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El que no discute, siempre gana

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Durante un banquete, uno de mis vecinos de mesa citó unas palabras, que dijo ser de la Biblia, al referir algo que había sucedido: “Un poder superior a ti moldea tu suerte sea cual fuere la forma en que tú pretendas labrarla”; como estas palabras no son de la Biblia, sino de Shakespeare, deseoso de lucirme a costa del que había hablado, me apresuré a llamarle la atención haciéndole ver que eran de Shakespeare.

- Con que de Shakespeare,- contestó él-, ¡Qué absurdo!, estoy seguro que lo leí en la Biblia!-, y no hubo quién lo convenciera de lo contrario. Uno de los presentes, el que se encontraba a mi lado, sujeto ya entrado en años, amigo mío y muy conocedor de Shakespeare, disimuladamente con su pie me dio un toquecito, e intervino en la discusión diciendo:

- Mi querido amigo, estás equivocado: esas palabras, como el señor lo sostiene con sobrada razón, en efecto se hallan en la Biblia”.

Cuando salimos del banquete, mi amigo me llamó la atención:

- Hombre amigo-, observó muy juiciosamente-, la cita en realidad es Shakespeare. Pero, ¿al fin y al cabo, ¿a qué ese afán tuyo de demostrarle al otro que se había equivocado? No estábamos en un salón de clase, sino en una reunión de amigos, donde a ti, como a todos, te correspondía mostrarte amable; además, nadie te había pedido tu opinión; y por último, ¿crees que procediendo así te ganaste las simpatías de tu contrincante?, ¿salías ganando algo con humillarlo? Sigue mi consejo: evita las discusiones.

 Evita las discusiones…,¡cuánta falta me hacia la advertencia!, me había pasado la vida discutiendo, me encantaba llevar la contraria; cuando muchacho, disputaba con mi hermano acerca de todo, de la Vía Láctea para abajo. Hoy, por lo que me ha ido demostrando la experiencia, he llegado a la conclusión de que el único modo de llevar la mejor parte en una discusión es…¡evitarla!

De cada diez veces, habrá nueve en los que discuten queden más firmemente convencidos que antes de que estaban en lo cierto. No, jamás habrá de sernos posible salir airosos de una discusión; pues, aún en caso de que nuestros razonamientos dejen reducido a silencio al contendor, habremos concitado su ánimo en contra nuestra.

 Convencido de que ningún bien se sigue de llamarle la atención a alguien acerca de alguna idea, paso por alto las equivocaciones de mis prójimos. Raro es el hombre que siempre procede de acuerdo con los dictados de la razón. Los más nos comportamos como gente ilógica, parcial, amiga de aferrase a ideas preconcebidas.

Quien cometió un yerro, tal vez lo reconocerá en sus adentros; podrá ser que, si se le lleva a ella con tacto y amistad, acabe por reconocerlo asimismo ante los demás. Mas nunca hará tal si, alcanzado de razones por otro, se viere reducido a la alternativa de mantenerse en su error o tocar la pandereta.

Benjamín Franklin refiere en su autobiografía cómo llegó a corregirse del hábito de la contradicción y a convertirse en uno de los diplomáticos más hábiles que hubiera habido en la nación norteamericana. Era Franklin, cando joven, bastante desatinado. Cierta vez, un anciano cuáquero amigo suyo, lo llamó aparte para darle a oír unas cuantas verdades, amargas, pero saludables:

Benjamín, le dijo, al expresar tus opiniones, lo haces siempre de modo que sean bofetadas para cuantos discrepan de ellas. Tus amigos han empezado a caer en la cuenta de que resulta más agradable excusar tu compañía, que estar contigo.

Es tal tu aire de suficiencia, que nadie puede decirte una palabra, ni tampoco lo intenta, pues a la verdad, sólo conseguiría pasar un mal rato. La consecuencia más probable de todo esto habrá de ser que nunca aprendas más de lo que ahora sabes, que no es gran cosa”.

En caso de equivocación

Convenir prontamente en que nos hemos equivocado suele ser el mejor medio de desarmar a la persona que puede reprocharnos la equivocación. El dibujante Ferdinand E. Warren se valió de esta táctica en el caso siguiente contado por él mismo:

“Después de haber entregado cierto trabajo que corría mucha prisa, el director artístico me telefoneó para decirme que fuera a verlo de inmediato. Cuando llegué, me recibió en la forma que yo había supuesto: actitud hostil, saboreando de antemano la ocasión de criticarme.

