Ahora que tanto se habla del problema de los indígenas en Colombia, seres humanos como lo somos todos, e hijos del mismo Dios que nosotros adoramos, encontré unas simpáticas historias sobre la vida de los naturales, que con gran satisfacción comparto con ustedes, mis queridos amigos lectores.
El niño indígena que murió de rabia
Pedro Pablo Sánchez Matías nació hace 89 años en San Vicente de Chucurí, vive en una casa antigua, diagonal al parque del municipio, en la esquina que encierra el palacio municipal y la iglesia. En su memoria cargada de anécdotas legendarias, llama la atención ser uno de los pocos hombres vivos testigos de la cultura indígena Yariguí, porque a los diez años ayudó a capturar un niño indígena que murió de rabia. Luego de trabajar en la Troco conoció los riesgos que padecían los trabajadores por los ataques de los indios y recuerda una increíble historia en que supuestos yariguíes dejaron sin sus mujeres a dos cazadores.
Según cuenta, cuando tenía tan sólo diez años de edad, trabajó en Nuevo Mundo, en los terrenos del Opón, con Marcelino Vargas, un venezolano que había llegado a la región. Un domingo salieron de caza y al pasar por los potreros se metieron por un filo para bajar por la quebrada La India; como a dos cuadras sintieron que las flechas los hostigaban y algunas se clavaban con furia en los árboles; Pedro Pablo, en su ingenuidad de niño, aunque nunca había visto un indio, pero sí había escuchado de su bravura, le dijo a Vargas: “Marcelino, mire que los indios nos están echando plomo”, ante lo cual éste le respondió: “bótese al suelo, pendejo, porque nos matan estos indios hp”.
Su patrón contaba con una escopeta de “16” y con ella empezaron a descargar toda la munición hacia el sitio del cual veían llegar las flechas, conscientes que si bien no matarían a ninguno, sí lograban espantarlos, porque ellos le tenían mucho miedo a los totazos, al tiro, entonces uno los corría a plomo, relata emocionado.
Luego de un rato y tendidos en silencio sobre el lecho selvático, tantearon que los indios ya se habían ido y se pusieron de pie cuando descubrieron que algo se movía entre la maleza y pensaron que algún animal había quedado atrapado y herido, y cuando intentaron averiguarlo, montando nuevamente la escopeta, descubrieron con asombro que lo que “allí había era un niño, un niño indígena, todo empelotico, como de unos dos o tres años de edad”.
Los gritos que pegó Pedro Pablo fueron sucedidos por los no menos expresivos del patrón Vargas:- “Cójalo, cójalo, no lo dejemos volar, que los otros indios deben estar lejos”. El indiecito peleaba airoso enredado entre la jaula natural en que había caído y todo hacía pensar que vendería cara su libertad, en vista de lo cual Pedro Pablo se negó a cogerlo.
Marcelino le ordenó sacarlo del enramado, Pedro intentó sacarlo de allí y al prenderlo el pequeño indígena le dio un muelazo que por poco le rompe un dedo, haciéndolo gritar: “No, yo no lo agarro, este pelao muerde como una fiera, cójalo usted”. Así que el viejo lo tomó y lo sacó.
Según la descripción y memoria de este patricio Chucureño, “el chico tendría unos 2 ó 3 años, pero mucho bravo, era un negro muy feo, carirredondo, patizuelo para andar, cascorvo, empelotico; no hablaba, morrongueaba, bla, blu ,blu bla,, no le entendíamos lo que hablaba, aruñaba como los gatos, echaba mucha pata, mordía como si fuera un perro, mejor dicho, era bastante bravo el verriondo chino”.
Así que le preguntó curiosamente a su patrón: -“Ahora qué, Marcelino, que vamos a hacer con el pelao”- , a lo que él manifestó, que no lo podíamos dejar tirado, que lo lleváramos al rancho. Fue entonces cuando Marcelino le ordenó a Pedro Pablo que con su mochila de fique amarrara al indígena de pies y manos para que nos los atacara; “entonces– comenta el chucureño, “lo metimos entre la maruza; chiquito estaría, cuando cupo en ella y quedó hasta la mitad y por eso Marcelino se lo echó al hombro y cuando íbamos llegando al potrero le pegó un muelazo que por poco le quita medio brazo”.
