Autor: Tomás Vargas Osorio
Paisaje de zinc y de hierro
Las aguas del río, turbias, anchas y lentas, lamen el barranco rojo y alto y chapotean con un rezongo profundo entre los juncos de las balsas y las maderas podridas que la resaca tiró contra el muellecito.
La sirena de un vapor desgarra el aire azul, de un azul "de ira, de odio y de befa" que relumbra sobre la mancha verde de la selva y sobre la lámina parda de los techos, punza los ojos y extiende sobre los párpados una pesada goma de cansancio.
De pronto, se advierte la osatura geométrica de las torres, negras en el azul intenso, dominando muchas leguas de perspectiva. Aquí, en los muelles, donde hay barcazas olorosas a pescado agrio y donde las navajas de los negros salpican la atmósfera de menudas escamas lucientes y las mujeres de senos casi desnudos se agobian bajo los racimos de plátanos, juegan unos niños panzudos amasando lodo rojizo.
Sobre los planchones y bajo sucios toldos de lona duermen unos hombres. Otros fuman tabaco negro mirando fijamente las aguas del río, que la brisa levanta ligeramente, que irisa, a lo lejos, en un tatuaje dibujado por tintas de limón, áureas y fugaces.
Hay que ascender por un repecho empinado para llegar al centro de la ciudad. Involuntariamente se piensa en un Shanghay de tarjeta postal. Japoneses menudos y avellanados; chinos reverentes y humildes; gringos con camisas de kaki fuerte y botas ferradas; alemanes de cabeza rasurada, blancos y rollizos; negros de Cuba, mulatos de la costa, hombres de Antioquia y de Santander con sus camisas blancas de seda y su andar ligero y vivo.
En los bares funcionan los ventiladores eléctricos. Se escucha el tintineo del hielo en los vasos, el ruido seco de las bolas de billar. Ahí, cerca, una victrola vieja ganguea un tango y un cantinero sirve cerveza sobre las mesas cubiertas de hule sintético.
Fuera, el sol restalla sobre trozos de hierro, tubos de acueducto, latas de conserva y sobre la arena donde va quedando la huella de las llantas Good Year.
Las gentes no se apresuran, tienen de la vida un concepto que no existe en ninguna otra parte de la república. Lo que se gana es para divertirse. Hay mujeres venidas de los cuatro puntos cardinales de la tierra, pianos de cola y whisky.
La ciudad tiene además su dialecto especial, su "tabla de valores" y su filosofía. La vida no tiene un valor trascendental y la muerte es mirada con indiferencia. Sobre la muerte se hacen bromas ácidas y corrosivas.
Una pugna secreta, sorda, entre los diversos tipos humanos. Nadie tiene allí pasado y nadie tiene porve-nir. La ciudad es cruel y halagadora. Cuando cae el crepúsculo sobre el río y el barranco se tiñe de rojeces más vivas como de sangre puesta a secar después de una degollina, y cuando de las petroleras regresan los trabajadores, lentos y cansados, los bares se llenan, funcionan los pianos de cola y las mujeres, pintarrajeadas y ebrias ya, se asoman a las puertas en actitudes incitantes.
El hielo sigue tintineando en los vasos de cerveza. Sobre el tapete verde las bolas de marfil se persiguen topeteándose. Se baila una rumba cubana y los negros, en coro, cantan una canción lánguida que va a morir en la orilla del río. Eso es Barranca, la ciudad petrolera de Colombia.
Tomado de:
La Ciudad Junto al río, en obras, Tomo 1, Tomás Vargas Osorio, Colección Memoria Regional, Gobernación de Santander, imprenta del Departamento, Bucaramanga, S.E.