Autora: Blanca Inés Prada Márquez
Pareciera ser que todo el que entra a una universidad y desea estudiar ciencias, y además está capacitado intelectualmente para ello puede llegar a ser un científico, pero las cosas no son tan simples.
Henry Poincare, Alexandre Koyré, Karl Popper, Gaston Bachelard y otros estudiosos de la ciencia y de la filosofía de la ciencia, que se han preocupado por descifrar un poco lo que ha sido el desarrollo científico, la manera cómo han evolucionado las teorías, los protagonistas de esta maravillosa creación humana que llamamos CIENCIA, sus logros y sus fracasos, señalan que una persona que desee dedicarse a la ciencia debería tener ciertas cualidades a más de su capacidad intelectual para el trabajo teórico y la mayoría de las veces abstracto.
Veamos algunas de estas características que ellos señalan:
CURIOSIDAD INTELECTUAL
El desarrollo del espíritu verdaderamente científico implica ante todo y sobre todo una gran curiosidad intelectual, esto supone no solo el deseo de conocer, sino también la asimilación de todo lo adquirido anteriormente. La curiosidad intelectual apunta ante todo al comprender más que al mero conocer.
Por otra parte, señalan que el espíritu científico es ANALÍTICO, gracias a lo cual se tiende a descomponer los datos concretos y complejos en sus elementos simples y generales, eliminando los detalles particulares. Diríamos que el espíritu científico se diferencia sin oponerse al espíritu filosófico, el cual es más bien sintético.
Otra característica que aquellos estudiosos señalan es la capacidad de esforzarse por la PRECISIÓN Y LA CLARIDAD, lo que suele traducirse a veces por el espíritu de medida. De ahí que las diferentes etapas de la ciencia podrían determinarse por la técnica y precisión de sus instrumentos de medida.
Este esfuerzo de precisión y claridad son uno de los grandes aportes hechos a la ciencia por Galileo y Descartes, con lo cual dan nacimiento a la ciencia moderna.
El ESPÍRITU CRÍTICO, ésta es quizá una de las características más importantes, señala Karl Popper. Este espíritu crítico se manifiesta, como ya lo enseñara Descartes en su famoso “Discurso del método” (1637), por la DUDA, es decir, por la suspensión del juicio mientras se logra una comprensión mejor del hecho, o del fenómeno.
Esta duda está encaminada a la búsqueda de la verdad y es muy diferente de la duda puramente escéptica del que cree que no se puede llegar nunca a ninguna verdad, ni siquiera aproximada, y desprecia todo método. La duda de quien posee espíritu crítico es una duda metódica.
El espíritu crítico implica además el cultivo de la verdad y la necesidad de la prueba, insiste Popper.
En este mismo orden de ideas aparece la CONCIENCIA DE FALIBILIDAD, es decir, la conciencia de poder estar equivocado, de que las cosas no sean como uno se las imagina.
Muy diferente de la metafísica y la ontología que sueñan con encontrar la verdad absoluta, la CIENCIA al contrario, procede por aproximaciones sucesivas. Por otra parte la ciencia evoluciona, reposa sobre el perpetuo devenir de los hechos y de las personas, como también del conocimiento que la humanidad ha ido conquistando.
El verdadero sabio considera toda verdad como transitoria, toda verdad es provisional, está ahí mientras otra logra suplantarla, esto es bien contrario a lo que suele llamarse “cientificismo” que se caracteriza por transformar las verdades científicas en verdades absolutas y definitivas.
Esta actitud, insiste el filósofo Karl Popper en casi todas sus obras, es una actitud contaminadora para la ciencia puesto que el dogmatismo paraliza la investigación.
Como creaciones humanas, las teorías científicas son hipótesis que si bien han sido confirmadas por la experiencia nunca se pueden tomar como absolutamente confirmadas ni definitivas, porque la ciencia evoluciona y sus verdades con el tiempo pueden ser modificadas o al menos perfeccionadas.
Hay una característica del espíritu científico que suele llamarse LIBRE EXAMEN, con lo cual se entiende que la ciencia no admite intromisiones de autoridades extrañas a su propio dominio (sean éstas religiosas o políticas), ni limitaciones en su propio campo de investigación.
Pero el “espíritu del libre examen”, no debe confundirse con la búsqueda de la originalidad a todo precio que domina a veces en el campo literario donde un pensamiento es tanto más original cuanto más paradójico y falso aparezca.
