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HISTORIAS QUE TAMBIÉN PUSIERON EN APRIETOS A McCAUSLAND

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Juan Carlos Rueda Gómez

 

 

Juan Carlos Rueda Gómez

Compositor, Escritor, Periodista - Barranquilla, Colombia

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Escribir sobre alguien con quien se han compartido casi treinta años de vida profesional, de locuras, de proyectos quijotescos que tuvieron final feliz, pero sobre todo de amistad a prueba de balas, chismes, consejas y dificultades de todo tipo no es fácil.

Recuerdo el día que nos conocimos. Llegaste una tarde hasta mi casa, en Fundación, Magdalena, en bermudas y con un chaleco de periodista, en compañía del fotógrafo Gustavo Torres, y de Ñoño, un conductor del periódico, a ofrecerme lo que ni en sueños esperaba:

— “Quiero que seas corresponsal de EL HERALDO en Macondo. Sí, así me lo dijiste. Eso incluía a Fundación, Aracataca y alrededores. Te acepté ‘el nombramiento’ porque que se me facilitaba conseguir información ya que estaba laborando en la emisora La Esquina del Progreso.

Andabas montado en un potro cerrero y difícil de domar: estructurar la edición regional del periódico con cuanto corresponsal fuera posible en todos los pueblos del Caribe. Tu propósito era llenar las páginas con esas noticias e historias impregnadas de color local que amarraran al lector de cada municipio o caserío.

Pocos días antes de tu visita yo te había llamado espontáneamente para darte la noticia del asesinato de tres hermanos en una vereda de la Sierra Nevada después de una discusión por un penalti, en medio de un partido de fútbol entre campesinos. Y fue noticia mundial, reproducida por más de mil periódicos, porque una semana antes había ocurrido la tragedia del Estadio de Heysel, en Bruselas, Bélgica, donde murieron 39 aficionados por el enfrentamiento entre hooligans del Liverpool y tifosi del Juventus.

Fue por esos tiempos que recibí el regaño más grande de mi vida. Me lo diste a dos voces con Ricardo Rocha, entonces Jefe de Redacción del periódico:

— “¿Cómo es posible que nunca le hicieras un reportaje a “la Madama francesa”, la mujer que inspiró a García Márquez para crear el personaje de la abuela desalmada? La tenías ahí, en Aracataca, en el patio de tu casa. Ahora se acaba de morir y ya no hay nada qué hacer”.

Y tenían razón. Me dormí. Pero nunca más ocurrió algo así. Lección aprendida.

Al poco tiempo me hiciste venir a Barranquilla y desde entonces me convertí en tu escudero fiel. En tu cómplice. En tu Sancho Panza, ya que siempre te vi como el gran Quijote macondiano que cada día enfrentaba un molino de viento distinto para coronar con éxito los propósitos periodísticos y literarios más insospechados.

Contigo, con Jorge Cura, José Cervantes y Manuel Palma, entre otros, tuve la dicha de ser uno de los pioneros de Telecaribe, cuando nos mamaban gallo y hasta despectivamente nos señalaban como “los loquitos que trabajan en Telecabuya”.

A ti no te importaba que hiciera mis notas para Mundo Costeño o Teleheraldo con una camarita beta movie de grabar bautizos y cumpleaños. Y José Jorge Dangond, ese otro Quijote vallenato, también se hacía el loco. Lo importante era que cada semana trajera material de los más recónditos pueblos del Caribe. Esos que nunca eran nombrados en ningún medio ni cuando publicaban los resultados de las elecciones.

Años después, cuando tu magia narrativa llevó el programa Mundo Costeño a la cúspide, con la más alta sintonía de que se tenga memoria, ganando todos los premios habidos y por haber a nivel nacional, recibimos del Nobel Gabriel García Márquez, lo que siempre consideraste como nuestro premio más grande.

No estaba materializado en una estatuilla o pergamino en letra de estilo para poner en una repisa o enmarcarlo. Lo guardamos siempre en nuestro corazón, en nuestra “emoteca”. Porque, eso sí, nunca tuvimos ‘egoteca’.

