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La cama de la anaconda

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Después de sobrevolar la espesa selva del sur del país, con inusitada suavidad, ese viejo “lobo del aire”, el capitán Fajardo posó su vetusto, pero lustroso DC-3 en el potrero que hace las veces de pista de aterrizaje en el caserío indígena de Pacoa, la Victoria, en el departamento del Amazonas, a la orilla del río Apaporis.

Con gran expectativa fuimos recibidos por las distintas comunidades aborígenes que conviven en Pacoa y que se encuentran abandonadas, desde que la bonanza coquera se esfumó y desde que el Gobierno declaró en interdicción esa precaria pista de aterrizaje, que es la única comunicación real con el resto del país.

Madres con sus desnudos hijos en brazos suplicaban por una libra de sal. Los hombres se conformaban con unos pocos anzuelos y algunos metros de sedal, otros con una barra de jabón. Un grupo de andrajosos pequeños, entre los que se destacaba una niña que abrazaba una deteriorada y mugrienta muñeca de plástico, solicitaba dulces y caramelos.

El único habitante de Pacoa que se mantuvo distante de la algarabía y revuelo que causó la excepcional llegada del gran “pájaro metálico” y que todo el tiempo mantuvo prudente silencio, fue Armando, el “blanco” de la comunidad, un cartagenero ya mayor, que hace casi tres décadas llegó a ese perdido poblado a arreglar el motor de una lancha y nunca más volvió a salir de allí.

Pasado el medio día abordamos una gran canoa que nos llevó, aguas abajo, por el apacible y hermoso río Apaporis, que serpenteando nos introducía cada vez mas en la espesura de la selva. El Apaporis es el río más bello que haya visto: no es terroso, como la mayoría de los grandes ríos colombianos. Sus aguas tienden a ser claras y tranquilas, -salvo en los raudales-, en ellas se refleja el verde de los imponentes árboles que, apretados, se levantan en sus riberas y sus escasas playas, con arenas doradas, brillan alucinantes cuando, al amanecer, las lame el sol o las despide al atardecer.

Hacia las seis de la tarde, el cielo, que tras superar el perfil oscuro de los árboles se reflejaba en el agua, era una auténtica paletada de colores amarillos, bermejos, rojos intensos, fucsias, grises; ya de noche, levantamos las carpas en una de esas playas de oro y, no sin algo de temor, por aquello de las anacondas y de los tigres, pasamos la noche arrullados por esa polifonía de voces que, a nuestras espaldas, emergía de la selva.

Rumbo al “Jirijirimo”

A la mañana siguiente, muy temprano, nos despertaron los monos aulladores y los madrugadores pájaros. Después de un refrescante chapuzón en las aguas del Apaporis y un frugal desayuno, desmontamos el campamento y abordamos nuevamente la embarcación rumbo a las inmediaciones del raudal de Jirijirimo. Al cabo de varias horas de seguir el curso del Apaporis, en la densidad de la selva encontramos un discreto desembarcadero donde nos esperaban algunos miembros de la comunidad de los “cabiyaris”, quienes, durante los días siguientes, serían nuestros anfitriones.

Guiados por los nativos, nos adentramos en la selva por un estrecho sendero tapizado con hojas secas y flanqueado por corpulentos árboles. Al cabo de media hora de caminata, se abrió ante nosotros una explanada donde se levantan las malocas de esta tribu, algunas construidas como palafitos, a pesar de estar en terreno seco. Allí fuimos recibidos por su anciano jefe, el cacique Gustavo, quien en un español bastante precario, nos dio la bienvenida y nos permitió instalar nuestras carpas en el interior de la maloca más grande, todas construidas con tablas amarradas con bejucos y techos de hojas de palma.

Los “cabiyaris”

Los “cabiyaris” nos hicieron partícipes de sus ritos, de sus cantos, de sus bailes, de sus historias ancestrales, de sus comidas. Nos explicaron el origen del mundo, nos mostraron sus cocales sagrados y el proceso al que someten la hoja, para “mambear” con ella. Fuimos testigos de la caza de un venado, al que los perros de la comunidad persiguieron hasta que no le quedó otra alternativa que lanzarse al agua, donde los nativos, desde sus canoas, lo pudieron sacrificar.

