(Lo que fue la catástrofe que dejó a una ciudad de 150.000 habitantes reducida a escombros en tan sólo treinta segundos).
28 de diciembre de 1908; las primeras luces del día apenas pueden atravesar el denso palio de negras nubes preñadas de tempestad que entenebrecen el cielo de Mesina; en las calles aún arden los mecheros de gas; aquí y allá el tintinear de las esquilas anuncia el paso de las cabras de leche. Unos cuantos madrugadores, soñolientos y callados, se dirigen a sus puestos de trabajo; todo surge desdibujado, vago, envuelto en pálido tinte fantasmal.
Momentos antes se ha escuchado, a una hora inusual, el relinchar de algunos caballos y el aullido agorero de algunos perros, mientras el ganado da insólitas muestras de agitación; los pájaros vuelan describiendo círculos, como avisando que algo grande se avecina. En ciento sesenta kilómetros a la redonda se advierten unos extraños síntomas, que luego se atribuyeron a movimientos sísmicos de minúscula intensidad.
La inmensa mayoría de sus 150 mil habitantes duermen tranquilamente; es lunes, y la trasnochada del domingo aún pesa como plomo sobre los ojos de los mesineses.
De pronto, allá, a lo lejos, se oye un sonido de rara modulación; como una de esas súbitas tempestades que empiezan con un silbido grave y van cobrando fuerza e intensidad sonora, el extraño rumor aumenta hasta convertirse en un espantoso bramido, en un fragoroso trueno subterráneo.
Una pausa y un silencio más temeroso que el mismo horrísono retumbo. Súbitamente el suelo se estremece, se levanta, torna a hundirse para volver a alzarse en violentas palpitaciones rítmicas. Con rabia salvaje, el monstruo rugiente sacude a Mesina entre sus fauces.
Los edificios se empinan en el aire como lanzados por misteriosa catapulta y caen de nuevo en medio de horribles crujidos; el pavimento de las calles se eriza de lomas; las aceras se retuercen como culebras enfurecidas; los sillares, los ladrillos, se convierten en polvo menudo.
Un gigantesco alud de cascote y maderas se desploma con formidable estrépito sobre la tierra tremante; para miles y miles de los que duermen a pierna suelta es el advenimiento de los tiempos apocalípticos, el fin del mundo. Treinta segundos bastaron para dejar transformada en ruinas a una ciudad famosa por su belleza.
Tras la primera convulsión, retorna la calma; sólo rompen el silencio los ayees de los heridos y moribundos. Los que pueden escapar con vida de los desmoronados edificios, se echan desnudos, o a medio vestir, a la calle, y, por sobre montañas de ruinas, se abren paso hacia el litoral, mientras nuevos temblores, de menor intensidad, se encargan de hacerles llover, sobre los que así huyen despavoridos, muebles, piedras y hasta cuerpos humanos; aunque son muchos los que perecen aplastados bajo aquel sólido diluvio intermitente, unos cuantos miles consiguen llegar al murallón del puerto, donde creen sentirse a salvo.
Pero a los pocos minutos el terror les hiela la sangre en las venas: el mar retrocede, como cobrando impulso, y, levantándose en una ola descomunal, de más de 13 metros, coronada de espuma hirviente, embiste furioso e incontenible a la ciudad, entrando con ímpetu arrollador por sus calles y plazas; arranca barcas pescadoras y vapores de sus fondeaderos arrojándolos contra la orilla, volcándolos y arrastrando en su embravecido torrente a los tripulantes muertos o moribundos.
Como un huracán que soplase desde los cuatro puntos cardinales, vuelve astillas las embarcaciones pequeñas, abriendo enormes boquetes remolinantes en el seno del mar; hay barcos que se ven de pronto como tragados por el abismo; encallados en el fondo mismo del puerto, cae sobre ellos al instante una maciza avalancha de agua.
