Se señala a Polonia Salavarrieta y Ríos, conocida en la historia como POLICARPA SALAVARRIETA, o simplemente LA POLA, como paradigma del heroísmo, dentro de la amplia constelación femenina que ofrendó su vida por la libertad de Colombia.
Esa es una verdad demostrada ampliamente. Pero los historiadores, unos por exceso de tropicalismo, otros por falta del sentido de la proporción en la dimensión de esta heroína, la castigaron, para la posteridad, con deformaciones abundantes.
Empezando por el nombre verdadero de la mártir, Polonia Salavarrieta y Ríos. En esos tiempos, esta y, antes del apellido materno, era un indicativo de origen distinguido, de sangre limpia.
En efecto, el apellido Salavarrieta era de ascendencia, posiblemente, vasca, y tanto él, como su esposa, nacidos en la provincia del Socorro. En tanto que unos afirman que nació en Guaduas, Cundinamarca, otros aseguran que vino al mundo en Santafé, en el barrio que lleva el nombre de Santa Bárbara.
Cuando era muy niña, se presentó en la ciudad capital una epidemia de viruela que diezmó la población, y entre las víctimas cayeron sus padres y sus hermanos Eduardo y María Ignacia. Ante el peligro del contagio, Polita, como cariñosamente la llamaban, fue trasladada a Guaduas, a casa de su madrina de pila Margarita Beltrán, hermana de Manuela, la socorrana que, en 1781, abrió la marcha de los Comuneros.
Allí, en la paz bucólica de la aldea colonial, vivió hasta los 18 años, sin más ambiente que el trabajo, al lado de su protectora y de sus hermanos Catarina y Bibiano, pues José Mario y Manuel habían ingresado a la Comunidad Agustina y Ramón y Francisco se dedicaban, en Tena, a las faenas del campo.
No es, como se ve, una mujer rústica, ignorante e involucrada en la revolución por casualidad. El 25 de julio de 1810, por informes de unos viajeros que llegaron a Guaduas, supo todo lo referente al motín santafereño ocurrido el 20, como también tuvo conocimiento de la constitución de la Junta de Gobierno, la prisión del Virrey y los demás detalles del inicio de nuestra independencia. Su espíritu no tuvo la más leve vacilación, y desde ese momento se vinculó a la causa patriota, con todas las energías de su alegre juventud.
Polonia era la perfecta estampa de una bella criolla: morena, de tez clara, ojos tan negros como su cabello, graciosa y vivaz en el hablar; sabía transmitir a los demás la fuerza de su energía vital y el influjo de sus sentimientos.
Tal era la hermosa y esbelta joven que regresaba a Santafé después de haber salido de allí aún siendo una graciosa muchachita. Los tiempos eran malos, y mientras sus hermanos seminaristas coronaban la carrera sacerdotal, tuvo que someterse a ser costurera de familias distinguidas, como lo fueron los Ricaurte, Los Marqueses de San Jorge y otras.
Dentro de este medio empezó a relacionarse con personajes, como Antonio Nariño y doña Andrea Ricaurte de Lozano, cuya casa fue una célula de la subversión granadina.
A principios de 1815 nuevamente se encuentra en Guaduas y fue entonces cuando tuvo oportunidad de conocer a Simón Bolívar, a su paso por la población. La impresionó profundamente su figura y grabó en su mente las palabras de aliento que pronunció en el pueblo, incitando a los hombres a incorporarse al ejército.
En casa de su madrina, La Pola abrió una pequeña escuela, donde un reducido grupo de muchachos asistía a las rudimentarias clases, donde se aprendía a leer y escribir, como igual se les inculcaba las ansias de libertad, en medio de la aritmética y la religión.
Para 1816, el Pacificador Pablo Morillo había iniciado en Santafé la sangrienta época del terror. Los medrosos habitantes de la ciudad, en su gran mayoría cayeron de rodillas ante el español, tratando de evitar las inclementes represalias.
A finales del mismo año, en forma subrepticia llegó a Guaduas el coronel José I. Rodríguez, apodado “el Mosco”. Traía el encargo de su jefe de guerrilla Alejo Sabaraín, de pedirle a Polonia que viajara a Santafé, para servir la arriesgada tarea de enlace y espía entre los patriotas clandestinos y el ejército del llano. Poco antes había llegado su hermano Bibiano, quien luchaba al mando de Custodio García Rovira. Además traía la triste nueva de la derrota de Cachirí.
