Autor: Jairo Cala
Desde la época de los fenicios, inventores del alfabeto, y, por ende, de la evolución de la escritura (1200 a. C), mucho se ha logrado en materia de comunicación escrita. Gracias a ellos, que le dieron la última «puntada» al proceso de perfeccionamiento de la impresión de letras y palabras en una superficie, las cosas se simplificaron ostensiblemente.
Antes existían las formas jeroglífica y cuneiforme, complicadas en sus grafías e interpretación porque contaban con cientos de signos y figuras; pero aun así, las comunicaciones de aquel remoto tiempo fluían, al parecer, sin mucha dificultad para nuestros antiguos predecesores allá en la Fenicia histórica.
Cuando el invento del alfabeto surgió, se abrió también ese círculo al que apenas pertenecían unos pocos, como los escribas de Egipto, para leer y escribir. Entonces, muchísimas más personas tuvieron acceso a ese nuevo método para escribir, para comunicarse con otros seres. «El alfabeto fenicio contaba con puntos para las vocales y 20 o 30 signos que representaban los sonidos simples de las consonantes», según señala la enciclopedia global.
Luego, esos mercaderes difundieron ese alfabeto por todo el mundo conocido, y fue adoptado por aquellos pueblos con los que tomaban contacto. Los griegos y los hebreos fueron los primeros en adoptarlo; y sucesivamente, los habitantes de otras naciones hicieron lo propio. Por tal razón, «la mayor parte de los alfabetos de Asia central y de Europa tuvieron su origen en el alfabeto fenicio; y puede decirse que también es la base del abecedario actual».
Ahora viene el «quebradero de cabeza», como dicen algunas señoras. Si han pasado tantísimos años desde entonces (siglo III a. C), y si la tecnología nos «avasalla» con sus nuevos métodos y sistemas comunicacionales, por qué todavía cuesta tanto trabajo escribir bien. Podrán surgir muchas respuestas exponenciales, sospecho. No quiero, sin embargo, insinuar la apertura de polémica alguna alrededor de esta inquietud.
Apenas baste decir que uno de los factores que inciden en esa incompetencia es el desamor por las letras. Si quienes acusan fallas en su escritura se ocuparan en conocer su idioma, estudiar la gramática elemental que lo rige y actualizarse en ortografía y otras innovaciones puntuales superarían esos escollos de comunicación sin tanto tropiezo; y si muchísima gente hiciera lo mismo, garantizaría que todo el mundo hispano fuese el más aventajado de todo el planeta en esa materia, seguramente.
¿Cómo se suple ese vacío de comunicación? ¡Con capacitación! No hay otro método. Si existieran las inyecciones mágicas, a base de «gramática intramuscular» ─ o intravenosa ─ ¡todos los hispanos estaríamos salvados! No tendríamos que estudiar nuestro español para aprender a escribir y hablar bien. Pero como eso es fantasmagórico, la única forma de conocerlo es la del estudio. O cuando menos la de renunciar a la contumacia y al orgullo negativo, y dejarse llevar de la mano de especialistas.
Ese proceso cerebral deja enormes beneficios. Mucha gente a nuestro alrededor se sorprende ante los positivos cambios que adquirimos; y muchas acciones que antes no solíamos ejecutar ─ porque decíamos que no éramos capaces ─ se lograrán de manera fácil.
Eso sucede por la función cerebral, por la activación de las neuronas, que siempre están solícitas a ayudar si se las llama, o si se las usa. Pero cuando eso no sucede el cerebro se atrofia. Es como dejar frutas u otros alimentos por fuera del refrigerador: ¡se pudren!
Recomendaciones útiles para después de escribir
Tanto en el proceso de aprendizaje como después de dominar la correcta construcción de oraciones gramaticales, siempre será de gran utilidad seguir un protocolo de revisión y confirmación del texto.
He aquí lo que yo puedo recomendar:
Revisar detenidamente lo escrito, y corregir lo que sea necesario. Podrían encontrarse fallas, por leves que sean, que empañen el texto y echen a perder el empeño puesto en él. Eso es como mirarse al espejo antes de salir a la calle para verificar que uno no esté despeinado, o que la ropa no esté desarreglada.
No se aprende gramática «de la noche a la mañana». Se requiere de largo tiempo: dedicación, estudio, ejercicios permanentes de escritura, investigación, exploración en busca de actualizaciones del idioma… No se aprende a redactar bien en unas pocas horas. Se requieren paciencia y dedicación con base en un deseo o voluntad.
La ligereza al enviar mensajes errados ─ sobre todo por Internet ─ deja, generalmente, sobresaltos y agitaciones mentales. Un buen procedimiento es lo ya anotado: leer, releer, verificar la certeza de lo escrito y enmendar lo erróneo que pudiese existir.
Escribir con un diccionario abierto al lado. Nada mejor que ese compendio del significado de las palabras para tener la certeza de escribir con ajuste a la semántica y a la ortografía.
No olvidar que no se escribe para uno mismo, sino para el lector (o los lectores, depende de qué se escriba).
De lo anterior yo deduzco y sostengo que el ‘Día del idioma español y del libro’ es apenas una recordación. El idioma tiene 365 días en que se mueve, actúa, parla, facilita comunicación, vence, convence y un largo etcétera cuando se lo usa amigablemente.
Entonces, ¿por qué nos acordamos del idioma el 23 de abril de cada año? Porque en esa fecha se rememora el sepelio de Miguel de Cervantes Saavedra (23 de abril de 1616), considerado el máximo literato en lengua española. Leyó bien: el sepelio, no su muerte, como muchos afirman; ella ocurrió el 22 de abril, es decir, un día antes de la fecha consagrada.
Y como los colombianos proponemos de todo un poco, yo propongo la fecha del 17 de abril como el ‘Día del escritor colombiano’. (Tímidamente es recordada la fecha del 29 de noviembre, en honor a Andrés Bello, en Chile y Venezuela).
Probablemente la iniciativa tenga oposición, claro; la de la inmensa mayoría que no escribe acerca de lo que le gustaría escribir, y la de quienes ni se han dado cuenta de la muerte de un gigante de las letras: Gabriel García Márquez.
Pero ahí queda la propuesta: 17 de abril, ‘Día del escritor colombiano’.