Marcelino, entonces y con paciencia cortó una vara larga a la cual amarró al indiecito y debido a la notable diferencia de altura entre él y su ayudante, aprovecharon la pendiente para que el chucureño fuera adelante; cargándolo a manera de botín llegaron a la casa, en Nuevo Mundo y se dispusieron a darle de comer y de beber, pero el minúsculo yariguí respondía con patadas, y unos gritos que no entendían, derramando todo cuanto se le daba. “Tocó amarrarlo a un palo como si fuera un mico, ya que era a salir corriendo, a buscar camino, y la verdad yo no entendía nada de lo que estaba pasando”.
Así pasaron dos días y en vista de que nada recibía, decidió Marcelino montar en una yegua vieja y llevárselo al cura del pueblo, creo que era el Dr. Tapias: Según comenta el historiador Rafael Velásquez, el cura que por esa época, años 1911 a 1912, el que estaba en San Vicente sí era Tapias, que estaba edificando la iglesia cuando ocurrió lo del indio. El padre recibió el chico con agradecimiento porque pensaba poder educarlo y cristianizarlo, pero, cuando Marcelino, al mes regresó al poblado para presenciar la evolución del indiecito, el cura lo recibió con tristeza y culpa y compartió con él su pena: “el chico murió la semana pasada, de acuerdo con el médico que lo atendió debía tener entre cuatro o cinco años, iba a ser bajito, duró 20 días sin comer y sin beber, hasta que murió de rabia y eso me tiene partida el alma”. A Marcelino también le dolió por el hecho de no haber tenido suficiente coraje o intuición alguna para haberle salvado la vida, “murió de rabia, como mueren los toches, cuando los encierran en jaulas”.
(Autor: Camilo Villamizar Hernández, Vanguardia Liberal)
Los indios y la Troco
Nuevo Mundo era prácticamente “la trocha con los indios”, y aunque Pedro Pablo nunca vio un indio adulto, muchas veces los sintió, escuchó hablar de ellos y cuenta que a la “indiada” la mató y la desplazó el plomo: “mataron mucha gente también los indios, quienes fueron los dueños de estas tierras, la primera gente que hubo”, argumenta en defensa de sí mismo.
Fueron tales las masacres que el mismo Gobierno tuvo que tomar medidas para que la matanza de indios no continuara, como en el caso de la Tropical Oil Company (Troco) donde los trabajadores del Centro muchas veces se vieron bajo las puntas de las flechas (muchas de ellas envenenadas) mientras salían o llegaban de los campos de la Compañía. Así que mucha gente prefirió huirle a los indios, “otros caminar armados y haciendo disparos para espantarlos, pero muchos otros los mataban como si fueran animales, sin temor a ningún gobierno”. Y así se fueron corriendo hasta que desaparecieron casi por encanto.
Los cazadores de tetas
Una historia mágica y aterradora, sobre la que no sabe a ciencia cierta si fue culpa de los indígenas, es la que se relata a continuación:
Un día invitaron a Pedro Pablo a ir de caza y pesca, pero prefirió seguir trabajando y no acompañar a las dos parejas que se fueron a pescar, cazar y dormir en el monte. Relata que “uno se fue a pescar a la quebrada La Carbonera que traía mucho pescado, no era sino echar el anzuelo y ahí matábamos todo lo que había”.
El otro se metió a la selva en busca de algún venado y las mujeres se quedaron en el sitio llamado El Morro, donde había una laguna “de esas que Dios dejó cuando el diluvio”: allí habían vestigios del campamento de un antigua guerrilla, porque “las primeras gentes que anduvieron estas montañas fueron los indios y tal vez los guerrilleros, pero las marcas que ellos hicieron en los árboles hacían creer que estos habían pasado por aquí hace mucho tiempo”.
Unas pocas horas después, el que se había ido por pescado llegó, pero encontró que su mujer y la de su compañero estaban muertas y con signos de tortura, “la una estaba arrastrada, la otra estaba tirada alrededor de la ranchería que allí había, las encontraron desnudas, todas arañadas, mordidas, y lo más terrible, les habían cortado los senos; se robaron la ropa y todo lo que llevaban para quedarse, los indios no estaban por ahí, no había nadie” describe todavía impresionado.
