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Tres hombres en una balsa

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El 16 de enero de 1942, un avión torpedero, destacado en vuelo de reconocimiento de un barco portaaviones, naufragó en medio del Pacífico cuando se quedó sin combustible. Treinta y cuatro días después, la dotación del avión náufrago llegaba en una balsa de caucho a la remota costa de una islita situada a 800 kilómetros al Sudeste.

El piloto, Harold Dixon, el radiotelegrafista Gene Aldrich y el artillero, Anthony Pastula, al cruzar en su minúscula embarcación las aguas del Pacífico, batidos por todos los vientos y abrasados por el sol de los trópicos, agregaron una estrofa más al épico poema de la lucha entre el hombre y el mar. Dixon, cuyo heroísmo fue premiado con la Cruz de la Armada, narra la tremenda aventura en el siguiente artículo:

“Durante nuestro vuelo de vigilancia no ocurrió incidente alguno hasta muy avanzada la tarde; a esa hora, el mar empezó a alborotarse y vi que nuestro avión se había extraviado y estaba prácticamente sin gasolina; de modo que, no nos quedaba otra alternativa que lanzarnos al mar. El avión tardó un poco en hundirse, lo que no nos dio tiempo para nada.

Pudimos arreglarnos para inflar nuestra balsa de caucho de un metro y cuarto por dos y medio, y trepar a bordo. Estábamos a flote, en medio del océano y en posesión de nuestros chalecos salvavidas, una pistola, una navaja de bolsillo y unos alicates; no teníamos agua, ni comida. Es curioso que en momentos críticos de la vida se graben en la memoria incidentes sin importancia.

El recuerdo más vivo que tengo de aquella medía ahora horrible es el de la linterna eléctrica de Gene Aldrich cuando se hundía en el mar. Mis ojos estaban fijos en el reluciente objeto metálico que lentamente se sumergía en las transparentes aguas tropicales; llegué a pensar que si habían tiburones, estos se dirigirían a aquella cosa resplandeciente, en lugar de seguirnos.

A la mañana siguiente voló sobre nosotros un avión del salvamento perteneciente a nuestro grupo; Gene se quitó la camisa y la agitó en el aire para llamar la atención de los tripulantes; pero no nos vieron y el aparato se alejó rumbo al Sur, sin hacernos señal alguna. Durante unos momentos me sentí invadido por un pánico espantoso; soy veterano de la Armada, con veintidós años de servicio.

Nuestra fuerza se encontraba en la proximidad de posiciones enemigas. En buena lógica militar, no podía suponerse que el almirante arriesgaría las fuerzas de su mando por salvar un avión extraviado.

Al norte y oeste no había más que islas japonesas; la sola esperanza que parecía quedarnos era la de llevar nuestro pequeño bote a unos 800 kilómetros al Sudoeste, donde existían islas habitadas por gente amiga. Pasé el primer día estudiando las condiciones marineras de nuestra embarcación.

Su fondo plano hacia muy bien el viento en popa; para evitar desviaciones de la ruta, cuando el viento soplaba del sudoeste, inventé un ancla flotante hecha con cuerda de una media pulgada de grosor, que quité del borde de la balsa y mi chaleco salvavidas, atado a uno de sus extremos. Como el otro extremo iba amarado al bote, esto reducía la deriva a menos de un nudo, en cada dieciséis que navegábamos.

Conocía nuestra posición aproximada y podía inferir con cierta exactitud hacia dónde íbamos, guiándome por nuestra velocidad, el sol, la luna y las estrellas. En uno de los chalecos salvavidas dibujé un mapa; afortunadamente tenía un nonio para navegación aérea y podía comprobar nuestros progresos.

Nos preocupábamos por organizar del mejor modo posible nuestra vida en aquella minúscula balsa perdida en el océano. Una de las primeras cosas que teníamos por imposible era poder dormir; para hacerlo debíamos acostarnos de espalda con las rodillas bien arqueadas, pues no había espacio para estirar las piernas.

Hacia el quinto día empezó a atormentarnos la falta de agua; el viento nos llevaba a una buena velocidad y en la dirección general del Sur; nos asábamos al sol mientras mirábamos con ansiedad cómo se aproximaban nubes cargadas de agua, que luego se esfumaban en la lejanía; los tiburones que jugaban alrededor de la balsa impedían que nos atreviésemos ni siguiera a inclinarnos sobre los costados.