La escollera, a que se han acogido muchos de los sobrevivientes, cede como si fuera de papel. Cuando las invasoras aguas se precipitan mar afuera, arrastran consigo los restos de los despedazados edificios y casi a todo los mesineses que, locos de terror, han buscado asilo en la orilla.
Quieren entonces los cielos hacer más horrible el pavoroso cuadro: por la negra atmósfera serpentean relámpagos y centellas que van haciéndose cada vez más numerosos y continuos hasta producir la siniestra ilusión de que el mundo entero se abrasa en conflagración universal.
Cuando los desencadenados vientos alcanzan velocidades de huracán, cesa el chispear y el fulgurar de las exhalaciones y de las sombrías nubes empiezan a desgajarse cataratas de aguas; por espacio de siete mortales días consecutivos, ni los ululantes vientos y la lluvia torrencial conceden una sola hora de tregua a los mesineses, que la catástrofe a dejado sin techo.
Con el azote de la lluvia, sobre la desventurada ciudad se abate otro problema peor y más calamitoso: las rotas cañerías del gas provocan multitud de incendios que envuelven en sus fatídicos resplandores el desolado cuadro.
Nuevos temblores azotan la tierra; los pocos sobrevivientes corren a guarecerse en la catedral, que misteriosamente ha quedado en pie; durante ocho siglos, el grandioso edificio sirvió de refugio contra cañoneos, fuegos y terremotos; bajo sus imponentes bóvedas, la muchedumbre se siente segura; en el presbiterio se elevan preces por los difuntos y por los que aun viven.
De pronto, la tierra vuelve a estremecerse; es tan violenta la sacudida, que el techo y los fortísimos arcos se vienen al suelo con pavoroso estruendo, sepultando a los que bajo sus piedras seculares habían buscado asilo; era como si el cielo no quisiera que alguien quedara vivo.
Por fin despunta el día; es imposible pensar en organizar algún socorro; todas las autoridades, y los particulares capaces de ponerse al frente, han desaparecido; el amplio hospital militar es un montón de ruinas. Sus médicos, enfermeros y el personal auxiliar, han muerto casi todos.
Los medios de comunicación están destruidos; no hay víveres, ni medicinas, de modo que no se dispone de más útiles de salvamento, que las solas manos de los sobrevivientes, de los pocos que pueden colaborar.
En busca de socorro se envía a otras poblaciones costeras la única embarcación que ha quedado en condiciones de navegar; hasta el día siguiente no llega auxilio alguno. A las seis de la mañana entra al puerto, con prudente lentitud, el acorazado ruso Slava.
Las lenguas de fuego de cien incendios se retuercen y chisporrotean en el aire cargado del olor nauseabundo a carne quemada; los marineros oyen claramente el crujir de los pisos y las paredes que se desploman; de los edificios públicos, tiendas y casas particulares, sólo se ven humeantes montones de ruinas; por dondequiera que se camine, hay cadáveres. Un toldo de humo negro cubre el teatro de la devastación.
Los marinos rusos bajan a tierra y se dispersan por aquel dilatado campo de ruinas; cada vez que escuchan un quejido, se ponen a trabajar con febril energía, apartando ladrillos, maderas, muebles; a veces tienen que ahondar en aquellas montañas de escombros hasta trece metros, y mientras ellos cavan afanosamente, nuevos temblores ocasionan el desmoronamiento de otros edificios.
Los infantes del Slava ven a dos mujeres y cinco niños acurrucados en un pedazo de piso que ha quedado meciéndose allá arriba, mal pegado a una oscilante pared. Llevan allí treinta horas temblando de miedo, a la altura de un cuarto piso.
Valiéndose de cuerdas, dos marineros escalan la insegura pared; van bajando uno tras otro a cuatro de los niños y a las dos mujeres; envuelven al último de los niños en un capote de marino y lo atan con la cuerda; empiezan a bajarlo, y, en ese momento, otro temblor, más fuerte que las réplicas anteriores, sacude la tierra.