Recuerdo que estábamos en un festival de cine en Cartagena, en el espigón de La Tenaza, sobre las murallas, cuando llegó Gabo. Luego del revuelo y el asedio que siempre generaba, logramos apartarlo un poco del tumulto para conversar con él. Bueno, conversar es un decir. Para escucharlo más bien.

Porque cuando él empezaba a hablar era un sacrilegio interrumpirlo. Había que aprovechar ese momento único, irrepetible, para atesorar en la memoria el torrente de su voz, su cascada interminable de palabras, las mismas que usamos todos los humanos pero dichas como solo él sabe.

Estábamos extasiados escuchándolo cuando de pronto se desvió del tema inicial y dijo:

— “Sabes, Ernesto, en mi maletín cargo dos casetes de VHS con un par de historias tuyas, de Mundo Costeño, que me encantan. No solo por lo bien narradas sino porque me sirven para demostrarles a mis amigos y colegas que Macondo no soy yo, que yo no lo inventé. Que Macondo está vivo y en todas partes, en cualquier lugar de Latinoamérica. Lo que pasa es que la mayoría de los escritores son flojos. Y la flojera no les deja ver las historias aunque las tengan a un metro de sus narices”.

Quedamos atónitos ante semejante revelación. Recuerdo que tartamudeaste al preguntarle:

— ¿Cuáles son esas historias, Maestro?

Y él respondió con exactitud y seguridad:

— “Yo visité Mundo Lindo” y “Virgen a toda prueba”. Son maravillosas, mágicas. Son las historias que siempre he querido encontrar. Pero me siento feliz de que alguien más las halle y las narre. Son perfectas para llevarlas al cine”.

Tu única reacción fue un tímido y humilde “Gracias, Maestro”. Hubieras querido decirle muchas cosas más pero en ese momento llegaron varios turistas y nos robaron al Nobel para tomarse fotos con él. No imaginan qué momento tan mágico interrumpieron.

Lo que quisiera saber es qué opinaría Gabo ahora si supiera lo que pasó después con el personaje de una de esas dos crónicas, Rosa Castañeda, la mujer de Algarrobo, Magdalena, que se empeñó en defender su honor sin escatimar esfuerzos, llegando hasta los estrados judiciales y pagando un aviso en EL HERALDO para demostrar que era “Virgen a toda prueba”.

Esto es algo que hemos mantenido en secreto quienes lo vivimos de cerca, pero siento que debo contarlo como un homenaje a la sensibilidad y humanismo con que siempre narraste sucesos que, para muchos, parecían cosas prosaicas e intrascendentes de la cotidianidad. Ese valor que le dabas a cada ser y su acontecer era lo que generaba tantas reacciones. Muchas veces inusitadas. Como la de este caso.

A mediados de la década del noventa, cuando yo era el ‘cazador de historias’ y asistente de dirección de Mundo Costeño, me recomendaste con los directivos de EL HERALDO para manejar la parte operativa del concurso “¿A quién se comerá el caimán?”. Recuerdo que le dijiste a uno de ellos:

— ...este man es el único loco capaz de conseguir artistas, tarima, sonido, permisos y todo lo que haga falta para montar los eventos del concurso en cualquier lugar de la Costa... mejor dicho, es el único que puede conseguir ‘la burra de los ojos verdes’...y si no los tiene naturales, le pone lentes de contacto”.

Obviamente, era una descripción de lo que tú me enseñaste a hacer cuando había que lograr un propósito. Así fue como logramos filmar El último carnaval, Siniestro, Champeta Paradise y muchos videos musicales. Sacando todo de la nada, trabajando con amor y ganas, sin tener el dinero como recompensa.

Cuando viajé a Valledupar a montar el evento del concurso, estaba una mañana en la oficina del periódico en esa ciudad y de pronto sentí que una fuerza superior a mi voluntad me obligaba a mirar hacia un montón de papeles que había en el escritorio de la secretaria. Allí encontré el aviso más original y crudo que alguien pudiera redactar en defensa de su honor mancillado:

— “Se le ruega el favor a quien haya oído decir que Rosa Castañeda Castro no es virgen, ni vaginal ni anal ni oralmente, informar al Juzgado Único Promiscuo de Fundación, Magdalena”.