Para mantener fresco el cuerpo empapábamos la ropa en agua salada y nos la poníamos chorreando.Bajo el sol llameante, rodeados de olas encrespadas y feroces tiburones, iniciamos la costumbre de la oración diaria implorando la ayuda del cielo, sobretodo pidiendo a Dios nos regalara la lluvia; cada uno de nosotros recitaba su plegaria, a la que los demás respondíamos; le pedíamos a Dios que socorriera a nuestras familias, si nosotros llegáramos a morir; que nos protegiera en el mar y nos diera agua para beber.

Dios no se hizo rogar: al primer día, apenas terminado el rezo, apareció sobre nuestras cabezas un negro nubarrón y comenzó a caer agua en abundancia; el diluvio duró cinco minutos y bebimos por primera vez en ¡cinco días!. Al anochecer del sexto día, después de rezar, entonamos algunos himnos aprendidos en la lejana niñez.

Le pedíamos a Dios lluvia y comida. Una vez más, Dios nos escuchó y aprendimos que Él nunca falla: Al día siguiente, Aldrich hizo una buena pesca, y de una curiosa manera: dejando colgar fuera de la balsa la mano derecha armada de la pequeña navaja, y moviendo el brazo como un péndulo, logró ensartar un buen pez y sacarlo del agua.

Cuando Tony lo vio, le cayó encima, lo oprimió con todo el peso de su cuerpo hasta que quedó completamente inmóvil. Nunca habíamos comido pescado crudo, pero el hambre nos obligó a hacer la prueba. Parecía una perca grande y no tenia buen sabor, pero era comida. Aquella tarde tuvimos otro fuerte aguacero y volvimos a apagar la sed; también, en aquella misma y misteriosa tarde, matamos un albatros, que se habías posado en la popa del bote; Gene se arrastró cautelosamente hasta alcanzar la pistola, se incorporó con sumo cuidado y disparó; desplumamos el ave y como el pescado, lo comimos crudo, el hígado y el corazón, y el resto lo envolvimos en unos trapos, junto con lo quedaba aun del pescado; cuando el hambre acosa, no se repara si los alimentos están crudos o cocidos.

Cuando la noche se nos vino encima recordamos la antigua superstición de que matar un albatros traía mala suerte; a las doce en punto me dio en los ojos el resplandor de una luz extraña, de un azul plateado que venía de la proa del bote. Salía de los trapos que envolvían nuestras provisiones.

Las desenvolví y vi con estupor que el albatros resplandecía como una linterna, iluminando la balsa y el agua circundante; especialmente la cola parecía una lámpara eléctrica; supuse que el animal había comido algún alimento rico en fósforo; de todas maneras, de la impresión recibida y recordando la leyenda, tiramos nuestras provisiones al agua.

Algunos días después tuvimos un periodo de calma; el mar se tranquilizó; hice unos canaletes con las suelas gruesas de goma de mis zapatos y los tres remamos por turno durante dieciocho horas consecutivas.

A veces, cuando vuelvo la vista a aquellos treinta y cuatro días en que se mezclaban lluvias y soles, mares encrespados y calma chibcha, sólo rememoro una sensación de hambre, de sed y de tristeza. Sin embargo, hay cosas que tengo muy presentes: una de ellas es la pesca que hizo Gene de un pequeño tiburón; lo acuchilló en las agallas y lo sacó de un tirón; tenía la piel tan gruesa que Tony tuvo que sujetarlo por la cola y Gene por la cabeza, para que yo pudiera abrirle el vientre.

Primero comimos el hígado; luego hicimos exploraciones en el estómago y encontramos dos sardinas de quince centímetros de largo. Dimos una a Aldrich por haber pescado el tiburón y repartimos la otra entre Tony y yo. Nunca en mi vida, he comido nada que supiese mejor. Devoramos el resto de las entrañas, después lo suspendimos a un tiempo de cola y cabeza para formar en medio una bolsa que se llenó de sangre.

Tenía un sabor muy fuerte, pero la bebimos. Luego comimos la carne hasta más no poder. Incidentalmente todos hicimos del cuerpo, pues la sangre nos sirvió como laxante; fue la primera y única vez en esos treinta y cuatro días perdidos en la inmensidad del océano.

Una noche, Aldrich hundió la mano en el agua para comprobar la dirección de la corriente. Dio un grito sacudiendo el brazo con tal violencia que sacó del agua a un tiburón que le había mordido los dedos. Fue tal la rápida sacudida, que el animal pasó sobre la balsa, por encima de nuestras cabezas y cayó al mar por el lado opuesto.

