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El ataque a Pearl Harbor

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“Una gesta conmovedora de valor y abnegación bajo el ataque de la perfidia”

Fui testigo presencial de una de las señaladas y gloriosas ocasiones en que el valor sereno y el estoicismo de los norteamericanos se ha visto sometido a dura y cruel prueba; tuvo inolvidable y repentino principio bajo la lumbre dorada de una tranquila mañana de domingo en uno de los más apacibles lugares de la tierra.

Acabó dejando un trágico saldo humeante y sangriento de destruidos aeroplanos, barcos inutilizados, flotantes hogueras de petróleo en un mar enrojecido, hombres que braceaban desesperadamente en el agua, y cerca de tres mil vidas inmoladas.

Ataque en Pearl HarborMe hallaba desayunando cuando oí el tronar de la artillería de costa; supuse que estaban haciendo ejercicios de tiro; de pronto llegó corriendo Yamato: “¡Mucho aeloplano ayá fuela!-, gritó presa de gran agitación.

Del porche del fondo divisamos una escuadrilla que volaba a gran altura; sobre Pearl Harbor el cielo se veía moteado de señales de humo. En esto llegó una vecina jadeante:

- ¡Los japoneses…, los japoneses están bombardeando a Oahu..!.- ¡Quite usted, señora, cálmese.., son ejercicios de tiro-, le dijimos.-

- ¡Que no, son los japoneses.., pongan el radio para que se convenzan!

Y en efecto, la radio aconsejaba:

- “Serenidad.., serenidad; están atacando a Oahu, no es broma…, se ha visto el emblema del Sol Naciente en las alas de los aviones”.-

Reconocí la voz vibrante de Webley Edwards, el director de la KGMB. En aquel preciso momento se detuvo frente a nuestra puerta un automóvil. De él se apeó una mujer con el uniforme de la Cruz Roja.

- ¡Corran!- gritó.- ¡Corran a ayudarnos!-.

Pasé todo el día con el personal de aquella unidad de salvamento, sacando a los civiles de los lugares de peligro. Tuve ocasión de ver con mis propios ojos mucho de lo que sucedió en esos inolvidables momentos.

En los días siguientes hablé con cuantas personas pude: oficiales, marineros, heridos e ilesos, héroes celebrados y anónimos, trabajadores, cuya cooperación colectiva fue tan importante como lo fueron las extraordinarias hazañas individuales; y lo que aquí relato son historia tomadas de las propias fuentes, tal como las oí.

El objetivo real del ataque era Pearl Harbor, la mayor base naval de los Estados Unidos; mas para efectuar el ataque sobre seguro, los japoneses tenían que arrasar primero los aeródromos militares de Wheeler y Hickman, la base aérea de la Escuadra en Kaneohe y la aún no terminada de Ewa, que estaban situadas a corta distancia por aire, de Pearl Harbor.

Los japoneses estaban empeñados en inutilizar todos los aeroplanos de que disponía EE.UU; simultáneamente se acercaron en dos direcciones; el modo de ataque a cada uno de los aeródromos fue el mismo: mientras unos aparatos, volando a baja altura, soltaban sus bombas sobre los hangares, otros ametrallaban con balas incendiarias los aviones alineados en largas y ordenadas filas.

Lo que le ocurrió al oficial que mandaba la base aérea naval, ilustra con harta elocuencia lo fulminante de la sorpresa: se hallaba tomando su desayuno, cuando sintió el ruido de unos aviones; miró por la ventana y vio tres secciones, de tres aeroplanos cada una, que volaban casi a ras del agua y torcían hacia la derecha a la entrada de la bahía.

- “Esos atrevidos saben muy bien que está absolutamente prohibido dar esa vuelta a la derecha!”-, bramó el comandante poniéndose inmediatamente de pie.

- “Mira, papá,- le observó su hijo-, tienen círculos rojos en las alas!

Titulares en Periódicos y RevistasLa primera voz de alarma la dio el chillido de las llantas del automóvil del Comandante al parar en seco frente al edificio de la intendencia; los aparatos de color mostaza volaban ahora, uno en pos de otro, a no más de 16 metros, sobre los aeroplanos fondeados en la bahía.

Cien metros más allá se cruzaban, en aquel fatídico momento dos botes que conducían las tripulaciones de los aeroplanos que se relevaban. Los japoneses rompieron fuego.

Las balas de las ametralladoras fueron abriendo como una calle de surtidores hasta los botes y los aeroplanos; estos empezaron a arder; fueron muy contados los tripulantes de los botes que lograron escapar.

