Autor: Mario Mendoza
No es extraño tropezarse con la historia de un nazi viviendo en América Latina; muchos de los seguidores del líder salieron de Europa para eludir los juicios de responsabilidad que se hicieron después de las guerra.
El testimonio de un soldado que se mantuvo al lado del Führer durante sus últimas semanas, y que luego vino a Colombia viviendo allí por más de 30 años, es sorprendente.
A finales de abril de 1945 el ejército alemán estaba acorralado por las tropas aliadas, quienes habían cruzado ya el frente del Rin. Los soviéticos habían entrado en Varsovia, Budapest, Viena y Berlín, y la capitulación alemana era inminente. Hitler, refugiado día y noche en su búnker de Berlín, buscaba una salida que lo salvara del desastre.
El 29 de abril, el Führer dio la orden de matar a sus perros y de comenzar a quemar documentos y archivos importantes para impedir que cayeran en manos de los ejércitos aliados. Ese mismo día, en las horas de la tarde, tropezó de pronto con uno de los muchachos de su guardia personal, Wolfgang Hinz, quien se lamentaba frente al cadáver de Blonder, el pastor alemán preferido del Führer.
Hinz se arregló el uniforme, se uso en posición de saludo militar y, un poco avergonzado por haber sido sorprendido en un momento de debilidad, intentó disimular la tristeza que lo embargaba.
- “¿Por qué se lamenta, soldado?”
- Por la muerte del animal, mi Führer
- “¿Lo querías mucho, verdad?”
- Sí, señor.
- “Le gustan los perros, soldado?”
- Mas que las personas, señor.
La respuesta debió conmoverlo porque él mismo había demostrado hacia sus perros un afecto incondicional, sentimiento que no le inspiraban ni sus generales más próximos y respetados.
- “Soldado, ¿cuántos años tiene usted?”
- Quince, señor.
En efecto, en 1945 Wolfgang Hinz era apenas un adolescente; había llegado a ser parte de la guardia personal del Führer por sus excelentes actitudes demostradas durante su permanencia en las Juventudes Hitlerianas; rubio, ojos claros, delgado pero de una musculatura recia, expresión seria y adusta, Hinz se convirtió rápidamente en uno de los jóvenes preferidos por sus superiores y el propio Hitler.
- “Soldado, estaría usted dispuesto a sacrificarse, si fuera necesario?”
- Si, mi Führer.
- “Entonces, sígame”
Hinz lo siguió hasta el cuarto de mapas; el Führer cerró la puerta, se acercó al escritorio y de una de las gavetas extrajo un sobre protegido por un material especial, muy liviano, resistente e impermeable. En el ambiente se respiraba una atmosfera tensa y solemne.
- “Soldado, ¿daría usted su vida por el Führer?
- Sí señor.
- “Observe bien este sobre, soldado. Es un documento muy importante y muy secreto. Usted va a sacarlo del búnker sin que nadie se entere de esto. ¿Entendido?”.
- Sí, mi Führer.
Enseguida hizo que el muchacho se quitara la camisa, y, con un carrete grueso de cinta esparadrapo, colocó un primer vendaje sobre el torso del muchacho; luego puso el sobre en el pecho y siguió vendando hasta agotar todo el esparadrapo. Hinz parecía un soldado herido con todas las costillas rotas. Después de que el muchacho se volvió a vestir, Hitler le dijo:-
- “Escúcheme muy bien, joven: si sobrevivo, usted debe entregarme, a mí, únicamente a mí y personalmente, este sobre; absolutamente nadie más debe enterarse de esto. Ahora, si llego a morir, usted deberá quemarlo, pero sin leerlo; ¿me ha entendido?”.
- Sí, señor, respondió el muchacho.
- “Soldado, puedo depositar en usted mi confianza?”.
- Sí, mi Führer.
Finalmente se acercó a otro escritorio que estaba en el mismo salón, sacó de él una medalla y condecoró a Hinz en una pequeña ceremonia privada.
Horas más tarde todos los jóvenes de la guardia personal de Hitler fueron conducidos a la parte exterior del búnker y recibieron la orden de fugarse para impedir su captura por parte de las tropas soviéticas. Hinz y sus demás compañeros vagabundearon por Berlín en medio de las ruinas, bombas y cadáveres.
En los días siguientes, soldados soviéticos situados en diversos controles y retenes dispararon contra el grupo de muchachos que no se detenía, ni obedecía las voces de “alto”, siendo varios de ellos fueron eliminados. La noche siguiente, el mejor amigo de Hinz fue ametrallado y herido de muerte.
Él escuchó los disparos, regresó y lo vio gimiendo en medio de estertores y vómitos de sangre. Decidió evitarle los dolores de una lenta agonía, y lo mató antes de continuar su fuga por entre calles deshechas y destrozadas.
