Autor: Moisés Pineda Salazar
Todo ocurrió al mismo tiempo.
Abrirse la puerta, sentir en la espalda el frio metal en el que se leía “Hotel Avenida” seguido del número 206 que tenía un agujero en la base más angosta donde colgaba un aro que portaba la llave de la habitación, oír la admonición del administrador que dijo: “llave, dejó la llave en la cerradura” y el volver a trancarse la puerta, fue lo mismo que arriar la vela.
Qué digo, no hubo nada que arriar porque del susto, vela y mástil se vinieron abajo.
No había nada que hacer, muy a pesar de los esfuerzos de aquel mujerón de veinte años recién cumplidos a quien en el grupo llamaban “La Canillona” por su estatura y por estar de moda la canción de la autoría de Juan Piña que muy bien, pero muy bien, la describía.
Era la primera vez que furtivamente él llegaba a un establecimiento en procura de hacer realidad un amor clandestino en uno de los ubicados en el Barrio El Prado, algunos de los cuales, por aquel entonces eran —y siguen siendo— propiedad de una las matronas de la más encumbrada estirpes cuasi monárquicas que manejan esta ciudad desde el siglo XIX.
Hubo alguno que llamaron “El Aserradero” porque en él, el hermano del Alcalde de la época había montado su lugar de negocios en el que se movían los engranajes y herramientas que muchos años después en Bogotá llamaron “El Cartel de la Contratación” y que aquí reducíamos, y seguimos reduciendo, al tema de moda en este carnaval de 2014: “El Serrucho”.
Al lado de ese lugar, en plena Avenida Colombia, un Magistrado costeño, famoso por sus modales ordinarios y sus malos tragos y a quien apodaban “El Bagre”, armó ogaño un trepequesube con tres damiselas provistas por la madama principal de la red de prostitutas de altísimo nivel que siempre están dispuestas para atender las necesidades de los invitados de alto coturno que llegan a la ciudad. No importa que las llamen “Prepagos” o “Damas de Compañía”. Nada nuevo.
Y lo digo porque cuarenta años atrás era en “La Casa Blanca”, o “Donde Ada”, el sitio al que llegaba el Presidente de la República en busca de putas, como igual lo hacía en Bogotá en uno de los segundos pisos de Chapinero.
Pero, una cosa es lo que fueran prostíbulos del tipo “El Palo de Oro”, “La Gardenia Azul”, “Ada”, “La Negra Eufemia”, “La casa Verde” y lo que hoy queda de “La Cuna de Venus” y “El Hoyito” y, otra muy distinta los llamados “Moteles”, sin que se quiera desconocer que en la Ciudad de Barranquilla operan, y siempre han operado, redes de prostitución de diferentes niveles, clases y complejidad, al igual que otras en la que el “turismo de drogas” tiene como base la operación de hostales y hoteles en los que son laxos en la aplicación de controles y en el registro de visitantes que, muy de vez en cuando, revisa el extinto DAS.
Estas distinciones hay que hacerlas porque dependiendo de la definición del problema, seguramente así deberán ser las soluciones a proveer.
Amparado por el POT que un grupo de ciudadanos no permiten que se cambie ejerciendo su capacidad para “trancar los procesos disfrazados de civismo”, en un sector de la Ciudad empezó a funcionar un Motel de muy alto nivel y refinados gustos estéticos en el lugar en donde se levantaba un caserón que los barranquilleros conocimos como “La casa de las siete puertas”.
A los vecinos que protestaban, les sugerí que instalaran unas cámaras de video enfocadas en los portones de entrada y salida del establecimiento y que las conectaran a un lugar de la internet, sugestivamente denominado: infieles. com.
Si la lógica del negocio es la “discreción” que, como una alcahueta, ampara “los amores furtivos de los adúlteros”, entonces es dado pensar que ninguno de tales se aventuraría en una zona en la que en diferentes puntos haya avisos en donde se lea:
“Para su seguridad, esta zona está siendo monitoreada por Cámaras de Video las 24 horas”.
Si fuera totalmente cierto, que “el negocio de los moteles son los cachos”, entonces, para erradicarlos, basta con colocar cámaras de seguridad en las intersecciones de las Calles Sello, Medellín, Obando, Bolívar, Las Flores, Caldas, Santander con las carreras Avenida de los Estudiantes, La Paz, Progreso, Veinte de Julio, Líbano, Olaya Herrera, Aduana y Las Viejas con los avisos de: “Por su seguridad, esta zona está siendo monitoreada con Cámaras de Video”.
Por sustracción de la aterrorizada clientela, con cuarenta y dos cámaras de video, se erradicarían esos negocios del Centro Histórico de la Ciudad.
Este imaginario que asocia el Motel con “el sexo sucio”, bien puede ser descrito a partir del comportamiento de un amigo bogotano al que, a menos de doscientos metros de su apartamento, le levantaron uno que funcionaba en una edificación de cuatro pisos.
Un día descubrió el placer inusitado de encerrarse allí con alguna de sus alumnas para hacer el amor en uno de los cuartos desde donde era posible observar con unos binóculos ordinarios, a su esposa en los menesteres del hogar.
El encanto y el matrimonio le duraron hasta el día en el que se encontró con que ella también lo estaba observando con el telescopio del menor de sus hijos.
Tal vez se trate de un mito urbano, pero no deja de ser común y silvestre que más de una pelotera conyugal, y más de un matrimonio, se hayan venido a pique cuando el marido, en la intentona de “refrescar la relación”, vira bruscamente el carro y entra a uno de los tantos Moteles que funcionan a lo largo de la Calle 54 en el Barrio El Recreo.
Indignada, ella le espeta a gritos que incomodan al vecindario:
“¡Me haces el favor…!!! ¡A mí me respetas!!! ¡A mí no me vas a meter en el mismo sitio al que llevas a las coyas con las que acostumbras revolcarte!!! Llévame a la casa…conmigo estás equivocado. Yo no soy ninguna vagabunda!!”
Servidas se quedaron la champaña helada, la cama regada con pétalos de rosas rojas, el jacuzzi con sales aromáticas, las velas y los aromatizantes que terminaban de complementar el ambiente con música de los tiempos en que eran novios y que él había pagado anticipadamente con su tarjeta de crédito a seis meses.
¿Quién puede negar que resulta estresante pretender tener intimidad en un apartamento de cuarenta metros cuadrados que se comparte con la muchacha del servicio, la suegra y cuatro pelaos?
¿Cómo manejar la situación que se presenta cuando, en el mejor estilo de “Two and half men”, deba el padre de familia encontrarse en la mañana con un desconocido en calzoncillos y sin afeitar, que “hace la cola” para entrar al baño familiar y que le dice:
— “Hola, buenos días. ¿Usted es el papá de María?”
Algún sentido debe tener el hecho de que la frecuencia de eventos de violencia intrafamiliar sea mayor en los estratos medios y en barrios altamente densificados en los que la gente vive en “cajitas de fósforos” y el espacio público es escaso, precario e inseguro.
En tales circunstancias, salir a buscar un lugar más propicio y mejor dotado que el del cuarto de tres por tres en el que se vive, se convierte en una necesidad y, entonces, ¿por qué no se puede entender que en la medida en la que se reduce el tamaño del hábitat urbano, los servicios del Motel responden a unas urgencias de salud mental de las parejas?
Entre ellas, la de pujar y gritar obscenidades en medio del refocile, hacer cabriolas y usar aparatos que el pudor impide tener en casa y que si se tuvieran, coparían la totalidad del minúsculo apartamento.