* Guardemos el valor para las torturas de la vida
Siendo mi padre médico en El Socorro, un pueblo santandereano en Colombia, llegó un fornido labriego herido, con arma cortante en una riña y que traía en sus ademanes algo del calor de la reyerta.
A pesar de mis escasos ocho años, serví de ayudante de mi padre. Cuando, con pulso de cirujano limpiaba él los bordes de la herida para suturarla, el labriego, impaciente ante lo que juzgaba innecesario cuidado, exclamó:
- ¡Húrgueme recio y pronto, doctor, que no es su pellejo!
Mi padre terminó sin alterarse y citó al labriego para una nueva cura.
El hombre regresó en actitud diferente; con sumo cuidado, mi padre comenzó a despojar el vendaje de la herida, mientras el paciente se estremecía de dolor, y cuando empezó la remoción de la sutura, suplicó:
- ¡Pasito, doctor, por favor!
Mi padre aprovechó aquel momento para darme una lección que me sirvió mucho en la vida.
- Hijo, este hombre ya siente el dolor; el valor no se demuestra con la herida fresca, sino al remover la sutura. El golpe nos insensibiliza, pero el dolor nos acobarda. Hay que guardar el valor para hacer frente a las torturas de la vida.
* El lapicero de plata.-
A pesar de sus escasos catorce años, Pedro era un egoísta consumado. ¿Por qué eres así, Pedrito?, le decía su padre con frecuencia, a quien apesumbraba el carácter del muchacho; un día Pedro le responde:
- ¿Por qué he de hacer yo algo por alguien, si a nadie le pido que haga algo por mi?
El padre lo escuchó perplejo y le respondió:
- Hijo, debes hacer lo que puedas por los demás; más de cien, más de mil personas se ocupan en procurarte cuanto necesitas.
- ¡Caramba!-, exclamó el muchacho-, no lo hubiera creído nunca.
- ¿No?, pues es una verdad pura y sencilla; por ejemplo, ese lapicero que tienes en la mano te puede probar que es cierto lo que digo.
Se interrumpió para observar el efecto que producían sus palabras en el muchacho.
- La plata de que está hecho-, continuó al cabo de un momento- la extraen legión de obreros esforzados, de minas muy lejanas; otros la pulen, otros la cincelan y otros la transportan por mar.
De madera de Noruega que muchos hombres cortaron, centenares de carpinteros construyeron después el buque que fue a buscar el cargamento de plata; otros obreros lo forraron de acero, que había sido fabricado por muchos trabajadores más; el cultivo del cáñamo, para las velas y las cuerdas, ocupó a miles de hombres y mujeres.
El hierro que hay en el barco, cadenas, máquina, etc., ha pasado por innumerables manos, desde las del minero que extrae el mineral de la tierra, hasta las del herrero que le da la forma definitiva que hoy tiene el lapicero.
Y aunque no menciono gran parte de la mano de obra necesaria para hacer ese lapicero, lo que acabo de decirte es suficiente para que comprendas que necesitas el concurso de muchísima gente para procurarte cada una de las cosas que necesitas para vivir.
Pedro quedó pensativo y su padre prosiguió:
- No te niegues nunca a hacer lo que puedas en el servicio de los demás; Dios ha hecho del cambio mutuo de servicios la condición imprescindible de la existencia humana.
El hombre solo no puede subsistir, y si a quienes blasonan de no necesitar de nadie se les abandona a sus propias fuerzas, bien pronto se les vería en la miseria.
Pedro tomó el lapicero en sus manos, por un momento quedó pensativo, y abrazando a su padre le respondió:
- Gracias papá, me diste un gran lección; no había caído en la cuenta.(
* Me hicieron sudar por aquella mentira
Un día en que, por no haber servicio doméstico en casa, supuse que mamá me pondría a ayudar en algo, fingí un fuerte dolor de piernas para librarme del quehacer que pudieran asignarme.
Tenía yo entonces nueve años; mi madre, tomándome cariñosamente en sus brazos, dijo que esos dolores eran cosa grave en una niña de mi edad, y que necesitaba estar en reposo y muy bien abrigada todo el día. Pasábamos por un verano tan caluroso, que teníamos que darnos dos o tres baños diarios y usar ropa muy ligera.
No obstante, mi madre me acostó, cobijándome con dos cobertores gruesos de lana, y me dijo que debía permanecer así hasta que se me quitara el dolor, porque según ella, eso era frio en los huesos.
Al cabo de un cuarto de hora, el calor era insufrible, y echa un mar de lágrimas llamé a mamá para pedirle perdón y confesarle mi mentira, que ella había adivinado y sabido castigar, enseñándome así a no disculparme nunca más con mentiras.
* A veces hay que rodear para poder alcanzar
Quedé huérfano siendo muy niño; tenía siete años cuando mi tutor me puso profesor de piano, situación que yo ansiaba aprender. Transcurridas algunas semanas, viendo que no podía tocar piezas, teniendo que pasar horas enteras recorriendo inacabables escalas, dije a mi tutor que quería abandonar el piano.
Al conocer el motivo de mi desaliento, me condujo hacia la verja de una famosa huerta, tras de la cual estaban a mi vista, pero no a mi alcance, naranjas, manzanas, guayabas y otras frutas deliciosas.
- Coge lo que desees, -dijo mi tutor.
- Desde aquí no alcanzo; está lejos, vamos adentro,- le respondí.
- ¡Ah!, ¿con la fruta a cuatro pasos dices que está distante y prefieres dar una vuelta de doscientos metros más o menos para tomarla?; bien, vamos pues.