En ciencia es preciso desarrollar el espíritu “de objetividad”, señala Karl Popper que impide que el investigador diga cualquier cosa, sin atenerse a los hechos, sin la observación paciente, dedicada y minuciosa.
Los estudiosos encuentran que el espíritu científico tiene grandes afinidades con el espíritu estético, a esta cualidad suelen llamarla CAPACIDAD DE ADMIRACIÓN Y SENTIDO DE LA BELLEZA pues con frecuencia el sentimiento estético ha servido de guía en la elaboración de las teorías como bien lo afirman Luis de Broglie y Einstein, es más, el mismo Pascal en el siglo XVII hablaba de la belleza de las matemáticas.
En su “Ciencia y Método”, Henri Poincaré se refiere también a la armonía racional de los números, afirmando que el verdadero sabio experimenta frente a su obra la misma impresión del artista:
“Nuestro trabajo está menos orientado hacia los resultados prácticos de lo que el vulgo cree. Lo que nos mueve en nuestro trabajo es la emoción de comprender y de poder comunicar lo que comprendemos a quienes se hallan preparados para experimentar y comprender”.
El sabio encuentra la armonía en las leyes de la naturaleza. De ahí que sea la astronomía la primera ciencia, pues gracias al maravilloso espectáculo que ofrece una noche tachonada de estrellas, enseñó al hombre a encontrar, bajo el aparente desorden, la disciplina de una armonía universal regida por leyes posibles de descifrar por el espíritu humano.
Esta armonía que busca el científico puede aceptarse aún hoy, cuando se ha desarrollado la teoría del caos, y cuando la materia ya no se concibe en forma determinista sino como algo activo, un estado en continuo devenir, en donde se genera el orden a partir del caos, a partir de condiciones de no equilibrio, como bellamente lo explica el premio nobel de química Ilya Prigogine en “El orden a partir del caos. Tan sólo una ilusión” (1983).
Pero si hay algo que necesite quien pretenda llegar a ser un buen científico, es LA MODESTIA INTELECTUAL, que no es otra cosa que la conciencia de su propia ignorancia, como lo enseñara tres siglos antes de nuestra era el sabio Sócrates.
El verdadero científico sabe que no sabe, está siempre a la búsqueda de una mejor interpretación, de una mejor explicación, es consciente de sus limitaciones y no tiene miedo de confesar, cuando se ha equivocado, su propio error.
Errar es humano, pero ocultar el error, es el más grande pecado intelectual, sostiene Popper, quien en varios de sus escritos insiste en que, en últimas, el investigador, lo que logra comprobar con más fuerza es el abismo de su propia ignorancia.
“Estoy convencido de que valdría la pena tratar de aprender algo acerca del mundo, aún si en este intento sólo nos enteráramos de que no sabemos gran cosa acerca de él. Este estado de ilustrada ignorancia podría ayudarnos en muchos de nuestros conflictos.
Sería conveniente que todos entendiéramos que, aunque diferimos en gran medida en cuanto a los insignificantes chispazos de conocimiento que tenemos, en lo que respecta a nuestra infinita ignorancia, todos somos iguales” (Conferencia “Conocimiento sin autoridad “ en: “Escritos selectos” 1995).
Y para terminar digamos que al verdadero científico no puede faltarle LA ÉTICA Y EL COMPROMISO SOCIAL. El conocimiento científico es un bien humano y sin duda un bien valiosísimo, pero al fin y al cabo un bien, entre otros, puesto que el hombre no sólo estima los bienes cognitivos, sino también otros bienes relacionados con el bienestar físico, el atractivo del medio ambiente, la armonía social, el desarrollo cultural, etc.
Por lo tanto el espíritu científico también implica una fina sensibilidad frente a lo social, un deseo sincero de contribuir con su trabajo investigativo al bienestar de la humanidad, poniendo el conocimiento al servicio del hombre, de todos los hombres.
Sin duda, el progreso científico, como pensaban Bacon y Descartes, puede hacer más fácil la vida, pero en muchos casos puede convertirse en una amenaza para la humanidad si no se aplica con una gran responsabilidad ética.
Podría convertirse también, y a veces así lo parece, en un elemento más de desigualdad e injusticia social, si no se pone al servicio de todos los habitantes del planeta.
NOTA: En mi libro Epistemología, universidad, ética y valores (2003) pueden encontrar, quienes lo deseen, un artículo bastante largo sobre este tema con una muy amplia bibliografía.