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EL DIA QUE ME COMÍ UNA ASQUEROSA RATA

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He comido intestinos de ganso, estómago de tiburón, escorpiones asados, y aún cosas peores; pero desde aquel día, en que sin saberlo, me comí una asquerosa rata, he tenido deseos de darle una paliza al chino Wen, quien fue el culpable de que pronto me hubiera intoxicado.

Rata o RatónEstábamos en Xingjiang, la región más occidental de China, donde los chinos hacen sus pruebas atómicas. Si uno quiere desaparecer de la Tierra, puede empezar por llegar hasta allá. Filmábamos un comercial en las montañas nevadas de Tian Shan, en el desierto de Gobi. En todas partes, la cocina era un desastre.

Un día llegamos a Turpan, una ciudad en el segundo punto más bajo de la Tierra, 155 metros bajo el nivel del mar; allí no hay grandes riquezas, salvo petróleo y minería; las frutas son traídas de muy lejos, los vegetales son raros y la carne es muy escasa y por ende muy costosa.

Momento de Comer una RataLa comida era muy simple; básica, considerando lo árido de la región y la relativa pobreza del lugar: arroz blanco, sin sal, huevos de sospechoso color revueltos con tomate y unas hojas verdes hervidas.

Como pude pregunté si había algo de carne y me pasaron el menú: “¡Voilá!”, dije entusiasmado; pero la alegría me duró muy poco; no podía leer el menú, que estaba en chino, árabe y ruso; entonces decidí confiarle a Wen, quien era mi asistente, que me pidiera algo.

Un rato después el mesero trajo algo que parecía pollo apanado; me sentí muy bien. Con una sonrisa en la cara, Wen me pidió que probara; él mismo se llevó a la boca un pedazo que parecía ser el muslo, mientras yo, con la mano, agarraba el otro y me lo llevé a la boca; los huesos eran más chicos que los de un pollo.

Pensé que eran de algún pájaro. La carne era tierna y tenía un leve sabor a conejo; tenia textura como las ancas de rana, y, como cualquier plato en China, rebosaba aceite. Después de varios bocados, acompañados de insípido arroz blanco y de generosos sorbos de Coca-Cola, vi que en el plato sólo quedaba una tirita larga, como una cola.

Un viejito que se encontraba al frente mío roía lo que parecía ser la cabeza del bicho. Entonces se me hizo necesario hacer la pregunta:

“¿Qué es esto?”.- El chino Wen se reía y me dijo:

- “No preguntar, no querer saber”.-

Yo insistí; entonces me dijo: “Mouse”; no le creí. Entonces me alcanzó el menú y abrió la página del plato que había pedido: Ahí se encontraba la foto de una rata apanada con un tomate en la boca, bellamente presentada, como cualquier lechona.

Me acordé de las ratas en las calles, de los olores de los baños, de la basura acumulada en las aldeas en medio del desierto, donde merodean miles de ratas. Me dieron arcadas, ganas de salir corriendo, de vomitar, de enrollarme en un ovillo y de que mi madre me abrazara y llorara conmigo. También me dieron ganas de cascarle a Wen, no tanto por el asco o porque la rata no supiera bien, sino por ocultamente todo ese tiempo lo que me estaba comiendo.

Después supe que no había más opciones, si lo que deseaba era carne. Y fue una lección de humildad, pues aprendí que la cosa con la comida viene dictada por el hambre y la necesidad. Y en un país tan vasto como China, eso significa todo un universo de posibilidades culinarias insospechadas. A Wen no le casqué, pero lo tuve que despedir. Con la comida no se juega.

(Extractado de la revista “Soho”, editorial de Julián Hernández)

 


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