Pero, ¿quién era Alejo Sabaraín?: Los textos rutinarios de historia, descuidados en medir las dimensiones del heroísmo, lo muestran de paso como un rudo campesino, un ser insignificante, nacido en Honda en 1795, y vinculado a la lucha libertadora.
Esos libros apenas le abonan el haber sido el novio de Polita y el haber muerto, junto con ella, en el patíbulo. Sin embargo, Alejo Sabaraín no era solamente eso, fue todo un hombre en el sentido cabal de la palabra, buen organizador, activo, entusiasta, culto, dueño de una estampa atrayente y varonil, según las crónicas.
Muy estimado en la región, comerciaba en víveres y ganado entre Honda y Guaduas, donde se conoció con La Pola. Entre sus antecedentes está, además de la organización de una guerrilla, el haber formado una junta en Mariquita que declaró la independencia absoluta de esa ciudad y su actuación, como alférez, a órdenes de Antonio Nariño, en la campaña del sur.
Alejo y Polonia se enamoraron, no sólo por la mutua atracción de sus atributos físicos, sino por la afinidad de sus temperamentos y por la convergencia de sus ideas. Fue un amor intenso que se fundió en el altar de la Patria.
Ellos hubieran podido desembocar en un sencillo matrimonio y permanecer en el silencioso anonimato del pueblo, él, con sus mulas viajeras y ella con su escuelita y sus costuras. Pero, en sus almas había un aliento más noble que los identificaba: las ansias de libertad.
Morillo, que desde el 6 de mayo había llegado a Santafé, no perdió tiempo en aceptar los zalameros recibimientos y homenajes que quiso tributarle la aterrorizada sociedad santafereña, para congraciarse con el tirano.
Era un militar de ademanes hoscos, curtido en las guerras napoleónicas, parco en el hablar y dispuesto a ahogar en sangre todo lo que tuviera el más leve viso de sublevación. Su despótica conducta puesta en práctica a través del Consejo de Guerra Permanente, el de Purificación y la Junta de Secuestros, que le proporcionó cerca de medio millón de pesos oro en sólo tres meses, precipitaron a los patriotas a una lucha desesperada, en la que vincularon a Pola y Alejo.
A comienzos de enero de 1817, Santafé era una ciudad medrosa y atormentada. Las gentes salían a las calles a lo estrictamente necesario y nadie se atrevía a hacer reuniones.
En las silenciosas noches, donde ni siquiera los amigos se atrevían a reunirse, únicamente la quietud era turbaba por el paso de las patrullas. El comercio se resintió notablemente y los víveres escaseaban, porque los campesinos también sentían miedo y procuraban permanecer lejos de la capital, llena de peligros; fusilamientos, confiscaciones, arrestos intempestivos, rondas domiciliarias, se volvieron cosa común y corriente, en una ciudad que, por falta de espacio en los cuartes, tuvo que someterse a albergar en sus hogares parte de la tropa realista, soldados que cometieron toda clase de abusos con las familias, abusando incluso de los niños pequeños.
El silencio de la capital era interrumpido a cualquier hora, amedrentada con el estampido de las descargas de los fusileros, que en la plaza pública o en la plazuela de San Victorino, o en la Huerta de Jaime –hoy Plaza de los Mártires- ejecutaban a los patriotas condenados a muerte.
En medio de esta orgía de sangre, Santafé sólo pudo oír una vez la música de una fiesta. Se celebraba el natalicio de Fernando VII y Morillo organizó una espléndida fiesta en los salones del Concejo de Guerra Permanente, a la cual obligó, así, obligó a asistir a numerosas damas que lloraban la muerte de sus esposos, hijos, hermanos, ajusticiados por el mal llamado Pacificador. Un episodio de inconcebible crueldad que revela un alma enfermiza, digna de figurar entre los personajes patológicos de una novela de Fedor Dostoiewsky.