Los nipones volaron hacia el fondo de la bahía, se remontaron y regresaron, para lanzarse sobre los aviones de bombardeo alineados en la rampa.

Sobrevino luego un momento de tregua, que aprovecharon los defensores para llevar al aeródromo cuantos automóviles pudieron encontrar a mano y ponerlos en forma tal que los aviones japoneses se estrellaran si trataban de aterrizar; los particulares ayudaban a apagar el fuego y a manejar los tractores para retirar de los hangares los aviones incendiados.

A veinte minutos ya estaban nuevamente los japoneses; sobre uno de los hangares lanzaron una inmensa bomba, mientras disparaban incontables proyectiles sobre las gentes que corrían por la rampa; una bala atravesó un muro de concreto de 30 centímetros de espesor.

De todos lados hacían fuego los valientes defensores, pero los atacantes volaban a gran velocidad, y era muy difícil alcanzarlos. Con todo, fueron derribados dos aviones. Los restantes se dirigieron a la base naval de Ewa. Allí, la primera ola concentró sus fuegos sobre los aparatos posados en tierra. Durante un momento de calma que siguió, los infantes de marina corrieron a retirar de la pista los aviones que no se habían incendiado, y lograron montar en ellos ametralladoras.

El segundo ataque fue mucho más violento que el primero; se carecía de protección, en tanto que el fuego de los cañones y ametralladoras agujereaban materialmente el suelo. Sin embargo, los osados defensores se mantuvieron firmes lanzando torrentes de metralla contra cada avión japonés que pasaba.

Todos cumplieron con su deber; los infantes de marina cargaron sus municiones y lograron blancos decisivos; el enemigo concentraba sus fuegos en los vehículos en mlovinmieto, pero, con todo, los conductores de los carros de municiones y de las ambulancias hicieron viajes a todos los confines del campo, sin preocuparse por averiguar primero si el cielo estaba despejado de amenazas.

La infantería de marina tenía un carro de incendios manejado por un solo hombre; en medio del primer ataque, Shaw, el conductor, saltó a su puesto y se dirigió hacia una fila de aviones incendiados. Las máquinas japonesas atacaron el brillante carro rojo a mitad del camino, pero Shaw se detuvo sólo cuando las balas enemigas despedazaron las llantas. Más tarde, como un oficial le observara que no debió haberse aventurado a salir bajo tal granizada de proyectiles, Shaw replicó:

- “Mi Teniente, vi un incendio, y mi deber era apagarlo”.

Un sargento mecánico, encargado de despachar bombas a la línea de fuego, continuaba su labor con gran calma, haciendo caso omiso del ataque que en ese sitio era especialmente intenso:

- ¡Sargento, cúbrase!,- le gritó un oficial.

- ¡Qué demonios¡. Yo tengo sesenta años, que se cubran los jóvenes”; las bombas que preparaba, llegaron a su destino.

Los Tenientes Welch y Taylor, que se hallaban en el camino de Wheeler Field, vieron cómo los aviones picaron sobre un hangar y lanzaron su cargamento de bombas; sin perder un minuto, saltaron a un automóvil, y a una velocidad de 170 kilómetros por hora, se dirigieron a ocupar sus respectivos aeroplanos.

No se detuvieron a averiguar, ni el tamaño ni el número de los aviones atacantes. Despegaron para entrar en acción contra un grupo de más de doce japoneses que volaban sobre Barber`s Point. Antes de verse obligados a descender para repostarse de combustible, habían dado ya cuenta de tres aparatos enemigos.

Una de las ametralladoras de Welch no funcionó; Taylor estaba herido en una pierna; no había habido tiempo aún de reparar la ametralladora de Welch, ni de hacerle la primera cura a Taylor, cuando en el cielo apareció otro grupo de 15 aviones japoneses. Contra el dictamen del médico, Taylor volvió a elevarse, acompañando su camarada Welch.

Pronto se pegaron los japoneses a la cola del avión de Taylor; Welch, detrás de los enemigos, arremetió contra el que parecía más peligroso para su compañero. La pieza de popa del avión japonés vomitaba plomo contra el aparato de Welch, logrando perforarle el motor, la hélice y la carlinga. Welch no se arredró; lejos de eso, continuó persiguiendo al enemigo con una furia vengadora.