A partir de ese momento, Hinz descubrió que los únicos lugares seguros eran los subterráneos, y bajó a las cloacas de Berlín con la idea en la mente de no ser capturado. Su preocupación principal no era su vida, sino el documento del Führer que llevaba en el pecho.
Vivía de las ratas que lograba capturar en la oscuridad de los recintos subterráneos, asándolas a fuego lento en pequeñas hogueras que improvisaba como podía, mientras oía a la distancia los disparos de los soldados rusos.
Una madrugada decidió salir caminando con cautela por un viaducto y se tropezó con un paracaidista perteneciente a la SS, quien de inmediato lo interrogó; Hinz ocultó toda la información referente al búnker y al sobre que cargaba consigo.
El hombre le dijo:
- La ciudad ha caído toda en manos de los rusos; no hay nada qué hacer.
- “¿Y, el Führer?”,-preguntó ansioso el muchacho.
- ¡Qué!, ¿no sabes todavía?
- “¿Qué ha pasado?”
- El Führer se suicidó en su búnker; hemos perdido la guerra.
A los pocos días, el paracaidista murió acribillado en un callejón de la ciudad. Hinz no sabía qué hacer; una noche optó por atravesar los campos y buscar el camino de regreso a su pueblo natal, Strausberg, en las afueras de Berlín.
Al llegar al hospital encontró a su madre, quien, con otras mujeres del poblado atendía a los enfermos y heridos del lugar; se abrazaron, mientras gruesas lágrimas correan por las mejillas del muchacho.
De regreso con su madre a la pequeña granja, y ella, al darse cuenta que su hijo llevaba mucho tiempo sin tocar el agua, le preparó el baño, descubriendo el vendaje que cubría el torso de Hinz; en un principio creyó que se trataba de una herida; Wolfgang le confesó la situación que lo venia atormentando.
- Madre, no estoy herido; lo que pasa es que llevo conmigo un documento inviolable que el propio Führer me confió; no sé de qué se trata, pero debe ser algo muy importante por todas las recomendaciones que me dio al entregármelo.
- “¿A dónde debes llevarlo?, tengo entendido que él se suicidó”-, dijo ella.
- A ningún lado; debía regresárselo si él lograba sobrevivir; pero ya no está, sé que el mismo terminó con su vida en su búnker en Berlín.
- “¿Y entonces-..?
- Debo quemarlo, sin leerlo; esas fueron sus disposiciones y debo cumplir.
- ¿Alguien más sabe de esto?
- ¡Qué sepa yo, nadie, solo tú!
La mujer quitó los vendajes y colocó el sobre aparte, mientras el muchacho se daba un buen baño en mucho tiempo; luego bajó al patio donde su madre había preparado una fogata para quemar el sobre. Cuando el fuego estuvo a punto, echó el sobre entre los leños, pero el material que lo protegía era muy resistente y no se quemó del todo.
Fue preciso entonces regar la envoltura con gasolina y petróleo. Mientras tanto, Wolfgang se cuadró en posición militar, mientras contemplaba las pavesas elevarse por los aires.
El tiempo iba pasando, mientras Hinz y su madre se dedicaron a reconstruir la granja; ocasionalmente, una comandancia rusa, que se encontraba instalada a pocos kilómetros de allí, contrataba al joven para diversos oficios.
Sin embargo, una noche lo llevaron para un interrogatorio; corrían rumores de que el joven campesino no era tan inofensivo como se creía; Wolfgang ocultó su verdadero pasado y los hombres lo llevaron de regreso a casa sano y salvo.
Días más tarde se presentaron unos alemanes, lo condujeron a una hacienda cercana y lo intimidaron para que confesase su verdadera identidad; uno de ellos parecía estar enterado de la existencia del sobre.
Horas después, a altas horas de noche, se presentaron de nuevo, lo llevaron al mismo lugar y allí se encontró con unos individuos que se identificaron como militares del AltoReich. Wolfgang reconoció que uno de ellos solía visitar el búnker con relativa frecuencia. Las preguntas iban acompañadas de golpes brutales en el rostro, el hígado y los testículos.
- “Usted estaba asignado a la guardia especial del búnker, ¿verdad?
- “No”
- “Usted estuvo en las habitaciones privadas del Führer y él le entregó un documentos importante; ¿dónde está?
- “No sé de qué me hablan”
Así, de pregunta en pregunta., Wolfgang fue torturado hasta perder el sentido. Cuando volvió en sí, escuchó una voz que sugería:
-“Por qué no lo matamos ahora mismo?”
Alguien respondió:
- “Lo necesitamos; es el único que sabe dónde está el sobre”.