Así que, adoloridos regresaron a Nuevo Mundo por la noche, contando y dando por hecho que los indios habían matado a sus mujeres y los habían robado; “al día siguiente acompañé a estos muchachos y sus familias a enterrarlas, porque cuando eso no se levantaban muertos… se enterraban donde se morían. “.
MÉDICOS GUIADOS POR EL ESPÍRITU
Son Wayúu, defienden su esencia y saben cuándo deben dejar un paciente en manos de la ciencia. Para los Ouutsü no es fácil hablar en público de su oficio. Antes de sentarse con un grupo de desconocidos arijunas (hombres blancos) para compartir un poco del conocimiento wayúu, tienen que pedir permiso a sus espíritus tutelares.
Fueron ellos los que en sueños le dijeron a una de sus mujeres que era una elegida, que se convertiría en su medio de contacto con los enfermos de su comunidad, y así ha sido desde su niñez.. No es ella la que elige al paciente, tampoco la que diagnostica el origen físico o espiritual de la enfermedad, son “mis espíritus”, insiste.
Bajo una enramada, que es el lugar más importante y sagrado de la ranchería, ella desnuda sus pies y su alma, se sienta frente a su paciente con el tupana en la cabeza, un tocado con cascabeles, y poco a poco, con ayuda del chirinche y el tabaco, entra en comunión con ellos.
Los “espíritus” reconocen sus limitaciones, y saben cuándo una enfermedad requiere la intervención de la medicina occidental. “Los verdaderos “ouutsü” son respetuosos de este mandato, si lo que indican los del “más allá” es ir al hospital, es eso lo que se le dice al enfermo, nada más”, dice la “médica”.
No es raro entonces, ver a las familias wayúu llegar juntas a los centros de salud o al hospital de Riohacha con el paciente en andas. No es raro tampoco que en estos lugares haya siempre alguien con el dominio pleno del español y el wayunaiki, pues, de qué otro modo pueden los enfermos ponerse en contacto con estos médicos, que en ese escenario también son para ellos sus espíritus tutelares?.
(Autora: Sonia Perilla Santamaría, El Tiempo)
LOS ÚLTIMOS 68 “CHIRIPOS”
Amanece en el poblado de Santa María de Irimene; con la escasa luz que se cuela entre los árboles se ven las figuras trigueñas y menudas de los indios chiripos, atizando los fogones sobre el piso de tierra. Paco, un indígena descalzo, de pantaloneta y camisa desteñida y sucia empuña un arma de macana y tres flechas de punta metálica, las mismas con las que ensarta iguanas, chigüiros y venados en los montes.
No se ve peligro alguno en este poblado de madera y zinc, donde habitan los últimos 68 indígenas chiripos que quedan en el país. Son 41 hombres y 27 mujeres –más de la mitad son niños-, que se hallan en peligro de desaparecer para siempre de las sabanas y ríos del Casanare; ellos son seminómadas, viven de la naturaleza y siguen las enseñanzas de Nakoun, su dios, que son capaces de entregar lo poco que poseen en sus ranchos si otro se los pide de manera cordial.
Cazan, pescan y recolectan frutas silvestres dentro de la porción del territorio que les corresponde en el resguardo Caño Mochuelo; pero, cada día la comida es más escasa para alimentar a los chiripos y otros 2.265 indígenas de siete etnias, casi todas de cazadores y recolectores, que ocupan este territorio de 94.880 Hectáreasas, declarado resguardo en 1985.
Ese título permitió que los sikuanis, maive-masiwares, yarumos-yamaleros, cuivas, wipibis y amorúas, construyeran algunos ranchos de moriche y descansaron del acoso de los colonizadores. Los chiripos aparecieron hace unos 36 años en esta zona, a orillas del río Meta. Inicialmente fueron 12 hombres y 6 mujeres, que se vieron en la Laguna del Viento.
“Andaban vestidos con taparrabos de corteza de matapalo y eran muy huidizos, venían huyendo de las guahibiadas (los colonos)”, cuenta uno de los líderes de la región. Los indígenas más viejos lloran cuando recuerdan esas masacres. Los guahibiadas existieron hasta hace unos 35 años y vivían de cacerías tanto o más fieras que las desatadas contra los animales salvajes.