Mi primera reacción fue preguntarle a la secretaria:

— ¿Esto qué es?

Impávida me respondió:

— “Un aviso que pagó una señora esta mañana”.

Y volví a preguntar:

— ¿Y tú crees que el periódico lo va a publicar?

Su respuesta me dejó perplejo:

— “¡Claro! Si ya ella lo pagó, lo tienen que publicar. Ya lo mandé por fax”.

Nunca lo publicaron, por supuesto.

Quedé frío ante su lógica, ilógica para mí. Lo único que se me ocurrió fue llamarte a Barranquilla. Te leí el texto del aviso y mis palabras quedaron flotando en un silencio denso. Pensé que se había cortado la llamada pero enseguida me preguntaste:

— “¿Y dónde vive esa mujer? Averigua enseguida, esa es cipote historia”.

Al rato te volví a llamar y te conté que Rosa Castañeda vivía en Algarrobo, Magdalena. Diez minutos después te estabas montando en el Monza rojo con un camarógrafo de Olímpica TV y en menos de dos horas llegaste a ese pueblo que años atrás había florecido gracias al cultivo del algodón, pero que se hallaba en decadencia.

Se grabó la historia, se emitió por Telecaribe y causó gran sensación. Hasta ahí todo bien. Dos semanas después recibiste en tu apartamento del piso once en el edificio Madeira la visita de la protagonista, que vino a demostrarte su agradecimiento trayéndote unas frutas y una tarjeta escrita con hermosa caligrafía. Tú quedaste conmovido porque rara vez un entrevistado hacía eso.

Pero la visita se repitió cada semana y ya la situación se estaba haciendo incómoda, sobre todo porque Rosa llegaba sin anunciarse, casi siempre en medio de los avatares del trabajo y no había tiempo para atenderla. Hasta que llegó el momento en que te tocó pedirle al portero del edificio que no la dejara subir. El asunto se quedó así hasta que un día tocaron a tu puerta y don Ernesto, tu papá, que era quien manejaba la oficina, abrió y se topó de narices con Rosa, que extendió sus manos entregándole un cofre.

— “Don Ernesto, le dijo con voz temblorosa, vengo a pedir la mano de su hijo. Ya no puedo vivir callando el amor que siento por él. Ernestico es el príncipe que estuve esperando toda mi vida. En este cofre están todos mis ahorros y mis joyas. Tómelo como una dote matrimonial”.

Obviamente don Ernesto, en medio de su asombro, no le recibió el cofre y, como pudo, la convenció de que regresara a su pueblo y destinara esos ahorros para procurarse su propio bienestar.

Inmediatamente, tu papá llamó a la portería y le reclamó al conserje por haberla dejado entrar. Y se tropezó con una explicación que, ni el mismo García Márquez hubiera podido concebir en la más fantasiosa de sus obras:

— “¿Y yo qué podía hacer, señor Ernesto? No ve que la señorita Rosa tiene unos familiares que viven aquí en el tercer piso. Ella dijo que iba para donde ellos. No es mi culpa si subió donde ustedes”.

¿Quién podía imaginar que el único lugar donde Rosa Castañeda tenía familiares en Barranquilla era precisamente en el edificio en que tú vivías? Por eso tu papá dijo sabiamente:

— “Es que el mundo no es un pañuelo... es un hilito nada más”.

***

Con tus padres, Nancy y Ernesto; con Mile, tu eterno amor, que llegó a tu vida de manera cinematográfica; con tus hijas; con tu hermana Daniela; con mi esposa María Inés y nuestros hijos; con el combo de EL HERALDO y de Telecaribe, y con no sé cuántos millones de amigos que compartimos, siempre te recordaremos.

Con seguridad nunca se nos agotarán las historias y los gratos momentos con que nos marcaste a todos.

Por Juan Carlos Rueda Gómez
Especial para EL HERALDO
juanruedagomez@outlook.co

 


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