Cuando estuvimos al pie de unas hermosas peras, cogió la más grande y me dijo:
- ¿Ves?, es necesario emplear tiempo en ciertos rodeos antes de saborear los frutos apetecidos. Esto es verdad también para el piano y para todo en la vida.
Aprendí a tocar piano y nunca pude olvidar la lección de mi generoso tutor.
* Trate a otros como quieras ser tratado
Tenía siete años y casi todos los días volvía del colegio llorosa y de muy mal humor; mi abuela, mirándome por encima de las gafas me decía:
- ¿No serás tú la que comienza los pleitos?; si eres buena, todos lo serán contigo.
Una tarde me llevó a la granja; haciéndome asomar al brocal del pozo, me dijo:
- Mira bien, hija, ¿qué ves adentro?
- Una niñita, -le respondí-, una bella niña entre las flores.
Junto al pozo había un árbol de framboyán, y sus flores, al reflejarse en el fondo, rodeaban totalmente la imagen.
- Ahora –dijo mi abuelita-, ríe con la niña y dile: “seremos amigas, verdad”?
El eco repitió mis palabras.
- ¿Ves?, -continuo la abuela-, te has hecho de una amiga; la trataste bien, y bien y trató ella.
Después de la merienda me llevó de nuevo junto al pozo y me dijo:
- ¿Ves a la misma niñita?; ahora muéstrate enojada y dile: “eres una niña presumida y fea”.
La niñita del pozo me miró enojada y repitió: “presumida y feaaa”; cogiendo la mano de mi abuela, le dije:
- Vamos abuela, no quiero a esta niña grosera y mala.
- Oye muy bien hija-, me dijo la abuela sentándose sobre una piedra y tomándome la mano-: La niña que acabas de ver es como tú quieres que sean las demás contigo. Cuando te mostraste amable, ella también lo fue; cuando te pusiste impertinente, ella te trató de la misma forma; así todo el mundo: como damos, recibimos.
Jamás olvidé la lección. Desde aquel día trato con dulzura y cariño a los demás y así, todos me tratan a mí.
* El mal paso andarlo pronto, o como decimos hoy, “de los males, el menor".
Por espacio de varios años tuve por hábito esquivar todo aquello que ofreciera alguna dificultad. Si era preciso que hablara con alguien de asuntos que pedían mucha diplomacia de mi parte o que me exponían a enredarme en discusiones enojosas, aplazaba la entrevista cuanto pudiera.
Si llegaba en el correo de la mañana una carta cuya respuesta distaría mucho de ser la que se prometía el que me había escrito, dejaba esa carta de última entre las del montón de la correspondencia por despachar, y acariciaba, al hacer esto, una vaga y absurda esperanza de que ocurriera algo que me librara de tener que contestarla.
Yo sabía que esta actitud evasiva era pueril y cobarde. Pero, aunque en un principio me sentía a veces descontento de mí mismo, al pensar en lo pusilánime de semejante conducta, a vuelta de algún tiempo me habitué a proceder así, lo hacía sin caer en la cuenta.
Pero, cierta mañana tuve que visitar a uno de los hombres mejor equilibrados y más laboriosos con que me he tropezado en la vida. Aunque le llevaba magníficas noticias de un interesante asunto de negocios que a él mucho le favorecían y que él lo noto por la expresión de mi semblante, me pidió que aguardase un momento, mientras despachaba algunos asuntos.
En tanto que yo, dominando a duras penas la impaciencia por hablar, permanecía sentado en su despacho, dictó dos cartas, que, por lo que pude entender, trataban de puntos espinosos; también habló por teléfono para arreglar una reclamación bastante complicada. Una vez que concluyó, con una sonrisa me volvió hacia mí:
- Mil gracias por haber esperado a que yo saliera de todo esto; y ahora sí, ¡vengan esas buenas noticias que me trae!.
- Pero, hombre -, le observé sin poder contenerme-, ¿será posible que usted haya dejado para después recibir una buena noticia y haya querido despachar antes unos asuntos que no tenían nada de agradable?.-
Riéndose ampliamente, me respondió:
- Mira amigo, las cosas desagradables fastidian menos si uno las despacha de inmediato; la experiencia me ha demostrado que, si dejo para después las cosas que me incomodan y empiezo a despachar las que me agradan, y el saber que de todos modos debo arreglar esos asuntos, me pone de muy mal humor.
En cambio, si empiezo el día con ellas, y las despacho lo antes posible, me siento divinamente. Es lo mismo que tomarse primero el remedio que sabe muy mal y luego el caramelo que quita el mal sabor que nos quedó en la boca.
El oírle hablar así, para mí fue una revelación, y Salí de allí resuelto a cambiar de conducta.
Al llegar a mi oficina, encontré aguardándome a un cliente que estaba hecho una furia; en lugar de evadir el arreglo de la reclamación que aquel señor tenía pendiente, abordé el asunto sin más demora. La tormenta fue de las buenas, pero a ella siguió la calma.
Lanzando un suspiro de satisfacción, pasé luego a despachar otros negocios que nada tenían de gratos: cartas en que me pedían cosas absurdas, cuentas que daba por perdidas, en fin, cosas sin importancia para mí, pero graves para los demás. Al salir aquella tarde de la oficina, sentía, por primera vez en muchos años, que no había perdido el tiempo, que el trabajo de ese día quedaba hecho, y bien hecho.
Desde entonces soy un verdadero cazador de dificultades; la lección que me diera aquel amigo ha sido para mí de un provecho incalculable: las cosas difíciles no lo serán tanto, si nos vamos derecho a ellas y procuramos resolverlas sin dilación alguna. Bien dicen que, “el mal paso hay que darlo pronto”.
(De la Revista Selecciones)