Al fin, el aparato japonés se incendió y se estrelló, y Taylor pudo escapar. Welch persiguió a otro aeroplano nipón hacia el mar, lo alcanzó a ocho kilómetros de la costa y les proporcionó a sus dos ocupantes vasta sepultura en el fondo del Pacífico.

Estos dos valientes luchadores no estaban solos: el veterano Teniente Sanders dirigía un grupo de cuatro aparatos, a dos mil metros de altura, cuando alcanzó a ver seis aviones japoneses que atacaban un aeródromo; hizo a sus compañeros la señal de ataque; cuando los japoneses se dieron cuenta intentaron huir, pero ya era tarde; Sanders abrió fuego sobre el jefe de los enemigos, cuyo avión se incendió, precipitándose al mar.

El TenienteJames Sterling, perseguía de cerca a un enemigo; otro nipón se le colocó detrás. Sanders acudió en auxilio de su compatriota, pero el avión atacante ya había tenido tiempo de acribillar a balazos el aparato de Sterling, que comenzó a incendiarse.

Sin embargo, Sterling continuó el combate con el japonés que tenía delante. De pronto todos picaron, uno detrás de otro: primero, el japonés; luego, Sterling que no dejaba de disparar; en seguida, el otro japonés y, finalmente, Sanders.

Las cuatro maquinas se precipitaron a toda velocidad, con los motores rugiendo; Sanders fue el único que pudo salir ileso.

En los piñales de Wahiawa millares de personas, entre ellas muchos fugitivos de Hickam Field y residentes de Schofield Barracks, tuvieron oportunidad de presenciar un combate singular entre el Teniente Rasmussen y un japonés: Rasmussen, saliendo rápidamente de una complicada maniobra, logró tomar al enemigo de frente para acribillarlo.

Los miles de espectadores prorrumpieron en una clamorosa ovación cuando el aparato japonés cayó a tierra envuelto en llamas.

Al aterrizar Rasmussen, se comprobó que el timón de su aparato había sido volado, el radio hecho polvo y el fuselaje convertido en una criba por las perforaciones.

La primera ola de bombarderos que apareció sobre Hickam Field escogió como objetivo la fila de aviones colocados en ordenada formación frente a los hangares, en una extensión de medio kilómetro. Sin dárseles nada del violento fuego de ametralladora, los defensores de Hickam Field trabajaron desesperadamente por dispersar los aparatos atacados, de modo que no fueran blanco fácil de los enemigos.

Algunos cayeron en la demanda, pero otros los reemplazaron. Mientras los bomberos luchaban por apagar los aviones incendiados, audaces soldados de aviación se subieron a las alas de los aparatos, desprendieron los motores y los condujeron a lugar seguro.

En el segundo ataque, que fue el más devastador, desde considerable altura los aviones japoneses de bombardeo arrojaron pesadas bombas rompedoras directamente sobre el sector más poblado de Hickam Field. Pasó un minuto.., y no ocurrió nada.

Pero luego, el pabellón comedor, el de la guardia, la estación de bomberos, el inmenso cuartel y un hangar de grandes proporciones, arrancados por titánica fuerza, se levantaron de sus cimientos, como si hubieran sido hechos de papel; quedaron suspendidos un momento en el aire, cayendo luego convertidos en escombros.

La tercera oleada de aviones entró barriendo con sus ráfagas de ametralladora; pero ya las defensas terrestres estaban funcionando adecuadamente y pudieron derribar a un buen número. Los bisoños se portaron como veteranos, y a cada instante se les veía correr bajo el fuego enemigo para hacerse cargo de una ametralladora cuyo sirviente acababa de morir.

Dos muchachos japoneses que trabajaban en una de las obras de fortificación cuando comenzó el ataque, vieron a un soldado que no lograba emplazar su ametralladora; corrieron a ayudarle, y una vez que comenzó a disparar, ellos mismos se encargaron de llevarle las municiones.

Dispararon con tanto entusiasmo, que sufrieron graves quemaduras. Cuando un aparato nipón cayó cerca, le arrancaron al piloto los galones de la guerrera para guardarlos de recuerdo.

Tiempo tuvieron los japoneses de ensayarse en el ataque con ametralladoras y bombas a la población civil: acribillando los automóviles que veían en las carreteras, asesinaban a las gentes privadas de toda protección; a un mayor que regresaba de la iglesia con su esposa y sus hijos, le hicieron saltar en pedazos su automóvil, salvándose únicamente la señora.