De maestra a espía
El 9 de enero de ese año, a esta enlutada ciudad llegó una mujer llamada Gregoria Apolinaria, según constaba en su salvoconducto. Era la valerosa Polonia, -La Pola-, que acompañada de su hermano Bibiano, hacía su entrada a Santafé, con documentos de identificación muy bien falsificados y suministrados por el Coronel Rodríguez, el “Mosco”.
De inmediato se hospedó en casa de doña Andrea Ricaurte de Lozano, en la calle de San Miguel del Príncipe, hoy calle 13 con la carrera 4°. Sin perder un minuto, inició la más audaz tarea de espionaje y de colaboración con la rebelión clandestina.
Pronto su fama de buena costurera le permitió entrar a las residencias de las más encopetadas familias chapetonas, allí se hace la muda para escuchar todo detalle que pudiera servir de información para los suyos.
Lentamente se familiarizó con el movimiento de las tropas, los despachos de pertrechos, los envíos de dinero, las órdenes oficiales, y todo lo comunicaba, en mensajes hábilmente escondidos en inofensivas naranjas, bajo cuyas cortezas se ocultaban los minúsculos papeles.
Buena parte de los informes eran suministrados por Hilarión Cifuentes, nada menos que el barbero personal del Virrey Sámano, quien por vivir bajo el techo palaciego, estaba al tanto de lo que ocurría en el campo español.
Pero, la actividad de La Pola no se redujo simplemente a eso, sino que se multiplicaba febrilmente. Organizaba el envío de grupos de desertores de las líneas realistas y de criollos, que por primera vez iban a empuñar un fusil, para engrosar las fuerzas que organizaba en los Llanos, Francisco de Paula Santander.
Cuando salía a la calle, entraba en las tiendas, especialmente a la de Candelaria Álvarez, hoy calle 11, con Cra. 8a, para escuchar chismes y conversaciones, sin dejar de frecuentar, de vez en cuando, hasta las chicherías de la ciudad, para aceptar un vaso de brebaje criollo, en compañía de los soldados, que en esos momentos tenían la lengua suelta y contaban cosas, no pocas veces importantes.
También se arriesgaba a visitar los prisioneros y a confortar el ánimo de los reos puestos en capilla, antes de ser pasados por las armas. Muchos de ellos fueron auxiliados espiritualmente por sus hermanos Manuel y José María.
El romance que se consolidó en el cadalso
En una de tales visitas, tuvo una sorpresa que le paralizó el corazón: en un calabozo se encontró con su Alejo, su prometido, y con quien, por los azares de la situación, hacia tiempos no se veían.
El encuentro fue fugaz, no podía detenerse sin correr el riesgo de despertar sospechas en los centinelas. Con el alma destrozada por la angustia, tuvo que separarse de su amado, haciendo alarde de una falsa serenidad.
A partir de este instante, Polonia centuplicó su actividad. Fue entonces cuando juró su consigna “Libertad o muerte”, que era el santo y seña para la identificación de los patriotas, en sus arriesgados movimientos.
Bajo el estímulo de sentimientos que veía ya frustrados para la búsqueda de su felicidad, segura de que estaba cercano el trágico momento en que una descarga de fusiles partiría el corazón de su hombre, Policarpa comprendió que ya su vida no tenía significado distinto sino la causa de su ideal.
Ahora no solamente fomentaba corrillos y charlas, sino que frecuentaba cantinas y tiendas y al ritmo de la aguja y el dedal, escuchaba calladamente. Su desesperado atrevimiento la llevó a rondar frecuentemente los cuarteles de San Agustín, para observar de cerca los movimientos de la tropa y poner oído atento a órdenes y voces de mando, o a conversaciones de oficiales y soldados que le pudieran proporcionar cualquier dato útil para transmitirlo a su gente. Era una febril y compulsiva tarea, que no se sujetaba a las contingencias y al tiempo.
Alejo Sabaraín había caído en manos de los españoles, gracias a un venezolano que prestaba servicio en el batallón Numancia y que fingiéndose amigo de los rebeldes, jugaba a dos cartas.
Esta delación le mereció un ascenso que lo colgó en la historia de los traidores; se llamaba Facundo Tovar. Con Sabaraín fueron apresados los famosos guerrilleros Almeyda, quienes días después de su captura, en un golpe de audacia, lograron huir.
