J. B. Powell, relator y protagonista de esta increíble y lastimosa historia, fue uno de los periodistas extranjeros más conocedores de China; en 1917 se estableció en Shanghái. La inflexible rectitud de los dos periódicos que dirigía, The China Weekly y The China Press, como igual los hechos que sacó a relucir en ellos, le valieron el odio de los japoneses. Milagrosamente, en 1941, escapó de morir destrozado por la granada de mano con que trataron de asesinarlo.
La crueldad de los carceleros japoneses de Shanghái, digna apenas de los bárbaros e insensibles verdugos de la Edad Media, le hizo perder ambos pies casi por completo. Al ingresar a la cárcel, pesaba 68 kilos; debido a la comida que allí le daban, en tres meses quedó pesando únicamente 35. En junio de 1942 fue repatriado a los EE. UU, donde ingresó de inmediato a un hospital de Nueva York.
“En la mañana del 20 de diciembre de 1941, se presentaron en mi cuarto del Hotel Metrópoli de Shanghái seis agentes secretos japoneses; tal situación no me sorprendió, porque ya las oficinas de The China WeeklyReview y de China Press habían sido clausuradas por los nipones. Después que los gendarmes practicaron un minucioso registro en la habitación y abarrotado una maleta con mis papeles, me solicitaron que fuese con ellos a la jefatura de policía para someterme a un interrogatorio. Los gendarmes me llevaron a la Bridge House (la Casa del Puente), una gran casa de pisos que los japoneses habían convertido secretamente en una cárcel.
Me vi encerrado en una celda maloliente, de la que no saldría sino dos meses después, y baldado para toda la vida; se hallaban allí como unas 50 personas, la gran mayoría chinos, amontonadas en un espacio de 5.50 por 3.65 metros; teníamos que sentarnos en el suelo en apretadas hileras. Entre mis compañeros de encierro se hallaba Rudolph Mayer, hermano del empresario de películas de Hollywood, quien pidió a unos chinos que se apretujaran un poco más y así pude sentarme en un rincón, con la espalda contra la pared, lo cual era mejor que estar sentado en medio del cuarto, hecho punto menos que un ovillo.
No tardaron en llevarme a uno de los pisos altos donde un oficial me hizo miles de preguntas acerca de mi vida, especialmente sobre los veinticinco años que había pasado en China. Aquél fue el primero de los muchos interrogatorios que se sucedieron dos o tres veces por semana y a menudo en altas horas de la noche. Una y otra vez se empeñaron los nipones en probar que yo estaba complicado en las actividades del servicio secreto militar de los Estados Unidos, como de la Gran Bretaña; en comparación con la monotonía e inmundicia que me aguardaban en la celda, aquellas escaramuzas con los oficiales no dejaban de tener su lado agradable.
En solo doce celdas se encontraban hacinados hombres y mujeres; desde mi celda yo veía, a lado y lado, una hilera de gruesos postes de madera, colocados de seis en seis centímetros; una hilera tenía 17 postes, la otra 25. ¡Si no los conté mil veces, no los conté ninguna!, en eso me entretenía en contar y contar siempre lo mismo.
Día y noche permanecíamos sentados en el duro entarimado; según la costumbre japonesa, teníamos que quitarnos los zapatos, -que quedaban amontonados en el corredor-, lo que hacía que los pies se nos helaran, pues solamente llevábamos los calcetines. Para que cupiesen mas presos en cada celda, y también para que los guardas pudieran contarlos con más facilidad, nos habían mandado que nos sentáramos con los pies encogidos; a veces éramos tantos en la celda, que algunos tenían que quedarse de pie.
Cuando alguno violaba el reglamento, se nos castigaba a todos haciéndonos permanecer sentados sobre los pies, con la cabeza agachada. Los japoneses están acostumbrados a sentarse así desde niños, pero para los que no lo están resulta una insufrible tortura. Algunos de los de mi celda, después de pasar unas horas así sentados, y de cara a Tokio, se quedaban sin poder caminar por varios días.
