Autor: Moisés Pineda Salazar
No falta que sea el miedo frente al otro semejante, la antropofobia, lo que impulse y sostenga una relación enfermiza con el animal. Francisco en su tiempo fue calificado de hereje por muchos que veían en su concepción sistémica del Universo una manifestación del panteísmo pagano.
Para el Poverello de Asís, el Hombre era parte de la creación, estaba conectado con los animales y con las cosas, estas y aquellos con él sin que fuera posible desligarlos en manera alguna. El Hombre en este complejo del Universo, no es el Rey, sino el resumen del todo con capacidad de introspección y conciencia de eso y de las partes.
Rasgos que en las otras especies más evolucionadas, apenas son un atisbo, “un rudimento del pensamiento”. Pero aún así, aquella capacidad no hace al Hombre un Ser Superior, sino que lo convierte en el Primer Responsable de la creación, en el “custodio del planeta, capaz de tratar a todas las especies con amabilidad, amor y compasión”, encargado de “salvar la Madre Naturaleza”.
Aquellos discursos de Francisco que hermanaban al hombre con las bestias y a la creación entera con él, resultaban anatemas para una sociedad que tenía una representación heliocéntrica del universo que se materializaba en un orden antropocéntrico y jerarquizado en el que en el vértice de la creación estaba el Hombre, llamado a someter y a Reinar -“como un poderoso conquistador y tirano”- sobre la naturaleza para continuar la obra creadora.
Y, por encima de él, un solo Dios, igualmente tirano y poderoso que lega su poder sobre los hombres en los reyes.
El discurso de Francisco y su testimonio de vida eran esencialmente políticos y su carácter subvertía el orden establecido. Sin embargo, no es posible encontrar en este precursor de los ambientalistas, de los animalistas y de los defensores de la Pacha Mama, que en la defensa de la idea de la responsabilidad del Hombre para dialogar con la naturaleza con el fin de sobrevivir, se indicara que hombres, plantas y bestias fueran una misma forma de Ser.
Así, en el Siglo XX Mahatma Gandhi presentó al mundo en el contexto de la Satyagraha -la no violencia que Toureau y Tolstoi construyeron como utopía social, política y vegetariana- una visión compleja e integral del Universo al decir:
“Quiero hacerme cargo de la fraternidad o identidad de toda vida, hasta de las cosas que gatean por el mundo”.
Aunque hoy, sus seguidores, en promoción de la “compasión elemental hacia nuestras criaturas amigas”, subordinan a ella la que merece el Ser Humano. A veces, hasta la olvidan.
Soy de los que piensa que así como Mahatma Ghandi actualizó la visión holística de Francisco en el Siglo XX, de la misma manera el Santo de Asís trajo a la edad Media las escuelas cínicas de la antigüedad.
El Cinismo, es una expresión de la “elementalidad” como norma de vida, que tiene su epitome en el desprecio activo por todas las construcciones humanas que separan y alejan a los hombres entre sí y los colocan en oposición con la naturaleza.
Una de tales “creaciones humanas”, son las estructuras de poder político, tal como las entendemos y que, en mucho, se asemejan a los comportamientos de la manada fundamentados en la fuerza y en la preeminencia del más apto y del mejor dotado.
La diferencia, para algunos, estriba en los fines, en la intención y en las consecuencias. Por eso, es posible que piensen y actúen bajo la premisa de que solo merecen vivir, gobernar y ser respetados aquellos carentes de toda tara física, mental o sicológica y que sean miembros de una raza superior a las demás.
De estas categorías para representar y de representarse, hacen una ideología, una manera de gobernar y de ser gobernados. Enanos, mongólicos, tarados, locos son mucho menos que un perro, aunque entren en contradicción con su pregón de que “el alma es la misma en todas las criaturas, aunque el cuerpo de cada uno es diferente”.
Indudablemente que es el odio, el deseo de hacer desaparecer al otro, lo que hace la diferencia entre lo uno y lo otro. Un animal es incapaz de experimentar la capacidad humana de odiar.
Quizás porque aquella comprensión de la conducta en la manada animal y la función del líder en la estructura social se correspondían unas a otras de manera unívoca, es por lo que ser cínico significaba “vívere ut cánicis”: vivir como los perros.
Aquel estilo de vida seguido por Diógenes quien moraba dentro de un tonel era una forma de protestar y de hacer ver las distancias que se daban entre la cabeza de la manada animal que protege y mantiene la cohesión garantizando la supervivencia colectiva y lo que se hacía a la cabeza del Imperio que asolaba y destruía para levantar una grandeza amasada con sangre de otros seres humanos compelidos a perder su condición humana, su Libertad y sus Dioses, so pena de ser muertos.
Por eso cuando el Emperador Macedonio, Alejandro El Grande, dueño de todo el mundo conocido le inquirió:
“Pídeme lo que quieras y te lo daré”, Diógenes -El Cínico- le respondió con enfado:
“Hazte a un lado porque me estás quitando el sol”.
Por eso, los estudiosos del comportamiento animal hacen un llamado de atención en el sentido de que los animales no son personas: “trata a un perro como persona y él te tratará como perro” sentencian para decir que es muy tenue la línea que separa una relación sana, de un comportamiento enfermizo.
Y es que para un sádico es fácil decir “Amo a los perros porque nunca le hacen sentir a uno que los haya tratado mal”. Otros compensan en su relación con el animal lo que las relaciones perversas con otros seres deshumanizados no le proporcionan.
Dicen entonces:
“Todos los hombres son dioses para su perro. Por eso hay gente que ama más a su perro que a los hombres”, y aquella perversión de la conducta los lleva a llorar por la salud, la comida y el bienestar de su mascota en tanto que son indiferentes frente al sufrimiento y la muerte del prójimo.
No falta que sea el miedo frente al otro semejante, la antropofobia, lo que impulse y sostenga una relación enfermiza con el animal sustentada en el acto de conferirle rasgos humanos ya que “si deseas que te aprecien, obtén un perro. La gente con la que trabajas, no son tus amigos”.
Además, “el mayor placer de tener un perro es que puedes hacer el ridículo con él y, no solo no te regañará, sino que él hará el ridículo con él” y, no olvides que: “si recoges un perro hambriento y le haces próspero, no te morderá; esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre”
Indudablemente que no se puede negar que son las grandes enfermedades mentales de origen social y de alcance colectivo, las que llevan a olvidar que ni el búho, ni el gato filosofan; que ni Diógenes era un perro como tampoco lo fue Francisco y que Bucéfalo no alcanzó, ni mucho menos superó a su jinete.