La fuga fue facilitada por Rosalía Sumalave, quien, el 23 de septiembre de 1817, por medio del cabo socorrano, Pedro Torneros, les hizo llegar una gruesa suma de dinero y quien posteriormente los acompañó en su viaje a los Llanos Orientales.
Pocos días después, Pola estuvo charlando con el barbero virreinal, Hilarión, quien le dio una noticia que hubiera hecho palidecer de terror y ansiedad a otra persona que no hubiera tenido el templo de la heroína; el barbero le contó que, luego de la fuga de los Almeyda, fue realizada una minuciosa requisa en la celda que ellos ocupaban y que en un rincón del zarzo fue hallado un minúsculo papel que contenía consignas sospechosas y el cual estaba firmado por las iniciales “Pola S”. Fue entonces cuando ella, para extremar precauciones y buscar seguridad, se alojó en casa de doña Andrea Ricaurte de Lozano.
Sámano, que de por sí era un viejo cascarrabias, se encolerizó aún más con la noticia de la evasión de los Almeyda y, bajo amenazas de muerte si fracasaba en su misión, ordenó al sargento Anselmo Iglesias la recaptura de los fugitivos y la localización de la desconocida Pola S, la autora del mensaje. Si tenía éxito, obtendría un ascenso, como después se cumplió.
Aquí se abre un escenario, que en la vida nacional ha tenido una importancia particular: son las tiendas, las barberías y las boticas, quienes fueron y siguen siendo, sobre todo en los pueblos, los centros habituales de las tertulias, el vivero de los chismes, los centros de información de los hechos que ocurren, que han ocurrido o que van a ocurrir.
Santafé estaba llena de tiendas que, como hoy, casi siempre son atendidas por mujeres parlanchinas, o comerciantes de corto vuelo y lengua larga. Cada persona conocida que llega a ellas, encuentra ocasión propicia para enterarse de la crónica diaria, para estimular las habladurías, hacer juicios temerarios, echar a volar consejas, narrar el último cuento que se conoce en el lugar, y, esto es casi invariable, hablar mal de los gobiernos.
Prendimiento y muerte de La Pola
A una de estas tiendas santafereñas, atendida por una mujer cuyo nombre se escondió en los pliegues de la historia, habitualmente acudía el sargento Iglesias. Obsesionado por la orden de Sámano, habló un día del fusilamiento que esa mañana iba a cumplirse en la Plaza Mayor, y se refirió a La Pola, preguntando a la tendera que lo escuchaba atenta detrás del mugriento mostrador, si la conocía o no.
Ella respondió afirmativamente. Pola era demasiado popular por esos lados, pero la mujer no supo darle razón de su paradero. En cambio le dijo que por allí pasaba de vez en cuando Bibiano, uno de sus hermanos, y le prometió señalárselo tan pronto se presentara la ocasión.
Iglesias, con paciencia gatuna, siguió yendo frecuentemente al establecimiento, hasta que un mal día, le llegó la ocasión. Bibiano pasaba por allí, llevando una pequeña mochila con algunos víveres.
La tendera, con un gesto le dio a entender al sargento la identidad del descuidado transeúnte, que seguía tranquilamente su camino. Iglesias lo dejó adelantarse un trecho, siguiéndolo luego cautelosamente con soldado, hasta que lo vio entrar en la casa de doña Andrea, en el barrio Egipto.
El suboficial, que ya veía el ascenso a Coronel al alcance de sus narices, organizó una ronda nocturna para atrapar la codiciada presa. Esa noche Pola estaba amasando unos bollos de maíz, mientras charlaba animadamente con la dueña de casa.
De pronto unos golpes violentos derribaron la puerta que daba a la calle, dando paso a un piquete de soldados, que como fieras hambrientas estaban al mando de Iglesias. En sus Memorias, la distinguida matrona, doña Andrea, relata los detalles del prendimiento:
“Iglesias entró dirigiéndonos insultos y amenazas. Policarpa le contesta con energía; en silencio, yo permanecí sentada junto a ella; toca con un pie uno de los míos, le comprendo, me entro a la alcoba, levanto el colchón de la cama de Policarpa, recojo los papeles que la podían comprometer; por entre los centinelas, a quienes doy algún dinero, salgo por la puerta del cuarto que estaba al lado opuesto de la sala; entré a la cocina, el fogón estaba con mucho fuego porque se estaba cocinando una olla con maíz; hago que atizo el fuego y arrojo los papeles que se volvieron ceniza. Como todo lo hice con rapidez y como Iglesias no conocía la casa, no se dio cuenta de nada”.