Lo dejaron en la granja y le advirtieron que regresarían una semana después para un nuevo interrogatorio, que no responderían ni de él, ni su madre. Ella lo cuidó durante tres días. Cuando Hinz pudo caminar normalmente, lo despertó una madrugada y le ordenó:
- “Hijo, tienes que huir”
- Madre, no quiero separarme de ti.
- “Prefiero llorarte ausente, y no muerto”.
Lo embadurnó con orines y excrementos de varios animales para que no fuese capturado por los perros de las tropas enemigas, le entrego una bolsa con viandas y una cantimplora con agua fresca, y le puso una anorak de piel de conejo fabricado por ella misma.
- “Intenta llegar a la casa de mi hermana en Dormund; ella te protegerá”.
Wolfgang salió de Strausberg hacia Rathenow, atravesó el Elba hasta arribar a Celle, de allí se dirigió a Osnabrück, cruzó bosques en la plenitud invernal, estepas sin rastro de vida humana y llanuras cubiertas por gruesas capas de nieve.
Hizo una parada de dos días en una casa campesina muy cerca de Münster, y, finalmente, cansado y vencido por la fatiga, buscó la línea férrea que lo llevara a Dormund. Muchas veces sintió miedo de morir abandonado en la gruta de una montaña; también lo visitó el pavor de la soledad y la pesadumbre incómoda de lo que pudiera estar sucediendo con su madre.
Después de largas marchas prolongadas se encontró con un grupo de muchachos que se dirigía también a Dormund; el mayor de ellos, de unos diecisiete años, le dijo:-
- “Vamos a cruzar el bosque para alcanzar la estación del tren”.-
Wolfgang tenía otros planes, se iría por los pantanos. Cuando él llegó a la estación se dio cuenta de que no había rastro alguno de los demás muchachos; los únicos vagones que llegaron iban atiborrados de familias desplazadas y soldados heridos que volvían a casa.
No tuvo más remedio que irse agarrado a la división metálica que formaba una cruz en la unión entre un vagón y otro; al fin, después de muchas aventuras, de miedo y de zozobra, llegó a Dormund, siendo hospitalizado de urgencia. Su tía, junto con su esposo lo sacaron del hospital y lo llevaron a casa. Allí vivió durante nueve años, como un hijo más de la familia. Terminó los estudios de bachillerato y se graduó de ingeniero en la universidad.
En 1954, el general Gustavo Rojas Pinilla contrató a Wolfgang Hinz para que viniera a Colombia a asesorar unas obras en Acerías Paz del Río; al poco tiempo, un grupo antifascista llevó a cabo un atentado contra Hinz: cortó un cable aéreo por el que se transportaba el alemán. En el lugar del sabotaje dejaron una nota que decía: “¡Muerte a los nazis!”, ¡Viva Colombia!
Hinz fue transportado a Bogotá con graves heridas y semidesangrado. Varias intervenciones quirúrgicas lo salvaron de la muerte. La anestesióloga CeciliaDíaz, quien también cursaba estudios de Derecho, lo atendió en la Clínica Bogotá y se interesó por él durante su convalecencia.
De esa amistad surgió lentamente un noviazgo serio e intenso que los condujo al altar cuatro años después, en 1958. Hinz tuvo con su esposa dos hijos y 32 años de un matrimonio tranquilo y en paz.
Era un hombre de temperamento recio, fuerte y disciplinado; evitaba las conversaciones sobre la segunda guerra, las revistas donde se hablara al respecto o las películas que trataran del tema; además, procuró que sus hijos no se involucraran en discusiones sobre el papel de Alemania en dicho conflicto; era un individuo sin amistades cercanas, alejado, solitario, gran lector de Goethe, de Thomas Mann y de las novelas sobre la conquista del oeste americano.
Solía reunirse con un grupo de alemanes en un restaurante llamado Quinta Setenta. Allí instauraron una tertulia para jugar a las cartas, intercambiar opiniones y ponerse al día sobre las noticias que llegaban de su lejano país. También era aficionado a la carpintería, pasaba horas enteras en su cuarto de herramientas diseñando lámparas y construyendo mesas y asientos para el uso de su familia y sus escasos amigos.
En 1988 su esposa Cecilia tuvo las primeras manifestaciones de una artritis crónica y los médicos aconsejaron el traslado a un clima más benéfico. Hinz se trasladó entonces a la Costa Atlántica colombiana. En 1990, en Malambo, cerca de Barranquilla, Wolfgang contrajo un virus, que mas adelante aniquilaría a cerca de cien personas en hospitales y centros de salud del departamento del Atlántico.
Sintiendo la muerte muy cerca, se entrevistó a solas con su esposa y le confesó toda su vida, sin omitir ningún detalle referente al partido nazi y al Führer. Los médicos no pudieron detener la enfermedad; en los últimos minutos, moribundo, febril, decidió recibir el bautismo católico.
Murió en la Clínica Bautista de Barranquilla el 4 de diciembre de 1990.