También probamos el delicioso pescado “moqueado”, -especie de bagre cocido al humo-, al que acompañan con tortas de fariña, hecha de yuca brava, prácticamente insabora y de una textura muy áspera.

Cama de “cururú”

Jirijirimo significa “la cama de la anaconda” y es quizás el raudal más hermoso e imponente de Colombia. El río Apaporis que, como ya se dijo, discurre lento y tranquilo en su predecible cause, empieza a ser perturbado en su recorrido por enormes y pulidas rocas, que emergen de su lecho. Entonces el caudal se amplía a varios centenares de metros y ante la intempestiva aparición de una gran isla rocosa, en forma de corazón, se divide en dos bandos dando comienzo así al indómito raudal que se compone de saltos y cascadas entre las que predomina el más alto y ancho, que ruge en su caída levantando una nube de vapor de agua que dificulta captarlo, con nuestras cámaras, con total nitidez.

Muchas de estas corrientes se precipitan al vacío sobre una cama de apretujados bejucos verdes llamados “curucú” que, en combinación con los colores terrosos de las piedras y marrones de los musgos que parcialmente las cubren, hacen que, desde el punto de vista pictórico, el espectáculo sea inolvidable. Para poder acceder a este majestuoso raudal, partimos en nuestra canoa, desde el asiento de la comunidad “cabiyari”, hasta el punto en que las piedras que emergen en la corriente del Apaporis, nos impedían la navegación. Tuvimos que desabordar nuestro rústico medio de transporte fluvial y adentrarnos en la jungla, guiados por los nativos, en un recorrido que nos tomó más de dos horas para salir a ese “maremágnun” de rocas, cascadas, saltos y nubes de agua, que es el Jirijirimo.

En el recorrido por la selva nos intimidaba, además de la posibilidad de un encuentro con alguna criatura poco amigable, la manera como la luz del sol prácticamente desaparece, obstaculizada por ese dosel de ramas y hojas de los altos árboles, que escasamente permitían que algunos rayos de luz se filtraran hasta nosotros. Caminábamos en un mágico claro-oscuro que nos generaba sentimientos encontrados: temor, ansiedad, angustia, alegría e infinita paz.

Fue sorprendente encontrar, a nuestro paso por la jungla, hermosos riachuelos de aguas cristalinas y frescas, que aliviaban nuestros deshidratados cuerpos. Incluso, en medio de la espesura, no encontramos con una pequeña y saltarina cascada que depositaba sus aguas en un pozo, con un fondo multicolor, en el que predominaba el vino-tinto y el rubí. Así transcurrieron los días que permanecimos en inmediaciones de la “Cama de la Anaconda”. Salíamos temprano de la maloca y regresábamos al atardecer, extasiados y exultantes por las maravillas de la madre Naturaleza.

El último día de nuestra convivencia con los “cabiyaris”, según su tradición, éstos se pintaron sus rostros para despedirnos de la mejor manera. Dentro de los infantes pintados estaba Blanquita, una niña cobriza de seis años, pelo negro y corto, que en un comienzo nos hizo creer que se trataba de un varoncito y que nos robó el corazón con eterna sonrisa, sus gestos picarescos, con su expresiva mirada y con sus dotes de modelo.

Esa despedida estuvo precedida de un frenético trueque de collares, banquetas, cerbatanas, remos y otros rústicos elementos elaborados por estos amistosos indígenas, que les ofrecieron a cambio de gafas para el sol, artículos de pesca, carteras estilo “canguro” y elementos de aseo. Después de un fuerte abrazo con el cacique Gustavo, el que hicimos extensivo a todos los demás “cabiyaris”, abordamos nuevamente nuestra canoa y remontando el Apaporis regresamos a Pacoa, a la espera del gran pájaro metálico del capitán Fajardo, que nos sacó de esa embrujadora selva, para depositarnos de nuevo en la cruda y asfixiante realidad de la civilización.

(Jorge William Sánchez, Vanguardia Liberal)

 

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