Después doña Andrea fue sometida a un interrogatorio por el suboficial, mientras la soldadesca requisaba toda la casa; cuando llegó el momento de la detención, Pola, gracias a su sangre fría y a los engañosos datos que dio a los realistas y a la circunstancia de estar criando un hijo recién nacido, pudo evitar la detención de ella y de la más gente de la casa.
¿Qué contenían los papeles que tan apresuradamente logró echar al fogón de la cocina?; la respuesta está en su narración más adelante: “Los papeles quemados contenían cartas de muchos patriotas, la lista de los que daban recursos para auxiliar a las guerrillas, comunicaciones de los jefes de éstas y el borrador del estado de las fuerzas españolas”.
La actitud de la valerosa matrona, evitó que la suerte que corrió La Pola hubiera sido la de muchos patriotas. Debemos pues rendir un tributo de admiración a esta dama, cuya contribución a la causa de la libertad, fue indudablemente valiosa.
Aquella misma noche Policarpa fue llevada a la que se denominaba la Cárcel Chiquita, y en las primeras horas del día siguiente se la sometió al interrogatorio inicial.
Habilidosamente dijo no conocer nada relacionado con la insurgencia; explicó que trabajaba como costurera en varias casa de la capital, y Sámano logró nada concreto con esta indagatoria.
Mientras tanto, su hermano Bibiano, en busca de una confesión, fue sometido a la tortura de los azotes, hasta que cayó desmayado. Según algunos historiadores, se trataba de un joven de pocos alcances mentales, un tonto y gracias a ello, se libró de la cárcel.
Pero otros afirman que no había tal, sino que con astucia extraordinaria, fingió serlo ante sus interlocutores. Sea lo uno o lo otro, Bibiano quedó libre.
Enterados sus otros dos hermanos, Manuel y José María, sacerdotes agustinos, acudieron ante su amigo, el Oidor don Juan Jurado, para que intercediera ante Sámano a favor de la prisionera.
La petición fue rechazada, pretextando que la Real Audiencia no tenía jurisdicción, que Sámano estaba investido de poderes absolutos y que ella era convicta de alta traición.
Pola fue llevada ante el propio Virrey para un nuevo interrogatorio; nuevamente la intimidaron con insultos y amenazas que se estrellaron contra la fortaleza de la acusada, que con valor frío y astuta serenidad, se mantuvo en la negativa.
Sámano se impacienta y entonces resuelve acudir al recurso más contundente, por considerarlo el más eficaz para vencer la imperturbable moral de la admirable mujer.
Le dijo con sonrisa sarcástica que Alejo Sabaraín había sido condenado a muerte. El recurso surtió el efecto deseado. Había sido herida en lo más sensible de los sentimientos, en lo más profundo de su ser, y aquella formidable entereza se derrumbó ante la fría mirada del Virrey.
Entonces fue cuando Pola se irguió sobre las ruinas de su valor y le gritó, cara a cara: “Mate usted al que le dé la gana, pero tenga la seguridad de que algún día los patriotas venceremos, y entonces usted y su maldita gente serán los muertos”.
A partir de ese momento en el tribunal se desencadenó una verdadera batalla verbal entre Sámano y La Pola; ni siquiera una bofetada, que hinchó las mejillas de la prisionera y las cubrió de sangre, logró callarla.
Ella desahogó todo su rencor y el odio que sentía por los tiranos de su Patria. Los funcionarios del tribunal tuvieron que callar ante la bella y valerosa mujer, que recibió la sentencia de muerte sin temblar, sin llorar, ni desfallecer.
De vuelta a la prisión, los restantes presos creían que había perdido la razón, pues a cada momento lanzaba frases de desprecio hacia los españoles profetizaba el advenimiento de la libertad.
