Autor: Moisés Pineda Salazar
El antropólogo guajiro Wilder Guerra, es uno de los más reconocidos intelectuales caribeños. Este domingo catorce de Julio, a mi regreso de Cuba, me recibe con un revelador escrito sobre el viajero florentino Galeotto Cey y su obra “Viaje y descripción de las Indias (1539- 1553)”.
En él nos cuenta que luego de catorce años de viajes a Santodomingo, Cuba, Panamá, Coro, Riohacha, Santa Marta, Tunja, Santafé, los Llanos Orientales, Tamalameque, Mompox, Tenerife y Cartagena, contrariando toda expectativa de la época, el viajero regresa a Europa siendo objeto de “pullas, preguntas malintencionadas y reproches acerca de su viaje a América y su retorno sin bienes materiales.
Si respondía con honestidad sobre su experiencia en ultramar sería tomado por un apocado incapaz de hacer grandes méritos; si, como otros, exageraba las riquezas y dificultades naturales del Nuevo Mundo sería tomado entonces por un mentiroso. El florentino optó, según el profesor José Lovera, como muchos seres humanos de todos los tiempos, por escribir sus viajes para mostrar sus conocimientos ya que no podía ostentar riquezas”
Huelga, entonces, toda explicación acerca del por qué de mis “notas de viaje”.
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“Manda pinga”!! refunfuñaba el funcionario que debe atender al pasajero cubano que reclama que ha perdido una pieza del equipaje de mano que traía en la cabina del avión, donde un hombre mayor me advirtió que no colocara ni mi bolsa de libros, ni mi morral, encima del paquete que él había metido en el portaequipajes pues, el suyo, contiene un televisor plasma.
Otro, carga con media docena de muñecas que parecen nadar en una pecera dentro de un envase plástico de forma cilíndrica, junto con tres ositos de peluche, un perro con piel de felpa y un tigre amarillo desteñido.
El de más allá trata de añuquir lo que parece ser dos balones, inflados, metidos en una bolsa negra, sellada con cien metros de cinta pegante transparente, sin poder entender por qué no los desinfló para llevarlos a una ponchera de aquellas en donde reparan llantas en la ciudad destino.
A aquel le han devuelto una caja contentiva de una impresora laser y media docena de kits de tinta que, conociendo las limitaciones de la Internet en la Isla y el trámite de archivos a color por la red, me pregunto de qué podrá servirle.
Si no fuera por las claras diferencias antropométricas, diría que estoy arribando a Bogotá procedente de un vuelo de San Andrés Islas.
La conversa plagada de de vocablos que como chamo (en lugar de chico), busaca (en lugar de jaba) y cónchale vale, que no son propios del hablar isleño que he conocido en estos veinte años de estar yendo y viniendo, periódicamente a Cuba, me revela que vienen de Venezuela, de una de las tantas misiones que deambulan por el territorio de la Hermana República Bolivariana.
Son técnicos en salubridad que buena falta hacen en estos días por los lados de Santiago de Cuba, hacia donde me dirijo, y que soy puesto en noticias de que hay un brote de cólera morbo en la zona, cuando al bajar del avión en el aeropuerto de esa ciudad, me reciben con tres botellas plásticas, de esas de agua, envasada a las que les han abierto un pequeño agujero en la tapa con las que te dispensan agua clorada, solución jabonosa y agua filtrada.
En todas partes te reciben con las tres botellas y pasas el día con las manos libres de gérmenes, pero oliendo a “Varechina”.
Mientras las autoridades hablan de cuatro casos, en los rincones de las barriadas se habla de cuarenta.
Llevamos una hora y treinta minutos, ellos buscando lo que se les perdió y yo esperando que me entreguen el equipaje.
Como suele ocurrir por estos lares, nos pasan de una banda a la otra sin que uno pueda tener claro quién manda aquí, si el muchacho de aduanas que no atina a entender los reclamos que le hace una turista canadiense en inglés o la otra funcionaria que luce su uniforme de minifalda con medias de malla, del tipo cabaret, que interviene en la discusión para decirle en un Inglés Británico: “Canadá es Canadá, Cuba es Cuba. Si no le gusta, entonces, devuélvase”.
Por su desorden y abandono, cada año que pasa, el aeropuerto de La Habana se parece más al de Maiquetía, y los antiguos funcionarios del régimen castrista copian el comportamiento cuasi lumpen de los aduaneros de Chávez.