Sin dejarme casi entrar, atropelladamente comenzó a preguntarme por qué había hecho yo esto o dejado de hacer aquello. Resuelto a ensayar la táctica diversa de la que hasta entonces había empleado con otros cascarrabias, le dije apenas me dejó hablar.

- Reconozco que me he equivocado, ¡y no tengo disculpa!. Después del tiempo que llevo de trabajar para usted, debo saber la clase de dibujos que necesita; me siento avergonzado.

Oír él esto y empezar a defenderme, fue todo uno.

- Sí, hombre, si, se ha equivocado usted; pero, en fin, no es para tanto.

- Según como se mire,- repuse persistiendo en mi papel de acusador de mí mismo-, una equivocación puede resultar costosa. Haré nuevamente ese trabajo, es lo mejor.

- ¡De ninguna manera!,- exclamó con empeño igual al que, cuando llegué, había demostrado en ponerle trabas a mi trabajo-, no puedo consentirlo.

A continuación de eso, y no sin prodigarme las mayores elogios, me aseguró que bastaría hacer algunos cambios ligeros en el dibujo; allí mismo me pagó el precio convenido por él, y… ¡me encargó otro nuevo! La prontitud con que yo, en lugar de contradecirle cuando me reprochaba, había convenido en todo y hasta me había acusado a mí mismo, lo dejó completamente desarmado”.

El enojoso “Yo”

¿Desea usted, amable lector, ganar amigos?, ¿le agradaría causar buena impresión en los demás?; pues simple y llanamente la receta es: preocuparse por los demás, pensar menos en sí mismo. Al fin y al cabo, ¿qué será lo que más le interesa a cada quién?., ¿por quién mirará usted con mayor interés desde que se levanta hasta que anochece?

No es menester decirlo: le interesará usted mismo, será por sí mismo quien mire. Y siendo, como así es, ¿no resultará tonto creer que el modo de captarnos la buena voluntad de nuestros semejantes, de conseguir amistades y conservarlas, sea hablando de nosotros mismos, de lo que nos interesa únicamente a nosotros?

Procediendo así, ¿cree usted que podrá interesarle a los demás? No parece que haya quién, en teoría, deje de contestar negativamente a esta pregunta; más, ¿qué ocurre en la práctica?

La Compañía de Teléfonos de Nueva York llevó a cabo un curioso escrutinio tendiente a averiguar cuál era la palabra más usada en la conversación. De él resultó que la que aparecía y tornaba a aparecer con frecuencia casi increíble era la correspondiente a la forma nominativa singular del pronombre personal de primera persona. ¡Nada menos que 5900 veces campeó el enojoso “YO” .

Ejemplo tan patente de la general propensión al “yoismo”, nos explica por qué “quien se decida a mostrar interés en lo que a los demás les importa, en vez de proceder como si fuese lo que él le preocupa y su importante YO lo que hubiera de interesarle a ellos, podrá ganar más amigos en sólo dos meses que en dos años enteros”.

Proceder así era uno de los secretos de la sorprendente popularidad de Teodoro Roosevelt; cierto día fue a la Casa Blanca, en la que no se encontraba el Presidente Taft. A todos los sirvientes de la casa, sin excluir a los empleados de la cocina, los fue saludando. Al hacerlo, llamaba a cada cual por sus nombres, cosa ésta que los hacía sentir el afectuoso interés con que los recordaba.

“Cuando vio a Alicia, la cocinera”, escribe Archie Butt al referir este caso, “le preguntó si todavía hacia pan de maíz.

Alicia le contestó que sí, pero no para los señores porque ellos no lo comían, sino para las gentes del servicio-

Pues no saben los señores lo que se pierden-, exclamó jovialmente Roosevelt-, así se lo diré al Presidente cuando lo vea.-

Alicia obsequió con un panecillo de maíz, que el ex Presidente, al retirarse, fue mordisqueando por camino, durante el cual se detenía a conversar afablemente con jardineros y demás servidumbre. El episodio fue recordado por los empleados durante mucho tiempo; el anciano Ike Hoover me decía con lagrimas en los ojos:- “Fue el día más feliz que tuvimos en dos años”.

¿Dará buen resultado en los negocios esto de olvidarnos un tanto de nosotros mismos y pensar un poco en los demás? ¡Vaya que si lo da! Podría citar docenas de ejemplos. Si queremos tener amigos, amigos de verdad, comencemos a hacer algo por los demás, aunque al hacerlo pida de nuestra propia parte, atención, esfuerzo.

Recopilado de la revista Selecciones.

 

 

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