Debíamos guardar perfecto silencio; como a los chinos les es casi imposible estarse callados, era frecuente que los guardias los pillaran hablando. Al que sorprendían así, le arreaban una cruel paliza, donde muchas veces terminaban con los dientes rotos; estas palizas menudeaban de tal modo, que rara era la vez que no hubiese un chino recibiendo la suya. A un preso que gozaba del régimen de favor que les concedían a los de conducta ejemplar, lo sorprendieron una noche escondiendo cigarrillos de contrabando; tal fue la paliza que le dieron, que estuvo una semana sin poder tenerse en pie; al poco tiempo le dio el beriberi y murió en nuestra celda.
A otro chino, al cual le habían encontrado encima algún dinero, lo golpearon con un garrote hasta que éste quedó hecho astillas en la mano del guardia y la cara de la pobre víctima convertida en papilla. Presencié la terrible escena contando los garrotazos: fueron ¡ochenta y cinco!
Con nosotros se encontraban algunas mujeres; en muchas ocasiones, en las horas de la noche, un guardia las llevaba a otra celda, donde eran sometidas a crueles violaciones; desde el sitio en que nos encontrábamos, oíamos los gritos que lanzaban esas pobres infelices; después, ya a la madrugada eran regresadas a nosotros, donde nos dábamos cuenta de la tortura a que habían sido sometidas.
Los inviernos de Shanghái eran fríos y en aquella cárcel no había calefacción; a eso de las nueve de la noche, los guardias traían unas cuantas mantas que todos se disputaban; dos y hasta seis presos, apiñándose de un modo inverosímil, lograban cubrirse con una sola; a la siguiente mañana nos las quitaban de nuevo y en algunas noches no nos daban ninguna, de modo que nos tocaba arrimarnos los unos sobre los otros para calentarnos con el propio calor de nuestros cuerpos.
En cuanto a la alimentación, el arroz del desayuno era bueno, caliente y bien sazonado, pero el que nos daban al mediodía y en la noche, por lo general era apenas pasado por el fuego, sin sabor alguno; en muchas ocasiones nos pasaban una sopa insulsa, con algunos vegetales prácticamente crudos; en cuanto a la carne, algunas veces encontrábamos en el arroz uno que otro trocito de arenque, casi siempre una cabeza, pero igual, como los vegetales, casi crudos y así nos tocaba comer, pues de lo contrario teníamos que pasar uno que otro día sin nada en el estómago. Nuestro mayor tormento era la sed; aunque se nos daba un té infernal, el agua nunca la probábamos.
Pero, lo peor que teníamos que soportar era la asquerosa inmundicia en que vivíamos; no podíamos lavarnos, salvo en las raras ocasiones en que nos sacaban de la celda; las condiciones en que teníamos que satisfacer nuestras necesidades corporales, se resisten a toda descripción; para los veinticinco o cuarenta seres humanos que nos apiñábamos en la celda, no había más que una burda caja en un rincón, a la vista de todo el mundo; el hedor era insoportable.
Otra cosa había a la que nosotros, los “extranjeros” no podíamos acostumbrarnos: la indigna y repelente promiscuidad que nos ponía en el caso de salvar el pudor de las mujeres que con nosotros compartían aquél suplicio, formando en torno de la letrina un cerco con nuestras espaldas hacia vueltas hacia ellas.
Algunos de los hombres de nuestra celda padecían de enfermedades venéreas en sus formas más repulsivas; los japoneses les hacían las curas sin pizca de recato a la vista de todo el mundo, lo mismo que a las mujeres.
A menudo sacaban a las mujeres chinas que había en nuestra celda para interrogarlas; cuando regresaban, por lo general, magulladas y sangrando, con visibles muestras de haber sido sometidas nuevamente a terribles vejaciones, eran tiradas en el piso frio y sucio, donde pasaban horas sollozando sordamente.
Uno de mis compañeros de celda era un oficial ingles retirado, que estaba horriblemente cubierto de granos; todavía me parece estar oyéndole repetir toda la noche el Padrenuestro, por la picazón que sentía en todo su cuerpo.
Había una verdadera epidemia de esos granos; por lo general, los japoneses no les hacían maldito caso, aunque de cuando en cuando se dejaba ver por allí un practicante que, armado de un par de tenacillas, se hartaba de apretar forúnculos; la asistencia facultativa que recibíamos de los japoneses se reducía a la administración de aspirinas y a la aplicación externa del mercurocromo. Fuera lo que fuera la enfermedad que nos aquejara..., allá iban las tabletas de aspirinas. Una enfermera japonesa se ocupaba en embadurnar con mercurocromo las regiones infectadas y las llagas, cuando cada uno tenía la buena suerte de detenerla al pasar.
