de modo que me limitaba a mirarlo de lejos; al fin, debilitado por el hambre y la sangre perdida, cayó rendido. Ahora que ya lo tenía en mi poder, sentí lastima de él.

— “¡Gran bandido”, -le dije-, siento lo que voy a hacer, pero tú me obligaste”, y le arrojé un lazo; pero cuando el dogal cayó sobre su cuello, de un mordisco cortó la delgada cuerda.

Aunque tenía un rifle, no quise dispararle por no dañar aquella soberbia piel. Al galope regresé a la casa, de donde volví provisto de otro lazo y con uno de mis compañeros, el que, igual que yo tenía experiencia en caza de lobos, le tiramos una estaca al animal y cuando la asió entre sus dientes, sin darle tiempo de soltarla, lo enlazamos por el cuello.

No fue difícil atarle las quijadas con una cuerda sobre la estaca; tan pronto como se sintió atado, no trató de oponer resistencia, y dejando de gruñir, desde ese momento, no volvió a hacer caso de nosotros.

Después de atarle las patas y soltar las trampas, apenas tuvimos fuerzas para levantarlo en vilo y colocarlo atravesado sobre mi silla. ¡El bendito animal pesaba unos setenta kilos!

Ya en la hacienda, le puse un fuerte collar que sujeté con cadenas a un poste y le desaté las ligaduras y a su alcance le puse agua y carne, pero no movió ni un músculo, ni siquiera cuando lo toqué; levantó la cabeza para mirar fijamente a lo lejos, más allá del desfiladero, hacia los llanos donde había reinado, amado y triunfado, para luego meterla nuevamente entre las patas delanteras, y así permaneció toda la noche; el animal se comportaba como un ser humano, con el odio y la tristeza acumulados al mismo tiempo.

Dicen que el león, el águila y la torcaza mueren de tristeza al verse privados de su fuerza, de su libertad y de su compañera; pero, ¿quién nos asegura que Lobo Rey no muriese de forma igual, en la que se sumaron los mismos sentimientos?; en las horas de mañana, cuando fui a verlo, estaba en la misma posición en que lo había dejado la víspera: echado, con la cabeza entre las patas delanteras, pero ya sin vida.

Entre un vaquero y yo, llevamos el cuerpo hacia el cobertizo donde estaba el de Blanca; al dejarlo cerca de la loba, nos quedamos mirando al Rey;

— “vaya”, -murmuró mi compañero con un acento meditabundo-, “no te quejarás.., ya estás con ella”.

(Ernest Thompson Seton, Selecciones, 1943)

 

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