Las mujeres y los niños que están ya en el suelo, corren a ponerse a salvo. La cuerda de que cuelga el quinto niño, oscila como un péndulo gigante; la pared se viene abajo; el niño y su frustrado salvador encuentran la muerte juntos, con un capote de marino como sudario.
El miércoles llegan varios barcos ingleses y poco después hacen su entrada navíos de guerra de la escuadra norteamericana; bajan a tierra numerosos efectivos, víveres en abundancia y un gran hospital ambulante.
Millares de vecinos han recibido heridas gravísimas, horribles; se les lleva con toda la prisa de que es dable al centro hospitalario; los médicos trabajan sin descansar; se consigue reanudar el servicio de trenes y evacuar, así, a muchos heridos.
Una escritora norteamericana pinta, con estas palabras, el viaje del primer tren: “No pueden ustedes imaginar jamás el horror de todo aquello; arrastrábase el tren por el túnel como un inmenso gusano herido, abarrotado de moribundos, de una carga humana deshecha y palpitante, iba dejando en pos de sí un reguero de sangre.
Mientras viva, nunca podré olvidar aquel horripilante concierto de gemidos, de estertores y de voces que pedían a gritos agua, un médico; a cada instante alguno fallecía.
Como si la banda de ladrones que han vomitado las cárceles de la desolada ciudad de Mesinano fuese plaga suficiente para completar el horror de la situación, forajidos de toda Italia acuden con villana prisa a perpetrar sus fechorías entre ruinas y cadáveres, llegando al punto de cercenar una mano a una inocente victima moribunda para robarle los anillos que portaba.
Se dan ordenes a la marinería internacional de disparar sin intimación previa sobre cuántos sorprendan en actos de pillaje. Los facinerosos apelan entonces al ardid de ponerse los uniformes de los oficiales y soldados italianos muertos y de reunirse en partidas armadas para cometer sus vandálicas depredaciones.
En el banco de Sicilia, donde hay oro por valor de un millón de dólares, punto menos que al alcance de todo el que pase por allí, se libra una verdadera batalla campal en la que perecen seis de los bandoleros y quedan heridos otros tantos marinos.
A la mañana siguiente se le pone epílogo al fracasado asalto con la ejecución sumaria de 25 desalmados más. Otros bribones, de igual o peor calaña, hacen infame granjería embarcando para los burdeles de la península a pobres jovencitas a quienes el bárbaro cataclismo ha dejado atontadas o semi inconscientes.
Los trabajos de salvamento son del tal magnitud, que no se puede distraer un solo segundo para dar sepultura a los muertos; mientras se supone que aun hayan personas vivas bajo las ruinas, se concentran todos los esfuerzos en el intento de salvarlas; por doquiera yacen cadáveres desnudos; los hay apilados en hileras, en montones irregulares.
Por fin se puede dedicar también un poco de atención a los muertos: al principio, se les va depositando en una inmensa fosa común; como si fuera leña, mil cadáveres se apilan; el trabajo resulta superior a las fuerzas y a los medios de que se dispone; se apela entonces al fuego, que todo lo purifica.
Por días y días desfilan por las destruidas calles hileras interminables de carretas llevando cadáveres a una enorme pira funeral. El olor de los muertos quemados lo llena todo.
Poco a poco se va restableciendo el orden; en las orillas del estrecho de Mesina, cuarenta lugares corrieron la misma suerte: aproximadamente unas ciento cincuenta mil personas hallan la muerte en la pavorosa tragedia. En un espacio de quince mil kilómetros cuadrados, apenas si queda en pie un edificio, ni indemne una sola familia.
Sobre los restos de sus hogares y de sus bienes arrasados, se yergue un lamentable puñado de sobrevivientes, que ya tienen qué comer, y un improvisado techo. La invencible obstinación que nos apega a la vida, va descorriendo de sus ojos el doble velo de espanto y de dolor que los nubla, para fingir en ellos el espejismo de la eterna esperanza.
(Selecciones, 1940)