De vez en cuando, quizás una docena de veces durante todo el tiempo que estuve preso, si hacia buen tiempo, nos sacaban al patio para que camináramos un poco, o para que hiciéramos ejercicios de calistenia japonesa; en aquel patio estaban las perreras en que los japoneses encerraban a sus sabuesos adiestrados. Solíamos detenernos ante ellos y hacer mimos a los animales, quienes nos daban amistosamente la mano; parecía que nos querían más que a sus amos.
En una de esas salidas me sorprendió ver algunos presos japoneses; unos eran soldados que cumplían arresto por embriaguez; otros, antiguos empleados de empresas extranjeras a quienes las autoridades niponas trataban de arrancar alguna información; aunque no se les trataba mejor que a los demás, si estaban separados del resto de los reclusos. En alguna ocasión, yo mismo vi a un gendarme darle de palos a un soldado japonés, hasta dejarlo sin sentido.
Dije que no teníamos nada que hacer, pero ello no es rigurosamente cierto, ya que todos nos pasábamos muchas horas del dia en la ¡amena ocupación!, de darle caza a los piojos que pululaban en nuestras ropas. A menudo hacíamos apuestas a ver quién atrapaba más de aquellos minúsculos animalejos. Rudolph Mayer solía ganarlas, con una anotación de 60 a 100. Como nosotros, los “extranjeros”, no podíamos comer el arroz frio y mal cocido del mediodía, lo que hacíamos era cambiarlo con los chinos –que son espulgadores diestros- a razón de una taza de arroz por cada camiseta limpia de piojos. Todavía no puedo explicarme cómo no se propagó el tifus en esa cárcel, como el fuego en un pajar.
Al poco tiempo de estar en aquella asquerosa y horrible prisión, empezaron a dolerme los pies, sobre todo en los talones. El dolor se volvió tan agudo, que se me hacía imposible ponerme los zapatos cuando nos sacaban a hacer ejercicios, o cuando me llevaban arriba a ser interrogado. Como no había indicio, ni síntoma alguno visible, el médico japonés se limitaba a reírse de mí cuando me examinaba.
El 26 de febrero, con otros siete extranjeros, fui trasladado a la nueva cárcel de Kian Guam; nos cortaron el pelo y nos afeitaron.., por vez primera en dos meses. Esta nueva “mansión”-, como irónicamente nos dijeron-, se componía de celdas individuales; la mía era de un metro y medio, por tres. No tenía cama, y como en el edificio no había calefacción, y el cemento fresco estaba aun húmedo, yo sufría lo indecible en el frígido suelo. En lo alto de una pared había un pequeño tragaluz con barrotes, pero me era imposible llegar hasta él con los ojos, ni saltar lo bastante alto para asomarse.
Como es de suponer, en un rincón tenía mi celda la consabida caja mal-oliente. A la semana de llegado a Kian se me agravó de tal modo el estado de mis pies, que sólo a rastras podía acercarme a la letrina; al cabo de unas tres semanas, dos médicos japoneses vinieron a examinarme y comprobaron que los pies se habían amoratado; me pusieron entonces una inyección hipodérmica.
A fines del mes de marzo, en una camilla me trasladaron al Hospital General de Shanghái; en el sentido literal de la palabra, los pies se me habían podrido. La amputación resultó fácil porque ya la gangrena se había adelantado a la cuchilla del cirujano, desarticulándome una falange por aquí, comiéndome un dedo por allá. Los japoneses no hacían más que fotografiarme, y, al efecto, me obligaban a cubrirme las manos para que no se viera que sólo eran huesos y pellejo. Yo les pedía que me fotografiaran los pies, amputados casi hasta el talón, pero se negaron a hacerlo.
En junio, gracias a los buenos oficios de amigos y periodistas en los Estados Unidos, se me permitió repatriarme, junto con otros norteamericanos canjeados por japoneses detenidos en las cárceles norteamericanas.
Según el médico que me atendió en el hospital de Nueva York, con diez días más que hubiera pasado en esas malolientes cárceles niponas, no estaría yo aquí relatando esta crónica de la inmundicia, estupidez e inhumanidad con que los japoneses martirizan a los desgraciados que caen en sus garras.
(Revista Selecciones, J. B. Powell, recopilación)