En Pearl Harbor, una señora, al darse cuenta del ataque, mandó a su hija a que hiciera entrar al hermanito que jugaba en la calle con un carrito de madera; la niña tomó al pequeño de la mano para hacerle entrar. En ese preciso momento, un avión japonés que volaba a escasa altura lanzó sobre la acera una granizada de balas de ametralladora, el niño quedó muerto en el césped, mientras la niña quedó herida.

En Alewa vimos a unos chicos agrupados en torno a un hombre que sostenía en los brazos el una muchacha herida; con su esposa y sus tres hijos, el hombre se hallaba frente a la puerta de su casa cuando cayó una bomba; un casco de granada fue a clavarse precisamente en el corazón de la pequeña.

Todo lo sucedido en los aeródromos no era más que un preludio: el ataque a Perl Harbor, propiamente dicho, duró desde las 7.55, hasta las 9.55 de la mañana. En él tomaron parte unos 150 aviones japoneses, entre torpederos, ametralladores, bombarderos de picado y de altura.

En la espaciosa bahía estaban fondeados acorazados, cruceros, cazatorpederos, minadores; en fin, buques de todos los tipos de que se enorgullecía la armada de los EE. UU. La operación fue cuidadosamente estudiada, pues parecía que a los aviones japoneses les habían señalado de antemano sus objetivos, pues se separaron para dirigirse cada cual a un buque determinado.

Varios bombarderos de vuelo horizontal, desde una altura de 4.000 metros, arrojaron casi simultáneamente bombas perforadoras sobre la acorazado Arizona; una cayó justamente por la chimenea y voló el pañol de pólvora de proa.

En seguida los torpedos vinieron a completar la obra de las bombas, y toda la proa del barco voló; como pavesas de una gran llamarada, saltaron los cuerpos humanos a cien metros de altura. Toda la parte restante del buque trepidó, amenazando desbastarse como un castillo de naipes.

Veinte hombres quedaron atrapados en una de las torres, entre una ola de calor, humo y gases nauseabundos que los asfixiaba. Sentían terrible presión en los tímpanos. Hubo confusión y peligro de pánico, pero al oír una sola orden: “¡Silencio!”, no se pronunció una palabra más.

Un marino sacó una linterna eléctrica y lograron así alcanzar la escalera, en medio del espeso humo, hasta llegar a la escotilla

Al abrirla, presenciaron un terrible espectáculo: toda la parte delantera del barco estaba convertido en una masa de llamas y de grandes fragmentos de metal retorcido. La cubierta se hallaba atestada de cadáveres. Del volcán salían marinos corriendo, unos caían sobre cubierta, otros se tiraban por la borda.

Entre tanto, los aviones japoneses, volando a poca altura ametrallaban a los marinos que trataban de escapar. En medio del caos, se oyó una vos tranquila y segura:

- ¡Calma. Muchachos!, no hay que apurarse. Abandonen el buque y reúnanse en Ford Island”.

Era la voz del oficial de más alta graduación que quedaba vivo. Después de dar la orden, se metió entre las llamas. Tan quemados estaban muchos de los que lo acompañaban, que no podían tenerse en pie; sin embargo, ninguno se dejo dominar por el pánico; muchos de los heridos jamás se habrían salvado a no ser por el valor del oficial.

Su ejemplo alentó a los demás y los hizo olvidarse de sí mismos para ayudar a los compañeros a escapare del barco incendiado.

Por todas partes se veían en la bahía hombres que saltaban por la borda o desde las portillas de los barcos incendiados, o que se deslizaban por el costado de buques que se hundían, pero fueron centenares los que se quedaron atrapados en sus compartimientos.

En un navío que escoraba rápidamente, había un joven capellán que ayudaba a los marinos a salir por una portilla. Cuando a él llegó su turno, ya era demasiado tarde. “¡Adiós, muchachos!, no se preocupen por mi”, fueron sus últimas palabras.

A bordo de otra nave completamente tumbada perecieron muchos asfixiados por el humo del petróleo, mezclado con el éter del botiquín, que había sido alcanzado por las balas. Cayó entonces otra inmensa bomba que hizo volar por los aires todo lo que allí había; la conmoción fue tan grande, que un muchacho que subía por una escalera de hierro lo lanzó fuera convertido en mil pedazos.

Por su parte, los atacantes no salieron ilesos: un cazatorpedero acababa de derribar cuatro aviones japoneses, cuando el primer radiotelegrafista captó un rumor inconfundible: “¡Un submarino!”. _El barco realizó la maniobra de ataque y lanzó dos cargas de profundidad, luego otras dos. Apareció una gran mancha de aceite, y la superficie del agua se cubrió de burbujas.