El juicio fue breve, como todos los que se hicieron para llevar al patíbulo a los patriotas. Se inició el 10 de noviembre en casa del coronel Carlos Tolrá, presidente del Tribunal.
El paso de La Pola por las calles santafereñas fue un espectáculo deprimente para las gentes que se apiñaban en medio de temerosos murmullos; nunca dio muestras de debilidad, ni de temor.
Su arrogancia era un duro reproche para sus compatriotas, que la veían andar hacia la muerte, sin atreverse a hacer nada para salvarla. No tuvieron mucho que hacer los representantes de S.M. el Rey, porque ella ya no negó nada. Al contrario, orgullosamente confesó toda la verdad y tranquila recibió la sentencia dictada de antemano.
Ya en capilla, recibió la visita fraternal y conmovida de sus hermanos sacerdotes, quienes la confortaron espiritualmente, llevándole la Comunión final. Como una curiosa coincidencia, la guardia de la prisión estaba encomendada al mando de un joven soldado, forzosamente enrolado en las filas realistas; se llamaba José Hilario López.
No tardará el tiempo en que se incorpore a la causa patriota, y contribuir con su inteligencia y valor, a la creación de la República, de la cual luego fue presidente. Ya en la antesala de la muerte, Pola no dejó de enrostrar a los carceleros su villanía, y en anunciarles colérica que su sangre fertilizaría el reverdecimiento de la anhelada libertad del pueblo granadino.
José Hilario López, en sus Memorias, cita estas palabras de la heroína: “Sacios con mi sangre y con la de los criollos, pero sabed que no llevo a la tumba otro pesar que la destrucción de la tiranía”.
En las primeras horas del 14 de noviembre de 1817, la Pola emprendió el camino del cadalso. La mañana era fría, llena de neblina y de silencio. Como en todas las ejecuciones, el desfile estaba rodeado de un aparato impresionante; en tanto que las campanas de las iglesias daban el toque de difuntos, el cortejo se encaminaba, desde el Colegio del Rosario, hasta la Plaza Mayor.
El redoble acordinado de los tambores apenas amortiguaba el murmullo de los santafereños que presenciaban la marcha tristes y cabizbajos. Nada podían hacer por ella en tan crueles momentos.
El pueblo estaba aterrorizado; ella miraba las gentes con altivez y en frases duras de recriminación las incitaba a levantarse contra la tiranía. Delante de ella un fraile español, el tristemente célebre Brillabrille, rezaba en voz alta las preces de los difuntos.
Este fraile bien merece un párrafo aparte; era el Capellán de la Casa Virreinal y visitó a la condenada luego de serle notificada la sentencia. La Pola sabía sus andanzas como delator de los sacerdotes simpatizantes de los rebeldes y rechazó las frases melosas con que pretendía obtener el arrepentimiento de la heroína.
Ya en la Plaza Mayor, Pola fue llevada al cadalso que se levantaba en el costado sur, frente al que hoy es el Capitolio Nacional. Con Policarpa iban también Alejo Sabaraín y siete reos más.
La Pola, en un conmovedor esfuerzo, logró que fuera colocada junto a él, para compartir con su amado la gloria del sacrificio por su Patria. Los condenados fueron vendados y sentados en los banquillos a horcajadas. Policarpa no quiso aceptar esta postura que comprometía su honestidad en el momento fatal, y dando la espalda a los soldados de la escolta, pronunció las conocidas frases, que en buena hora recogió la historia: “Pueblo miserable, yo os compadezco, algún día tendréis más dignidad”.El redoble de los tambores apagó su voz y una descarga le arrebató la vida. Alejo, su gran amor, murió silenciosamente.
Momentos antes, otro de los mártires, José María Arcos, un patriota con rasgos de poeta, recitó ante la multitud esta estrofa de su inspiración: “No temo la muerte, desprecio la vida, lamento la suerte de la patria mía”.
Se cierra así la historia de la inmortal Polonia Salavarrieta y Ríos y de Alejo Sabaraín, dos almas unidas en el amor y el patriotismo, a quienes el destino les negó la felicidad de vivir juntos, pero les proporcionó la gloria de llegar unidos a la Inmortalidad.
(Norberto Serrano Gómez, Manuel Menéndez)