Los colonos blancos y mestizos perseguían a los indígenas a caballo, con escopetas y perros de caza, porque los consideraban una especie de plaga que les mataba cerdos y ganado; los colonos construían inmensas haciendas en sus territorios ancestrales, destruían sus fuentes de agua y mataban por miles pájaros, tortugas, micos, tigres y otros animales, y por supuesto, a los pobres indígenas.
Sentado sobre un tronco, Omero Noko, el menudo capitán o jefe de los chiripos, resume en su español mal hablado, el silencioso holocausto de su raza: “Antes, muchos, muchos chiripos. Colono matando; mató hermana, mató abuela, mató papá; ahora, muy poquita gente”. Relató que los blancos y mestizos mataban a machete a mujeres y niños y los arrojaban a las lagunas para que los devoraran las pirañas.
A los hombres los amarraban a la cola de los caballos y azuzaban los animales hasta que los indios eran desmembrados. A las niñas las violaban con actitud salvaje, después las entregaban a toda clase de hombres para que hicieran de ellas todo lo que querían, inclusive hubo caso en que a niñas muy pequeñitas, de tan sólo 2, 3, 4, 5 añitos les hacían toda clase de vejámenes, para luego tirarlas, aun vivas a las lagunas para que fueran comida de pirañas.
Eso los volvió asustadizos. Por eso, sólo después de varias semanas, un equipo de misioneras de la Madre Laura lograron acercarse a los esquivos chiripos. Algunos indios aún traían en su cuerpo las cicatrices de las guahibiadas. Las epidemias también ayudaron a liquidarlos: “Este, yo, -dice el líder indígena señalándose a sí mismo-, casi, casi murió. Vacunamos, vacunamos,…, mucha gente murió, triste”, dice el indígena, quien desconoce cuántos años tiene, sólo sabe que nació en verano.
Mirando sus flechas orgulloso dice, “comiendo chigüiro, guío (boa), tigre, tigre bueno, tigre encaramado y este indígena mató con flecha”, y templa su arco en dirección al tronco inclinado de un árbol; “guío, pura mantequita.., con yuca”, dice y sonríe con sus encías detentadas. La Gobernación del Casanare ha enviado a varios odontólogos a revisarlos, pero muy poco se puede hacer porque ellos se comen la crema y con los cepillos hacen collares.
En cuestión de salud, la mayoría tienen problemas de tuberculosis, una enfermedad que hace estragos en su comunidad. Debido a su espíritu nómada, es difícil establecer contacto con ellos porque no se sienten bien en ningún lugar; en la región cuentan que ellos tuvieron más de 150 cabezas de ganado, pero un día cualquiera comenzaron a venderlas y otras las mataron a flechazos y se las comieron, para poder seguir su camino.
En cuanto a educación tampoco se ha logrado crear costumbres sedentarias, la labor de los profesores es inusual, las clases se suspenden por una semana cada vez que los indígenas arman sus fiestas rituales; celebran la primera menstruación de las niñas, el cambio de voz de los niños y las buenas cosechas. En vacaciones se van en canoas a sus sitios sagrados, más allá del caño amarillo donde, según su tradición, los chiripos brotaron de la tierra por voluntad de Nakoun.
De los ocho pueblos indígenas que habitan el resguardo, los sikuanis, son los menos vulnerables, ellos han ido dominando su espíritu nómada; para los demás les cuesta mantenerse fijos en un territorio, pues no es su tradición. “Para ellos sólo existe el día de hoy, si tienen hambre salen a cazar o a recoger frutas y si tienen sed, van al río por agua”.
Lo mismo ocurre con los maive-masiwares, asentados en San José de Ariporo y, según dice la Hna. de la Congregación de las Lauritas, pueden demorarse otros cincuenta años en adquirir algunos hábitos sedentarios, “los acompañamos, pero no les imponemos nada, que ellos sigan su vida de acuerdo a sus costumbre. “Llegar a su poblado es como visitar un siglo pasado, uno se siente bastante incómodo por la diferencia en tradiciones”; un maestro cuenta que “alguna vez un indígena cambió una gallina por una grabadora, al rato llegó y dijo“wo weyeca pebare nawita” (el blanco está ahí dentro y habla mucho), y sin dudarlo metió la punta del cuchillo dentro y destapó el aparato.
(Autor: José Navia, El Tiempo)