De pronto, la radio reveló la presencia de otro submarino que, al parecer, se dirigía hacia un crucero cercano. El cazatorpedero viró rápidamente, lanzo dos cargas más de profundidad, y en el agua apareció otra mancha de aceite: otro submarino se había hundido.

Aquel domingo en Honolulú, aprendimos cuan vaga y tenue es la línea que separa a soldados y civiles en tiempos de guerra. Poco después de comenzado el bombardeo, en la Asociación Médica de Hawái se recibió una llamada de urgencia:

“¡Ambulancias para Pearl Harbor!...¡Pronto, por Dios!”.

No habían pasado veinte minutos cuando ya los médicos, asistidos por un enjambre de voluntarios, habían despejado el interior de más de cien camiones comerciales de todas clases, los habían llenado de camillas preparadas de antemano, y se dirigían a toda velocidad al teatro del combate.

Las mujeres del Cuerpo de Automovilistas llevaban hombres a Pearl Harbor en cuanto coche pudieron hallar a mano. La carretera de pista triple era un infierno: camiones de ejército, carros oficiales y particulares de auxilio, ambulancias, autos de la Cruz Roja y centenares de taxis que transportaban oficiales y soldados a sus puestos de combate, atronaban el aire, en aquellos diez kilómetros de carretera.

Las mujeres del Cuerpo de Automovilistas quedaron a la altura de las circunstancias.

Los heridos del ejército fueron trasladados al Hospital Tripler; había caído una bomba en un gran comedor donde se encontraban desayunando unos cuatrocientos miembros de la armada, entre pilotos, técnicos y ayudantes. Maltrechos y sangrantes llegaron al hospital.

El cirujano King llamó urgente a sus colegas de Honolulú para que acudieran en su ayuda. Extraordinaria coincidencia: en ese momento todos los cirujanos de Honolulú se hallaban reunidos en una conferencia que dictaba el doctor John J. Moorhead, de Nueva York; el auditorio en pleno, comenzando por el mismo orador, salieron para el Hospital Tripler.

Por otra curiosa coincidencia, el doctor Moorhead acababa de explicar a sus oyentes el manejo de un nuevo instrumento quirúrgico para localizar objetos de metal alojados en el cuerpo humano. En aquella mañana, el instrumento fue de gran utilidad pues ahorró horas preciosas que se hubiera perdido esperando que se desarrollaran las placas de rayos X.

El doctor Pinkerton, que pasaba su diaria visita en el Hospital Queens, oyó gran baraúnda en la sala de urgencia. Docenas de autos traían heridos, mutilados, quemados. Cuando el doctor Pinkerton comenzaba apenas a dar instrucciones, llegó una llamada de urgencia del Hospital Tripler:

¡”Necesitamos plasma sanguíneo”!

A los cinco minutos, el doctor Pinkerton se encontraba ya en la planta de refrigeración de la Hawaiian Electric Company, donde se guardaba la sangre; habían 210 frascos de 250 cc, cada uno. Dejó 60 en el Hospital de Queens y partió con el resto para el Tripler.

A las once de la mañana, el doctor Pinkerton pidió por radio voluntarios que quisieran dar sangre para transfusiones. En media hora se habían reunido unas 800 personas a las puertas del hospital. El cuerpo de técnicos trabajaba a marchas forzadas, aunque no daban abasto para tomar las muestras de todas las personas que querían donar su sangre; centenares de japoneses fueron a ofrecer su sangre, en señal de protesta.

Muchos de los que hay habían donado sangre, volvían antes del plazo que ha de transcurrir para que el donante pueda someterse a otra transfusión. A un marinero, a quien los médicos reconocieron, al preguntarle porqué volvía tan rápido, respondió:

“¡Mataron a mi hermano, y quiero hacer algo por él y por los demás!.

Todas las tardes, durante muchos días, hubo en Pearl Harbor un sepelio, hasta que recibieron sencilla y digna sepultura las 3.000 víctimas heroicas del ataque. Sobre cada tumba se depositaba un ramo de flores. Los soldados de infantería de marina, avanzaban, se echaban los fusiles a la cara, y disparaban tres salvas.

El clarín daba el toque solemne de silencio. El eco esparcía esas claras notas vibrantes por todo el tranquilo valle, remanso de leyenda y de poesía, cuyos felices moradores habían pasado más de cien años en una existencia de paz y libertad.

((Blake Clark, Selecciones 1942)

 

 

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