Los dientes del tiburón le habían raspado a Aldrich el dedo índice, partiéndole la uña en dos sitios. Los otros dedos tenían mordeduras que llegaban hasta casi el hueso. La uña se infectó y tuve que sajarle el dedo para aliviar la presión. A medida que pasaban los días nos entró una extraña sensación de que pronto llegaríamos a tierra firme; el sol iba haciéndose más ardiente, a medida que nos aproximábamos al sur, pero tuvimos la mala suerte de ir más al este de lo que pensábamos, y que yo había señalado en el mapa. Cuando, por fin tocamos tierra lo hicimos a unas cien millas de donde nos habíamos propuesto.

El problema de la alimentación continuaba siendo grave; día a día perdíamos peso y empezó a inquietarme el temor de que las fuerzas nos llegaran a abandonar, para seguir llevando el bote hasta las islas habitadas del sur. Aldrich se pasaba los días sentado al borde de la balsa con la esperanza de pescar algo con su pequeña navaja.

Al fin sacó otra perca, y una noche yo agarré por las patas una golondrina de mar; estaba tierna y deliciosa. También alcanzamos un par de cocos que pasaban arrastrados por la corriente. Esto me hizo figurar que estábamos cerca de alguna isla; veíamos cientos de variedades de pájaros y peces; también abundaban los tiburones leopardos, peligrosos animales que intentaron con frecuencia hacer volcar nuestra embarcación.

Hacia el día vigésimo nono, nuestras charlas comenzaron a languidecer; la mayor parte del tiempo la pasábamos tumbados en el bote, entumecidos, sin inquietarnos por lo que llegara a ocurrir; nos hacía lo mismo vivir o morir, ¿cuál era la diferencia?, nos resignamos a lo que viniera. Llegó el trigésimo tercer día y con él las primeras señales de un huracán.

Olas enormes se abatían sobre nuestra débil embarcación y nuestras menguadas fuerzas; las olas rugían más y más, era como si el averno se hubiera despertado. Sin fuerzas para achicar la balsa, solo pudimos desnudarnos para hacerlo mejor. De repente el bote se volcó y sólo pudimos salvar una de las suelas de goma que nos servían de canaletes; nos encontramos vueltos a los estados primitivos, enteramente desnudos y solos, en fiera lucha con la pavorosa tormenta.

Por fin salió el sol; los huesos se nos marcaban en los cuerpos tumefactos, quemados y pelados. ¿Para qué seguir luchando?, ¿acaso no era mejor acabar de una vez?; esto nos preguntábamos con la mirada y el triste silencio que nos invadió. Después de unos segundos en medio de la nada, nos dimos un apretón de manos, y…¡seguiríamos luchando!.

Para animarnos, empezamos a imaginar cosas extrañas: Tony oía coros misteriosos que entonaban a media voz canciones dulces y bellas; yo no podía mantener los ojos abiertos, sino breves segundos y apenas si lograba ver más que imágenes confusas. Por la noche nos arrimábamos uno a otro para darnos calor, y pesábamos callada y solemnemente en la muerte. La mañana de trigésimo cuarto día amaneció diáfana, un cielo azul nos circundaba; de pronto, Aldrich lanzó un grito:

— “Jefe, veo un campo de maíz”; como él es campesino, pensé que sufría una alucinación.

Esperé hasta que remontamos la cresta de una enorme ola y me puse en pie, sostenido por los otros dos. ¡Dios!, el corazón se me salto en el pecho: la mayor alegría que haya experimentado en la vida, la viví en esos momentos: ¡el campo de maíz era la costa llena de ondulantes palmeras!.

Todo el día, con nuestra única suela de zapato que nos quedaba, remamos hacia aquélla paradisiaca tierra verde. Por la tarde, el cielo volvió a cubrirse; un silencio extraño, el viento creciente y la continua lluvia anunciaban otro huracán, de modo que, o ganábamos la costa ahora o nunca llegaríamos.

Al caer de la tarde la resaca nos llevó muy cerca a la tierra. Cuando nos encontramos en aguas de poco calado, hicimos un esfuerzo supremo por enderezarnos, y, aunque tambaleándonos, marchamos hacia la costa a paso militar. Si eran japoneses, no queríamos que nos viesen arrastrándonos.

Pero, no eran japoneses, era una isla amiga; pasamos la noche en una choza abandonada; en las primeras horas de la mañana nos encontró un habitante de la isla y avisó al Comisario residente. La terrible aventura había terminado. Aquella noche dormimos en cama, estirados cuan largos éramos.

Afuera se oían los bramidos del huracán que tronchaba árboles con espantoso estrépito. Un día más, y ese huracán hubiera hecho de nosotros lo que el hambre, la sed, el viento, el sol y los tiburones, no lograron hacer.

(Harold F. Dixon, Selecciones 1942)

 

 

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